Hace poco más de un año me mudé a una de las zonas más despobladas de España, en el interior del principado de Asturias. Para poner en contexto al lector, el pueblo más grande y más cercano, a media hora, tiene unos 1500 habitantes. El propio concejo donde habito tiene 288 habitantes registrados, en una superficie de unos 100 kilómetros cuadrados: eso nos da una densidad de población que no llega a 3 habitantes por kilómetro cuadrado. En la aldea en la que resido somos 3 vecinos permanentes, en verano con suerte alguno más. La media de edad es de unos sesenta años. Yo aterricé aquí en el otoño de 2022, con treinta y cinco años.
Los motivos por los que decidí mudarme a un lugar como este son muchos. Quizás sería justo empezar diciendo que uno de los más importantes es sencillamente que podía hacerlo. Mi situación familiar y mis circunstancias personales me permitían “empezar de nuevo”, y con la ayuda de mi familia compré una finca con dos casas y más de 2 hectáreas por un precio que en cualquier otro sitio habría sido imposible. Eso, básicamente, me convierte en un verdadero afortunado, algo que intento recordar todos los días, con más o menos éxito.
Los demás motivos son mucho más personales (y complejos), y están atravesados por dinámicas sociales que nos afectan a todos, y de eso precisamente es de lo que me gustaría hablar aquí. Para empezar, podríamos resumirlo todo con una frase algo naïve aunque no por ello menos cierta: me vine al campo porque sencillamente no podía más.
Mi generación, los llamados Millenials, hemos sido testigos privilegiados de un mundo sumido en una aceleración sin precedentes. Me atrevo a decir que más que cualquier otra generación en la historia. Con esto no quiero afirmar que hayamos sufrido más que aquellas que afrontaron grandes conflictos bélicos y transformaciones geopolíticas dramáticas, sino más bien que la velocidad, la cantidad, la variedad y el carácter novedoso de las transformaciones que hemos vivido (y estamos viviendo) son particularmente únicos en la historia de nuestra especie.
Mi generación sufrió la crisis económica de 2008 alrededor de los años de su formación académica. Para algunos, como yo mismo, justo al terminarla. Unos años antes sucedió el atentado a las Torres Gemelas. Durante y después de la crisis de las famosas hipotecas subprime, y a una velocidad que todavía a día de hoy cuesta creer, comenzamos a sufrir una transformación radical de las dinámicas sociales y culturales, a la que seguimos buscando adaptarnos: la aparición del medio digital. En 2021, justo cuando empezábamos a comprender lo que estaba realmente en juego con la creciente digitalización de nuestras vidas, aparece la crisis de la Covid 19. Todo ello atravesado por la creciente amenaza, cada vez más ruidosa, del mal llamado cambio climático, que no es sino una crisis de la vida, la biodiversidad y los ecosistemas, es decir, y valga la redundancia, de los procesos que nos mantienen a nosotros, humanos, con vida.
La conclusión es que el mundo que mi generación conoce es un mundo hostil. Un mundo inestable, cambiante, impredecible, cuya promesa de estabilidad no termina de cumplirse nunca. Lo es a nivel estructural y político, pero recientemente, y quizás de manera más grave, también a nivel personal y cognitivo.
La crisis ecológica, por poner un ejemplo, es una crisis única en el sentido más estricto de la palabra. Es una amenaza de muerte civilizatoria, una espada de Damocles que pende sobre nuestra especie, con las implicaciones psicológicas que esto tiene para aquellos que han asimilado (y también los que la niegan) lo que esta realmente significa. Es el vislumbrar de un fin, un abismo. Algo así como cuando un niño toma conciencia de su propia mortalidad, algo que requiere de una madurez que me temo muchos de nosotros no tenemos. Históricamente no se me ocurre nada parecido excepto quizás la invención de la bomba atómica (sentimientos que curiosamente ha recogido el reciente éxito en taquilla 'Oppenheimer'). A partir de la invención de la bomba atómica nos vemos forzados a aprender a vivir en mundo dónde sabemos que podemos volarnos por los aires los unos a los otros, y de manera similar, a partir de la creciente concienciación de la crisis climática, tenemos que aprender también a vivir en un mundo en decadencia, cuya perspectiva es desoladora. Nótese la diferencia en forzados a vivir y forzados a aprender a vivir. Es decir, estas transformaciones no son solo estructurales, si no también, y sobre todo, psicológicas. Ahora todos sabemos que la cosa difícilmente va a mejorar.
