Este virus atenta contra aquello que nos define de forma más primaria: somos, antes que seres humanos, animales gregarios. Y esta pandemia nos ha dejado sin greges, sin grupo: no podemos reunirnos, compartir, abrazarnos. Nos da miedo porque, como animales gregarios, no podemos no tocarnos.
Y después, ¿qué? Esta es la pregunta que hay en el interior de cada cabeza, una pregunta que se concentra básicamente en dos interrogantes: cuándo acabará y cómo acabará. Tenemos miedo a lo que vendrá, porque ignoramos casi por completo lo que pasará de aquí en adelante, si esta pandemia se irá para siempre o si tendremos rebrotes y sobre todo cómo afectará esta sacudida a nuestra existencia. En confinamiento, la vida se ralentiza, arrastra los pies girando en círculos en el interior de cada hogar. Buen momento para pensar.
Oigo decir: esto nos hará más fuertes, esto nos hará mejores, esto nos hará cambiar. Como si durante el confinamiento nos hubiera atravesado un rayo de luz que, como a San Pablo, nos hubiera hecho caer del caballo de nuestra cómoda vida occidental, como si en lugar de un confinamiento hubiéramos vivido una epifanía. Para cambiar hay que desear cambiar y hacerlo, hay que estar convencidos de que algo no iba bien y reflexionar sobre en qué medida somos parte del problema, hay que tomar conciencia y seguido de esa toma de conciencia, tomar decisiones y realizar cambios en nuestra vida cotidiana que no son fáciles. Nada de ello viene dado mágicamente por el paso de un periodo “recogidos en nuestras almas” (si es que alguien ha conseguido recogerse en su alma con todo ese ruido exterior: aplausos, caceroladas, cadenas de Facebook y WhatsApp, invitación a ver películas, museos, a escuchar conciertos, a leer libros…), a menos que dentro de nuestras almas hayamos encontrado las claves para cambiar, cosa difícil. No nos cambia el confinamiento, eso es puro pensamiento mágico, cambiamos nosotros de forma consciente. Pensar que el confinamiento nos hará mejores es un placebo pueril para soportar la monotonía.
Corremos el peligro de caer en el pensamiento mágico. Pensamiento mágico es lo que hay en el fondo de la propuesta de un dirigente tan peligrosamente pueril como Trump de matar el virus con lejía o con una luz fuerte. Pensamiento mágico anida en los arcoíris acompañados del hashtag #todovaairbien. No es que debamos pensar que todo va a ir mal, ni mucho menos, es que debemos afrontar lo que nos espera con madurez, grandes dosis de madurez y realismo.
Durante la cuarentena hemos sido capaces de gestos sencillos, es verdad, y solidarios: reconocer la labor de los sanitarios aplaudiéndoles cada día, coser mascarillas para los demás, hacer la compra a vecinos ancianos... Pero junto a esto, el confinamiento ha expuesto a la luz comportamientos vergonzosamente insolidarios: demandas de abandonar el edificio a personal sanitario o cajeras de supermercados, policía de balcones hostigando a personas que tenían que ir a trabajar o a pasear a criaturas con necesidades especiales, por no hablar de las actitudes casi de saqueo en supermercados o de la actitud política de acoso y derribo al Gobierno. Durante el confinamiento hemos seguido siendo, mucho me temo, los mismos de siempre.
Hay algo que esta pandemia ha dejado abrumadoramente claro: nuestra interdependencia y nuestra vulnerabilidad como especie. Pero, ¿se ha producido una verdadera toma de conciencia o es esta evidencia un hashtag que compartir en redes y que se olvidará o pasará a segundo plano en breve tiempo? Me temo que es más lo segundo que lo primero. No hay una opción política estructurada que recoja la necesidad imperiosa de cambio profundo mientras que el neoliberalismo salvaje, ese que nos ha traído hasta aquí, está armado hasta los dientes de ganas de “normalidad” con todos sus mecanismos bien engrasados (turistificación masiva, agroindustria descontrolada, abuso de combustibles fósiles), potenciado por el miedo de la población a perder el trabajo. Normalidad que significa: olvidemos este mal trago y continuemos como si nada hubiera pasado, sigamos con la misma inercia que llevábamos. Sería una catástrofe mayor que la pandemia porque querría decir que no hemos aprendido nada, que la seria advertencia, que el ultimátum, que la naturaleza nos está dando ha sido ignorada y que ya no hay opciones. Ojalá que no sea así.
Este virus atenta contra aquello que nos define de forma más primaria: somos, antes que seres humanos, animales gregarios. Y esta pandemia nos ha dejado sin greges, sin grupo: no podemos reunirnos, compartir, abrazarnos. Nos da miedo porque, como animales gregarios, no podemos no tocarnos.
Y después, ¿qué? Esta es la pregunta que hay en el interior de cada cabeza, una pregunta que se concentra básicamente en dos interrogantes: cuándo acabará y cómo acabará. Tenemos miedo a lo que vendrá, porque ignoramos casi por completo lo que pasará de aquí en adelante, si esta pandemia se irá para siempre o si tendremos rebrotes y sobre todo cómo afectará esta sacudida a nuestra existencia. En confinamiento, la vida se ralentiza, arrastra los pies girando en círculos en el interior de cada hogar. Buen momento para pensar.