Del salado cartucho de pipas hemos pasado al insulso cartucho
navideño. Un cartucho boca abajo (o maceta de helado invertida) con
mástil de acero, varillaje flexible y profusión de multicolores
bombillas de bajo consumo, patrocinado por una eléctrica, una entidad
bancaria o un supermercado y predispuesto a guisa de parpadeante gran
abeto nórdico donde los afortunados ciudadanos pueden celebrar la
Navidad dándose un baño de luces que predisponga su ánimo a salir
corriendo a comprar lo que sea en el gran almacén de la esquina, donde
ofrecen la ilusión del tres por dos.
El salado cartucho de papel lo improvisaba sobre la marcha el pipero
ahuecando con maestría una hoja de papel de periódico que remataba por
la base con una punta sellada con donaire, desparpajo y chulería:
«¡Pipas recién tostadicas, una delicia para los paladares más
exigentes, otro... para quién!». Por una perra chica o una perra gorda
los críos de mi generación nos llevábamos un cartucho de pipas muy
ilustrado. Porque, con las pipas, el cartucho nos procuraba noticias
de la muerte de Manolete en Linares, el baño de masas de Eisenhower en
Madrid o la llegada del barbudo Fidel a la Habana.
El insulso cartucho navideño han dado en plantarlo al unísono en el
año que se fue los 8.112 alcaldes de todos los municipios de las
Españas; que, superadas las dos que nos helaban el corazón, van ya por
no menos de diecisiete. En mis viajes del norte al sur y del este al
oeste peninsular, no he parado en los últimos días de encontrarme de
buenas a primeras con el cartucho navideño que todo alcalde que se
precie de novedoso se jacta en plantar más enhiesto y con más luces
que el del pueblo vecino.
A una jovencita que preguntó a su madre qué era la moda la madre le
respondió que ponerse lo que todo el mundo lleva. Pues eso. Que este
año la moda ha impuesto que todos los cartuchos navideños tildados de
abetos nevados sean tan iguales que dan el tufo de ser de la misma
madre. O sea: del avispado industrial que ha vendido la idea a quienes
de ideas no andan muy sobros. Los alcaldes y ediles en pleno.
Otra china en el zapato de nuestros días son las cabalgatas de Reyes,
que cada vez se parecen más a un Entierro de la Sardina anticipado.
Pero con tres lustrosas sardinas convenientemente elegidas por la
autoridad competente. Que, en su desvarío ordenancista, se irroga
hasta el derecho de decidir a quién le corresponde ser Melchor, Gaspar
o Baltasar. No vaya a colarse un inapropiado.
Y en estas estábamos cuando otra malsana moda anda ya instalada en
las esquinas. Inaugurar maquetas. No ya la obra felizmente culminada,
sino la mera intención de hacer la obra del siglo. El alcalde de
turno, en su atril de metacrilato, con mucho aparataje digital,
explicando en plaza pública al pueblo soberano lo que se propone
hacer. Y Vicente Medina, que no se chupaba el dedo, echándole hilo a
la birlocha:
No hay en el mundo una fe
más pura y más inocente;
los ángeles desde el cielo
ven el cuadro sonrientes...