Pero incluso el cambio climático, a diferencia de la amenaza nuclear, tiene algo especialmente punzante, por su carácter difuso, complejo, y a la vez global y omnipresente, lo que ha hecho que algunos académicos lo caractericen como un wicked problem, un problema perverso.
Y este es “solo” uno de los problemas perversos a los que los habitantes de la modernidad se enfrentan. A la lista se sumarían los que ya ocupan los titulares de nuestros periódicos y revistas digitales desde hace años: la precariedad rampante, el aumento imparable de las desigualdades, las miles de adicciones que nos acosan, las distintas guerras y conflictos en el mundo;, más recientemente, la Inteligencia artificial y como no, quizás la más importante, la creciente preocupación por nuestra salud mental. Y es que, como no podía ser de otra manera, toda esta incertidumbre, toda esta aceleración de nuestras vidas solo podía traducirse en un sufrimiento más o menos explícito, pero siempre latente. Solo se pueden empujar las psiques, nuestras mentes, hasta un cierto punto, tras el cual empiezan a fallar. Lo que comúnmente algunas personas, te sonará, llaman “petar”.
Y yo peté.
No una, ni dos, ni tres veces. Peté muchas veces.
Peté frente a una enfermera del Cat Salut (sanidad pública catalana) pidiéndole una baja por burnout de un trabajo repetitivo que casi acaba conmigo. Peté en medio de una protesta contra el cambio climático cuando vi a un hombre de unos 50 años ser zarandeado violentamente por los antidisturbios, mientras sostenía una simple “pancarta” de reivindicación: una foto de sus hijos. Peté muchas veces en el coche yendo y viniendo de una casa que alquilaba en parte a cambio de mi trabajo físico arreglando problemas de la finca. Peté un poquito cada vez que me daban la noticia de que algún amigo o viejo conocido estaba muy mal, algunos incluso habían intentado suicidarse. En el fondo, parece, todos estamos petando lentamente.
La crisis de salud mental no es sino uno de los síntomas de un ecosistema que cada vez genera más y más sufrimiento, a través de esa constante sensación de incertidumbre, una pérdida latente de sentido, y si me lo permite el lector, también cierta pérdida de la olvidada dignidad humana. Te invito a que te preguntes, ¿Qué queda de digno en nosotros? ¿Qué queda de sagrado?
Ni los valores parecen ya resistirse a la acometida de la modernidad. La adaptación a un sistema en decadencia parece imponerse por defecto (¿cuántos en plena pandemia decidieron comenzar a opositar?), hoy los individuos parecemos perdidos, sin objetivos, desalentados, incapaces de imaginar un futuro, pues el verdadero problema de la incertidumbre es la castración de nuestra imaginación, de nuestra esperanza. Y sin ilusión, es muy difícil vivir. La ilusión, ingrediente clave de ese élan vital, o impulso vital, es la materia prima de los sueños.
Y muchos han dejado de soñar. Yo, sin duda, he dejado de hacerlo.
Esa es la promesa del campo.
Cuando llegué y comencé a instalarme, cuando hablaba con amigos y conocidos y les contaba brevemente el estilo de vida que estoy intentando llevar, algo se iluminaba en sus caras. Un destello de esperanza, de sueños por cumplir. Acto seguido, casi de forma automática, su rostro se transformaba en uno de preocupación. De pavor casi.
“Pero, y ¿de qué vas a vivir?” o ¿Y no vas a estar muy solo?“
Lo que unos segundos antes era casi una admiración irrefrenable, se empañaba rápidamente por ese terror omnipresente, esa incapacidad imaginativa que la precariedad y la incertidumbre de este sistema maltrecho ha instalado en todos nosotros. Virgencita que me quede como estoy.
