El cine de terror más clásico proyecta nuestros miedos como sociedad en los monstruos: ya sean vampiros, hombres lobo, zombies, momias, demonios, fantasmas, también psicópatas, es decir, ‘otros’ que no somos nosotros. En la década de los sesenta se produce un giro de 180 grados con ‘Psicosis’ de Alfred Hitchcock, entre otras películas. Si, por un lado, este filme eleva el género y empieza a ser considerado arte, por otro, difumina la frontera entre el bien y el mal hasta el punto de que este último se encuentra en nosotros mismos: en el caso del filme de Hitchcock en el personaje de Norman Bates que ni siquiera es consciente de que se convierte en su madre, la señora Bates. Esa ambigüedad incomoda al espectador porque se puede identificar con todos los personajes.
Ese terror que está en nosotros, y que está ampliamente analizado por los estudiosos del cine, marcará la modernización del género con cintas como ‘La profecía’, ‘La semilla del diablo’, ‘Videodrome’ o ‘El resplandor’, entre otras muchas. Ya no hay fronteras: el mal está en nosotros o, directamente, somos nosotros.
Una reflexión parecida se puede realizar con respecto al coronavirus. Se ha impuesto un vocabulario belicista -enemigos, soldados, batalla- desde las autoridades que se ha trasladado a los medios de comunicación con el coronavirus como enemigo invasor, incluso se ha llegado a comparar la emergencia actual con la debacle de la Segunda Guerra Mundial. Pero el COVID-19 no es un enemigo a batir como un vampiro o una momia y, menos aún, un soldado con bayoneta. Nos infecta a nosotros y nosotros somos quienes tenemos que permanecer en casa para no contagiar a los demás. El mal somos nosotros y por eso nos autoconfinamos como los presos, personas que han cometido un delito. En este caso, nuestra colaboración como sociedad, nuestro ‘bien’, es, paradójicamente, no portar el ‘mal’ a otros que no han sido infectados o viceversa.
De ahí que algunas escenas de esta pandemia nos resulten prácticamente películas de terror modernas: el ejemplo más escalofriante hasta la fecha sería la noticia publicada el pasado lunes de que el Ejército encontró a ancianos conviviendo con cadáveres en residencias de mayores.
De nuevo, vuelvo al cine. En ‘La balada de Narayama’, un largometraje japonés de Shohei Imamura que ganó la Palma de oro en 1983, se refleja la vida de una sociedad agraria, pobre y rudimentaria de un par de siglos atrás. En ella, Tatsue deberá subir a la cumbre de la montaña a su madre Orín, una anciana que acaba de cumplir 70 años, y, como manda la tradición, dejarla morir allí y que se la coman las alimañas. De este modo, se aligerará la carga familiar y se podrá dar de comer a todos los hijos y los enfermos. Cuanto más se acerca a la cima cargado de su madre a las espaldas, más sufre Tatsue por esta tradición inhumana. No estoy segura de que como sociedad estemos siendo suficientemente conscientes del drama de ‘subir a los mayores a la montaña’ a raíz de esta pandemia: a veces sin acceso a un respirador, a veces en una residencia convertida en una ratonera, nuestros ancianos mueren y no los podemos acompañar ni despedir.
El cine de terror más clásico proyecta nuestros miedos como sociedad en los monstruos: ya sean vampiros, hombres lobo, zombies, momias, demonios, fantasmas, también psicópatas, es decir, ‘otros’ que no somos nosotros. En la década de los sesenta se produce un giro de 180 grados con ‘Psicosis’ de Alfred Hitchcock, entre otras películas. Si, por un lado, este filme eleva el género y empieza a ser considerado arte, por otro, difumina la frontera entre el bien y el mal hasta el punto de que este último se encuentra en nosotros mismos: en el caso del filme de Hitchcock en el personaje de Norman Bates que ni siquiera es consciente de que se convierte en su madre, la señora Bates. Esa ambigüedad incomoda al espectador porque se puede identificar con todos los personajes.
Ese terror que está en nosotros, y que está ampliamente analizado por los estudiosos del cine, marcará la modernización del género con cintas como ‘La profecía’, ‘La semilla del diablo’, ‘Videodrome’ o ‘El resplandor’, entre otras muchas. Ya no hay fronteras: el mal está en nosotros o, directamente, somos nosotros.