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Un concejal de Cuenca en Madrid

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Hay políticos por los que nadie daría un euro al inicio de su carrera. Son individuos que parecen predestinados al abismo. Sin ir más lejos, Adolfo Suárez. Cuando el rey Juan Carlos lo designó en 1976 presidente del Gobierno, el historiador Ricardo de la Cierva publicó en el incipiente diario El País un demoledor artículo que tituló: Qué error, qué inmenso error. Con el paso del tiempo, el de Cebreros copilotaría la Transición y De la Cierva llegaría a ser, con Suárez en La Moncloa, ministro de Cultura. Qué curioso y paradójico.

Salvando las distancias, también en esta Región hemos conocido algún caso similar. Cuando hace unos pocos años alguien designó sucesor a un joven fontanero de su partido, muchos, arracimados incluso en la vieja guardia, le auguraron un tránsito breve en la cúpula de la formación. Cierto que la intención primera era la de guardar provisionalmente el sillón al que, se suponía, regresaría al mismo limpio de polvo y paja de sus compromisos judiciales. Ocurre que ese intrincado galimatías de los vericuetos en los juzgados se complicó en demasía. Y que la provisionalidad se transformó en algo que más bien parece definitivo. Hasta el punto de que aquel pupilo ha podido llegar a convertirse en eso que se da en llamar un barón del partido, con la capacidad suficiente para adaptarse a los cambios en la dirección del viento, capaz de mimetizarse con el paisanaje que arriba a la máxima planta, como si de un avezado camaleón se tratara.

La política suele ser un ejercicio permanente de supervivencia y prueba de ello, a menudo, son casos de personajes que parecen eternizarse en la misma. Hay un eurodiputado, por ejemplo, que frecuenta diversas y variadas tertulias televisivas, ministro en otros tiempos, que permanece en el machito desde el inicio de la Transición. Y ahí sigue. Hace unos pocos años, aún se decía del ínclito Rodolfo Martín Villa que se subió a un coche oficial con apenas 18 años, como jefe nacional del SEU, y que aún no se había bajado. Todo un ejemplo de superviviente en el proceloso mundo de la política.

Por contraste, en ese mundillo de aquí y de allí también suele aparecer, de vez en cuando, el personaje que, desde el primer momento, da muestras de inoperancia. Suele ser gente que sabe estar en el sitio exacto en el momento oportuno, lo cual no le otorga garantías de éxito. Además, se suele rodear, en contra de la máxima de John F. Kennedy, de gente menos avispada que él, no vaya a ser que alguien de su entorno le vaya a hacer sombra y se le suba a la chepa. Lo suyo es la crónica de un desastre anunciado. Para más inri, suele funcionar como aquel concejal de Cuenca, cuya peripecia tan desternillante relataba el gran Chiquito de la Calzada, que un día cometió una tropelía automovilística en Madrid, lo que le llevó a enfrentarse a la Guardia Civil, y la pareja de agentes lo trasladó de inmediato a la Comisaría de Policía. “No sabe usted con quién está hablando”, le inquirió al comisario de turno. “Soy concejal en Cuenca”, le dijo muy ufano aquel jenares. “Pues sepa usted que un concejal de Cuenca en Madrid es un mojón”, le espetó el mando policial. Y el tipo, que se quedó pensativo por unos segundos, le respondió concluyente: “Y en Cuenca también”. Pues eso mismo. No sé si me explico.

Hay políticos por los que nadie daría un euro al inicio de su carrera. Son individuos que parecen predestinados al abismo. Sin ir más lejos, Adolfo Suárez. Cuando el rey Juan Carlos lo designó en 1976 presidente del Gobierno, el historiador Ricardo de la Cierva publicó en el incipiente diario El País un demoledor artículo que tituló: Qué error, qué inmenso error. Con el paso del tiempo, el de Cebreros copilotaría la Transición y De la Cierva llegaría a ser, con Suárez en La Moncloa, ministro de Cultura. Qué curioso y paradójico.

Salvando las distancias, también en esta Región hemos conocido algún caso similar. Cuando hace unos pocos años alguien designó sucesor a un joven fontanero de su partido, muchos, arracimados incluso en la vieja guardia, le auguraron un tránsito breve en la cúpula de la formación. Cierto que la intención primera era la de guardar provisionalmente el sillón al que, se suponía, regresaría al mismo limpio de polvo y paja de sus compromisos judiciales. Ocurre que ese intrincado galimatías de los vericuetos en los juzgados se complicó en demasía. Y que la provisionalidad se transformó en algo que más bien parece definitivo. Hasta el punto de que aquel pupilo ha podido llegar a convertirse en eso que se da en llamar un barón del partido, con la capacidad suficiente para adaptarse a los cambios en la dirección del viento, capaz de mimetizarse con el paisanaje que arriba a la máxima planta, como si de un avezado camaleón se tratara.