El campo tiene ese efecto salvador, ese componente resolutivo de muchos de nuestros problemas, esa promesa de desaceleración, ese ansiado momento en el que nuestras vidas por fin dejen de dolernos tanto. Pero es una quimera. El campo no soluciona nada. Solo es, como concepto idealizado, otro síntoma de lo hiriente que se ha vuelto nuestra normalidad.
De hecho, lamento informarte lector, el campo está muy mal. Las zonas despobladas sufren unos niveles de abandono desconocidos para los habitantes de la urbe. La velocidad con la que la población disminuye quita el sueño a los alcaldes. Los pocos y precarios puestos de trabajo que se ofertan suelen quedar vacíos, las industrias se mueren conforme mueren sus últimos propietarios, las ayudas llegan mal y nunca, sobrevivir es igual o más difícil que en las zonas más habitadas. Hablamos de no poder vivir con 1000/1200 euros al mes pese a no tener que pagar alquiler, pese a consumir durante la mitad del año comida producida por ti mismo, a pesar de no disfrutar de casi ninguno de los placeres de la ciudad. Una vida sin cine, sin cenas en restaurantes, sin salidas, sin rebajas, sin compras compulsivas. Una vida extremadamente sencilla.
Hablamos también de un sistema central ultra rígido que impone sus normas desde lejos, sin entender que la situación es tan delicada que lo que hace falta ahora mismo es precisamente menos rigidez y más autogestión. Facilidades, no piedras en el camino. Ayudas, no impuestos por y para todo. Menos burocracia y más confianza y educación…
Dejar hacer más que buscar controlar y sancionar hasta el último resquicio de nuestras vidas.
El sistema y su hostilidad no dejan psique sin dañar. Todos estamos subidos en el mismo barco que se hunde. Para algunos, ese barco es ruidoso, lleno de hormigón, colas, escaparates, vínculos afectivos cada vez más extraños; para otros, es silencioso, tranquilo y bello. Pero todos, sin importar donde, nos hundimos.
“Amas el campo porque odias tu vida” me dijo un amigo. Y tenía mucha razón.
Pero no es mi vida la que odio. Es el contexto en el que esta se desarrolla.
Desde aquí mando mi humilde mensaje a las administraciones, políticos y personas en cargos de poder: cuando se acabe “el campo”, ya no quedará dónde ir. Acabar con el medio rural es acabar con el último resquicio de esperanza y con los sueños de generaciones enteras, ávidos de una vida más sencilla y conectada con la tierra, lo local, sus manos, sus cuerpos; un espacio donde su trabajo tiene un impacto inmediato, donde hay tradiciones y una sabiduría enorme que se pierden con cada esquela. Acabar con el campo es también acabar con el lugar de vacaciones de cada vez más individuos ansiosos de salir del caos urbano.
Pregúntate, lector ¿quién limpiará los prados, los montes? ¿quién cuidará de esos paisajes que tanto os gustan y que venís a visitar desde tan lejos, cuando todos los que estamos aquí nos hayamos ido? ¿Quién querrá visitar esos paisajes cuando sus carreteras sean todavía más peligrosas por el abandono de las administraciones, cuando sus horizontes estén plagados de molinos de viento, cuando no haya vida local alguna, ni servicios, ni restaurantes, ni actividades, ni personas para darte la bienvenida?
Cuando conduzco de vuelta a casa observando los techos hundidos de las casas abandonadas, mi cabeza viaja muy lejos. Me las imagino llenas de vida. Familias enteras viviendo en ellas, varias en cada aldea, decenas en cada valle. Me imagino fiestas locales, nuevas tradiciones, niños que crecen jugando fuera, con tierra en las manos y no pantallas, en definitiva, me imagino eso con lo que tanto se nos llena la boca, eso que tanto ansiamos pero que tan poco conocemos: comunidad.
Decía la canción que algo se muere en alma cuando un amigo se va. Y yo digo que algo se muere en todos nosotros cuando muere lo rural.
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