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Desmitifación

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Lo conocí cuando había realizado su sueño. Las dudas que pesaban sobre su joven vida se deshacían ante el empeño, el entusiasmo y el éxito de su ambicioso proyecto, sin cuyo resultado, a qué negarlo, no me habría sido presentado, pese a que cuando lo miré a los ojos ya había pasado a la eternidad. No sé si hay otra diferente de la humana ni si la soñada existe, pero la única conocida, y recogida por la Historia del Hombre, es una que muestra la aventura de un acontecer tan sangriento y doloroso como los hechos que aclama, y en ese núcleo terrible del devenir, donde crueldad y nombre se afaman, lo hallé. Casi dos mil cuatrocientos años después de su muerte, estaba vivo. La gloria humana había cumplido su sueño. Y lo seguirá haciendo porque quienes lo conocieran, lo conocemos y quienes lo conocerán, por efecto de un mágico o endiablado concierto, cumplimos su deseo. Somos su eternidad. La que soñó. Y mientras algo no cambie, un hilo de disfrute y curiosidad nos une a ambiciones pasadas convertidas, por mor de la necesidad humana de idolatrar, en futuros brillantes pergeñados por otros, pues son estos, los otros, quienes transmiten la excepcionalidad de su hazaña loándola siglo tras siglo.

Curiosa la obediencia con la que cumplimos su intención. Que su anhelo nos precise para realizarse, y que la realización la previera el loado, apunta al gran conocimiento que este tenía del hombre, pues de alguna manera sabía que si todo era excesivo, todo le sería perdonado. Si ganaba. Solo si ganaba e imponía su descomunal mirada. Por esto, por ganar y que de él supieran las gentes venideras, luchó como quien quiso ser. Como héroe que vence al tiempo. ¿Cabe mayor logro? ¿Mayor heroicidad que la de habiendo vivido treinta y tres años ser recordado alrededor de dos mil cuatrocientos? ¿Había soñado él, joven heredero macedonio, con una fama tan larga? Su nombre se irguió entre las páginas del hombre a la par que las lágrimas de los vencidos, de su vasto imperio, a los que trató como quien no olvida la impunidad del vencedor. Solo el vencedor puede ser generoso. Y para mayor realce de su obra, en alguna ocasión así se mostró. Con dignidad de semi dios, tal era la esencia de los héroes griegos,  deslumbró a la Historia, y a quienes acuden a ella buscando saberes legendarios en los que zambullirse para rescatar verdades aturdidas por bofetones de silencio. Venció y sedujo. Alejandro III ---rey de Macedonia, Hegemón de Grecia, Faraón de Egipto, Rey de Reyes de Media y Persia--- el Magno para Occidente, el Maldito para Persia, sigue seduciendo, aunque no sean pocos, entre los que me encuentro, los que reparen en el sabor amargo que dejan sus victorias hechas de atrocidad y fuego. Que su gesta mezclara culturas, expandiera la griega por el orbe conocido, o que su pequeña figura se atreviera donde nadie lo acompañó, sus soldados lo abandonaron, no oculta su propósito, pues más allá de la vanidad propia de quien pretende sobrevivir a la muerte, de la que quizá todos participemos, su sueño no era solo de prevalecer en el recuerdo. El sueño de Alejandro era de violencia.

Sin violencia su afán no se cumplía. Lo había aprendido de su padre, de sus maestros, de su pueblo, de las ciudades estado griegas del s IV a d C, de sus enemigos los persas, de su amado Aquiles, el héroe homérico que lo aguardaba bajo la cabecera de todas las camas en las que durmió, porque  la Ilíada, uno de los poemas más hermosos que se haya escrito jamás, es un canto atravesado de sangre. Una voz ennegrecida de violencia. Y de belleza. Dos opciones. ¿Por cuál apostar? Alejandro optó por la primera.  Dejó la segunda para historiadores, seguidores y adeptos. Pero antes y después de él otros eligieron, y eligen, la misma forma de abrir los infiernos. La historia de las civilizaciones  es una sucesión de horror y muerte acontecida por disfrutar el cielo de la verdad, del poder, o de la memoria. Por entrar  en ese paraíso el hombre mata. Lo ha hecho en todas las épocas. En grupo e individualmente. ¿Para qué? Que un grupo de adolescentes mate a otro adolescente en la calle, supuestamente por la orientación sexual de este último; que otro resulte muerto, según los indicios, por un ajuste de cuentas; que un tercero con síndrome de asperger sea apuñalado hasta morir, o que una mujer de treinta y cuatro años mate a su novia de dieciocho, sin entrar en aspectos de necesaria hondura, pone de manifiesto, en principio, la inquietante elección de modelos a seguir que jóvenes y adultos están eligiendo.

¿A qué ese mortal criterio? ¿Quiénes son y dónde habitan los ídolos de los asesinos de este abrupto siglo? Arte, literatura, libros de texto, cine, televisión, videojuegos, comics, publicaciones monográficas, ideología política extrema, y  ediciones gráficas, visuales o escritas, rinden culto a la violencia. A héroes que tras vencer mediante la brutalidad obtienen los favores  de las mujeres más bellas y de los mejor dotados, además de poder, riqueza, fama, tierra. Tierra y  agua, exigían los persas a los rendidos. La violencia tiene ventajas. La parcialidad de cualquier causa no ha impedido que los pueblos hayan dirimido discrepancias, y lo sigan haciendo, mediante el uso de la fuerza ---sin matar no se gana una guerra, ni se pierde, ni se crea un imperio, ni se depone a un rey, ni se inician revoluciones, ni, ni--- pero que el resultado de aquella inaugure periodos de paz, implica la aceptación social de la violencia, pues si se admiten los resultados, se aprueba el concurso de esta, sobre todo si se tiene en cuenta que cualesquiera de los bandos implicados en una contienda luchan para ganar. Para imponer a los vencidos la verdad que estos desprecian. No hay engaño, ni piedad, cuando se exalta la violencia, pero puede haber confusión cuando, tras ella, vencedores y vencidos experimentan la metamorfosis del horror a la belleza. La belleza de rescatar a las víctimas del lodo de los vencidos o de  enaltecerlas por blandir el ardid de los aupados por el azar. Nada se escatima para celebrar la victoria ni para enmelar la desgracia del perdedor.

