No me puedo creer que haya alguien que lleve bien el confinamiento.
Y ojo, me parece maravilloso que exista la actitud de querer aprovechar este tiempo suspendido en nosotros mismos para ser mejores: leer esos libros, escuchar esos podcast, hacer yoga, y muchas otras cosas sinónimos de bienestar y cariño hacia uno mismo. Yo creo que optimizar el tiempo no es sinónimo de quererse. Yo creo que tiene más bien que ver con el dárselo y tomárselo. Algún tipo de anarquía, algo que se aleja de lo que los demás te aconsejan hacer. Vivir la vida por una o uno mismo.
El problema, a mi juicio, viene cuando nos imponemos hacer esas cosas para “estar bien” a todo precio, obviando por completo el hecho de que todo aislamiento nos lleva a una de las situaciones más difíciles por las que pasa cualquier ser humano: enfrentarse con uno mismo.
No puedo dejar de insistir aquí en la gran oportunidad que tenemos en nuestras manos. Una de oro, para conocerse a uno mismo, saber quién es uno, con lo bueno y con lo malo. Y a través de la tristeza, y a veces la desesperación, aceptarlo.
Es la única forma de cambiar a mejor. No porque uno sea tocado por una varita mágica y se convierta en la imagen de esa influencer que tanto sigue por Instagram. Si no porque desde la conciencia, puede hacer elecciones, tomar nuevas rutas. Con enorme dificultad, pero se hace.
Existe esa posibilidad. Está ahí, la tomas o la dejas. Como las lentejas. No eres ni mejor ni peor persona, eres tú de otra manera.
Desde mi opinión de mierda, considero que en la sociedad occidental, nos consideramos muy avanzados en muchas cosas y sin embargo somos como niños que nunca han llegado a hacerse adultos de verdad en la mayoría de casos. Los indígenas nos dan mil vueltas con rituales de iniciación a la era adulta, donde, qué casualidad, la propia tribu o familia le hacen auténticas perrerías al adolescente en cuestión. Y nosotros, nos llevamos las mano a la cabeza, los consideramos “atrasados” y salvajes.
Nos cuesta mirarnos de frente y admitir que no sabemos soportar el dolor de la vida. Entonces lloramos y pataleamos como bebés porque las cosas no son como querríamos, y entonces nos lanzamos de cabeza a anestesiarnos con todo lo que haya a nuestro alcance... Desde drogas psquiátricas o no psiquiátricas, legales o no legales, hipersocialización en redes o no redes sociales, llamadas telefónicas, limpiar como si no hubiera un mañana, tele, neftlix, libros, sexo, comida.... Y ponga aquí en la lista cualquier cosa que no sea mirar a una esquina vacía digiriendo tu propia mierda o consumir. Consumo o muerte.
Me juego el cuello a que nunca en la vida ha habido tantas recetas de benzodiacepinas, ansiolíticos, en toda la historia de Francia y España. El problema queridos amiguicos, es que éstas anclan el trauma en el cerebro, y lo que crees que estás superando... Es un espejismo. Y, con el tiempo, volverá a ti con más fuerza, escondiéndose bajo un comportamiento que boicotea tu felicidad, tu instante presente. No se trata de no hacer nada, pero lo que haga lo que se haga, no estaría de más hacerlo con un mínimo de conciencia.
La sociedad occidental consume más que crea, y pensamos que las comodidades harán el viaje más llevadero, cuando en realidad se trata más bien de todo lo contrario.
No dejamos espacio a la madre creatividad que clama en el fuero interno de cada uno por salir a rescatarnos. Pensamos que sabemos o podemos ayudar a los demás cuando ni siquiera sabemos hacerlo hacia nosotros mismos.
Estamos asistiendo al fin del mundo tal y como lo conocíamos y actitudes bonicas del tó como criticar al vecino, multar a casco porro, la avaricia y la depredación están haciendo su aparición. Vamos listos de papeles, la verdad. No nos atrevemos a admitir que tenemos miedo del mañana, o incluso del presente mismo, como si alguna vez realmente hubiéramos tenido el control sobre nada.
Que los gobiernos van cambiando la ley a golpe de decreto por día mientras te dicen que sí, que puedes sacar a tu hijo a que le de un poco el aire, pero no a un parque o a un espacio verde, sino al supermercado y a la farmacia. Allí donde se compran los dos símbolos más grandes que un ser humano puede traducir como protección: comida y remedio. Papá y Mamá.
Luego nos darán migajas como poder sacarlos al parque y daremos botes de alegría.
El gobierno es mi pastor, nada me falta.
Estando como estamos, en estado de negación completo, compraremos a nuestros padres arquetipales a cualquier precio, y nos quedaremos tranquilitos en casa, sin rechistar. Tendremos la hipocresía de poner a nuestros mayores como excusa, cuando las residencias de ancianos se han convertido en unos de los negocios más redondos en los últimos 5 años. Aplaudiremos a nuestros héroes a las 20:00, el sonido de las palmas romperá el silencio mientras nos olvidamos de que nosotros, tal vez lo seamos también. Pero cómo vamos a atrevernos a eregirnos como tal, si no estamos trabajando, o no lo suficiente, si no estamos siendo lo suficientemente productivos para mantener esta sociedad de drones y 5G. Celebraremos con gran alegría las migajas que los diferentes gobiernos nos proporcionan, como un padre condescendiente que ahora te deja salir a hacer deporte.
