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La más corta de las noches

En la más corta de las noches, las hogueras flamean. Los pies descalzos las evitan por centímetros, y en ellas se quema lo malo, lo pasado, lo que se quiere olvidar. En la más corta de las noches, los mundos son tan distintos entre sí como lo eran la noche anterior.

Aquí, en Estambul, la más corta de las noches es también noche de reunión. Los tambores rompen la madrugada, pasean por los barrios llenándolos de estruendo, despertando a las familias para que se apresuren a comer antes de que salga el sol. Por delante, horas de ayuno y calor en el Ramadán más duro de las últimas tres décadas. Diecisiete horas con la boca sellada al sol. Anochece y el muecín se arranca con esa llamada a la oración que suena a cante jondo, a una fe rojo pasión como el horizonte de este día de julio. Es el momento del iftar, la comida nocturna con la que se rompe el ayuno. Primero con un dátil y un poco de agua; después con lo que uno crea conveniente, pero siempre en reunión.

En la frontera de Siria con Turquía, la más corta de las noches no se parece en nada a la primera. Las milicias kurdas defienden su territorio frente al Estado Islámico. Meses de combates, de refugiados, de hacinamiento. Una hoguera a gran escala que no quema ni lo malo, ni lo pasado, ni lo que se quiere olvidar. Sólo quema las esperanzas.

Para otros, la más corta de las noches es tan larga como las demás. Como cualquiera de esas noches que han pasado desde que la Policía llegó a casa. Para Umberto, para Antonio y Ana, y para alrededor de 600.000 familias que han sido desahuciadas en España desde 2008. También para el constructor que regaba sus cenas con Moët & Chandon y que ahora las riega con deudas. Ese que puso su granito de arena en la construcción de un parque de viviendas que, más que parque, es un cementerio de más de tres millones de casas vacías. Y, ¿por qué no? También para el policía que no tiene valor para negarse a desalojar a un vecino. Porque el valor no da de comer.

La más corta de las noches, algunos la han pasado en vela y negociando. En despachos de Bruselas, acuciados por un plazo que amenaza con vencer. Decidiendo los destinos de aquellos otros que la pasan pegados a la radio y al miedo.

La más corta de las noches se hace justicia a sí misma en los anhelos de los que la honran. Los que arrojan sus deseos escritos al fuego para después olvidarlos, abrazando unas horas de oscuridad como si fueran las últimas antes del alba eterna. Esa noche, la más corta, la más mágica, es también la más injusta.

Porque, en la más corta de las noches, unos celebran lo que tienen y otros pelean por tener algo que celebrar. En Estambul, en Siria, en Madrid, en Bruselas. Cada cual la pasa a su manera, como puede.

Pero todo sigue igual al final de la más corta de las noches.

En la más corta de las noches, las hogueras flamean. Los pies descalzos las evitan por centímetros, y en ellas se quema lo malo, lo pasado, lo que se quiere olvidar. En la más corta de las noches, los mundos son tan distintos entre sí como lo eran la noche anterior.

Aquí, en Estambul, la más corta de las noches es también noche de reunión. Los tambores rompen la madrugada, pasean por los barrios llenándolos de estruendo, despertando a las familias para que se apresuren a comer antes de que salga el sol. Por delante, horas de ayuno y calor en el Ramadán más duro de las últimas tres décadas. Diecisiete horas con la boca sellada al sol. Anochece y el muecín se arranca con esa llamada a la oración que suena a cante jondo, a una fe rojo pasión como el horizonte de este día de julio. Es el momento del iftar, la comida nocturna con la que se rompe el ayuno. Primero con un dátil y un poco de agua; después con lo que uno crea conveniente, pero siempre en reunión.