Con voz decidida, en uno u otro bando, los supervivientes comienzan a fabular la realidad, a insinuar ídolos y a crear héroes que, protegidos por la admiración, entrarán en la leyenda. No importarán tanto los hechos como la capacidad de creer en ellos de quienes sean seducidos por la lírica. ¿Qué Ilíada leen los criminales del siglo que nos nombra? ¿Qué los que nunca conocerán el hermoso poema? ¿Qué Aquiles, qué Alejandro o qué diosa, actualmente, incitan a la violencia? ¿Cómo separar esta del mito? ¿Cómo de la cotidianeidad? ¿Cómo de la belleza? Porque mientras trencen la misma trenza la lucidez será pesadilla. Y torpeza. Un equipo de antropólogos de la Universidad de Burdeos, dirigido por Isabel Crevecoeur, ha descubierto, en las excavaciones de Jebel Shahaba, norte de Sudán, que de los 61 cadáveres de cazadores recolectores encontrados al menos veintiuno fallecieron por heridas causadas por lanzas y flechas. Trece mil años más tarde, esta Guerra de la Edad de Piedra desmiente la calificación con la que el “Homo Sapiens Sapiens” se bautiza y alardea de su condición, pues este “Sabio” sigue matando a sus iguales, y practicando, transmitiendo y legando la maldición de la violencia, sin despojarse de la denominación de origen que se arroga, “Sapiens”, o sin que alguien sustituya esta, entre tantas posibles, por ejemplo y por empezar, por la de “Primate Nescius Nescius” más cercana a su intrínseca naturaleza.

Lo conocí cuando había realizado su sueño. Las dudas que pesaban sobre su joven vida se deshacían ante el empeño, el entusiasmo y el éxito de su ambicioso proyecto, sin cuyo resultado, a qué negarlo, no me habría sido presentado, pese a que cuando lo miré a los ojos ya había pasado a la eternidad. No sé si hay otra diferente de la humana ni si la soñada existe, pero la única conocida, y recogida por la Historia del Hombre, es una que muestra la aventura de un acontecer tan sangriento y doloroso como los hechos que aclama, y en ese núcleo terrible del devenir, donde crueldad y nombre se afaman, lo hallé. Casi dos mil cuatrocientos años después de su muerte, estaba vivo. La gloria humana había cumplido su sueño. Y lo seguirá haciendo porque quienes lo conocieran, lo conocemos y quienes lo conocerán, por efecto de un mágico o endiablado concierto, cumplimos su deseo. Somos su eternidad. La que soñó. Y mientras algo no cambie, un hilo de disfrute y curiosidad nos une a ambiciones pasadas convertidas, por mor de la necesidad humana de idolatrar, en futuros brillantes pergeñados por otros, pues son estos, los otros, quienes transmiten la excepcionalidad de su hazaña loándola siglo tras siglo.

Curiosa la obediencia con la que cumplimos su intención. Que su anhelo nos precise para realizarse, y que la realización la previera el loado, apunta al gran conocimiento que este tenía del hombre, pues de alguna manera sabía que si todo era excesivo, todo le sería perdonado. Si ganaba. Solo si ganaba e imponía su descomunal mirada. Por esto, por ganar y que de él supieran las gentes venideras, luchó como quien quiso ser. Como héroe que vence al tiempo. ¿Cabe mayor logro? ¿Mayor heroicidad que la de habiendo vivido treinta y tres años ser recordado alrededor de dos mil cuatrocientos? ¿Había soñado él, joven heredero macedonio, con una fama tan larga? Su nombre se irguió entre las páginas del hombre a la par que las lágrimas de los vencidos, de su vasto imperio, a los que trató como quien no olvida la impunidad del vencedor. Solo el vencedor puede ser generoso. Y para mayor realce de su obra, en alguna ocasión así se mostró. Con dignidad de semi dios, tal era la esencia de los héroes griegos,  deslumbró a la Historia, y a quienes acuden a ella buscando saberes legendarios en los que zambullirse para rescatar verdades aturdidas por bofetones de silencio. Venció y sedujo. Alejandro III ---rey de Macedonia, Hegemón de Grecia, Faraón de Egipto, Rey de Reyes de Media y Persia--- el Magno para Occidente, el Maldito para Persia, sigue seduciendo, aunque no sean pocos, entre los que me encuentro, los que reparen en el sabor amargo que dejan sus victorias hechas de atrocidad y fuego. Que su gesta mezclara culturas, expandiera la griega por el orbe conocido, o que su pequeña figura se atreviera donde nadie lo acompañó, sus soldados lo abandonaron, no oculta su propósito, pues más allá de la vanidad propia de quien pretende sobrevivir a la muerte, de la que quizá todos participemos, su sueño no era solo de prevalecer en el recuerdo. El sueño de Alejandro era de violencia.