Nos encontramos en las manos de la desinformación más dramática que haya vivido nunca el ser humano: el exceso de información mata la información. Somos rehenes de algoritmos que alimentan nuestro propio ego infantil, dándonos lo que necesitamos saber. Algo que se aleja bastante del concepto de verdad. Parádojica, e infantil, es nuestra relación con el concepto de “verdad”: queremos saberla pero nadie quiere mirarla de frente.
El estado de negación tan grande que vive la sociedad occidental habla mucho de ese deseo inherente en todos por permanecer en el limbo de la infancia. Aceptar la incompetencia de nuestros políticos, tragarnos medidas de confinamiento completamente incoherentes en las que las que se favorecen a los fuertes en la economía, erradicando en mayor parte los atisbos de una identidad propia que pueda ser tejida por los auténticos autores de nuestro día a día (autónomos, pequeña y mediana empresa, servicios, étc...)
¿Era necesario confinar a la población entera en vez de a la población de riesgo o inmunodeficitaria?
Total no habría mucha diferencia, pues hace ya bastante tiempo que tenemos a nuestros mayores y nuestros niños dados de lado, e ignorados, socialmente.
Viejos que pasan sus últimos años de vida mirando una pantalla de televisión y niños que juegan solos, o en el mejor de los casos teniendo como referentes a otros niños como ellos mismos.
Si esta crisis no nos hace adultos de una vez, qué gran oportunidad habremos desperdiciado.
Y no nos damos el derecho, no nos permitimos ser ese adolescente rebelde que necesita, que debe, poner en cuestión a la autoridad, reaccionado, tomando las riendas de su propia vida en la medida de lo que pueda.
¿Y qué es ser adulto? Saltar al vacío, darse cuenta de que ya no hay sostén.
Y desde ahí, poder llorar nuestra impotencia, nuestra ignorancia o nuestro exceso de lucidez.
No podemos esperar a que las grandes multinacionales controlen nuestras vidas a través de las inumerables puertas giratorias y lobbies. Y no habrá suficiente yoga en el mundo que pueda gestionar lo que no debe ser silenciado: rabia y tristeza. Si la rabia nos ayuda a pasar a la acción, la depresión es justa y necesaria al haber matado al padre. Una especie de metáfora niezstchiana que poca gente llega a comprender.
Llorar el miedo, la muerte del sentirse seguro.
Llorar la vergüenza, la muerte del sentirse capaz.
Llorar la tristeza, la muerte del sentirse pleno y vivo.
Aquí es donde, para mí, entra la espiritualidad, ya sea desde una perspectiva religiosa, u otra mucho más interesante... a través del arte.
Los caminos son múltiples y depende de cada uno.
La espiritualidad es sacar fuerzas de donde sea. La espiritualidad es aceptar la mierda. La espiritualidad es el acto más revolucionario contra este mundo que oprime el pecho y no nos permite ni llorar ni patalear.
Mucha gente se ríe de la espiritualidad, pero es la droga más poderosa del mundo.
Te provee de una dirección en el camino, te ayuda a seguir un poquito más, y un poquito más y un poquito más. Te ayuda a ayudar al vecino y no a cerrarle la puerta en la cara.
Mucha gente se ríe de la espiritualidad, pero ya en la cumbre de Kioto sabíamos todos que el planeta se iba a tomar por culo y sin embargo poco se ha ido haciendo al respecto, teniendo los más grandes avances tecnológicos y científicos en nuestras manos... Pero siempre en las manos equivocadas.
La ciencia es importante sí, diría que imperativa. Pero no va a ninguna parte sin algo de espiritualidad. Sin algo de corazón.
A los hecho me remito.
Todas las investigaciones científicas poco harán por salvar a la humanidad en manos de las farmacéuticas, por ejemplo. No habrá presupuesto suficiente en el mundo para el I+D si éste no se encamina a que sus logros beneficien a unos pocos. Somos una sociedad que ha maltratado a locos lúcidos y a artistas, menospreciando el papel tan importante que tiene en nuestras vidas el arte y la cultura, negándoles su valor de forma remunerada (o por lo menos equitable), relegándoles socialmente a un estatus poco comparable al de un médico que salva vidas. Espero, sinceramente, que nos demos cuenta, ahora más que nunca, que sin el arte y la creatividad no somos nada ni nadie. Que la espiritualidad entendida de esta forma es lo único que nos puede salvar la vida aquí y ahora.
El arte, la cultura, la creatividad nos ayuda a entendernos y a entender a los demás, nos conecta con otras personas a las que ni siquiera miraríamos por nuestros prejuicios sociales, nos reconforta en las horas más oscuras, nos da fuerzas para dar esos pasos y romper esas cadenas que tanto nos duelen y pesan, nos saca a jugar al recreo de nuestra alma. La creatividad, ya sea la propia o la de otros, del tipo que sea, es la única fe a la que podemos aferrarnos.
Pocos saldrán resilientes de una experiencia de muerte tan grande como la que estamos viviendo sin algo de sentido crítico y de creatividad para sobrellevar las ostias como panes que nos estamos llevando.
Así que sí, hago una llamada a la fe, a la creatividad, o a echarle un par, o a echarle un par para tener fe de forma creativa. La combinación de los productos no debería alterar lo que no dejará de ser siempre, si no un buen resultado, un resultado un poco mejor.
¿Cuándo fue la última vez que rezaste?
Un rosario, o una canción cantada a grito pelao en la cocina.
Una lágrima que cae tibia a un ritmo que ni siquiera tú comprendes.