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La destrucción/construcción del espacio de diálogo a partir de las redes sociales

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Un amigo me ha contado una experiencia que tuvo con una red social en internet. Él mismo la ha contado en un artículo en este diario. A mí me ha preocupado y me ha hecho pensar.

La experiencia arranca con una polémica en internet acerca del proyecto para contratar, durante la pandemia por COVID-19, un médico municipal para funciones de salud pública. Un grano de arena en torno al cual se puede depositar carbonato cálcico para formar una perla, u otro tipo de detritus para formar un absceso lleno de pus cuyo desarrollo puede llegar a destruir un organismo. Que ocurra lo uno u lo otro puede depender menos del grano de arena en sí, o de la iniciativa de contratar un médico, que del funcionamiento del entorno en que esto ocurre. En el caso en cuestión, según cuenta el artículo, lo que surgió fue un aluvión de “insultos y quejas”, un discurso colectivo desligado de los hechos concretos y de la lógica argumentativa para volcar una serie de contenidos a priori: desconfianza hacia las instituciones políticas, rechazo a los expertos y “especialistas”, y rabia, mucha rabia.

Mi amigo cuenta su experiencia de frustración al verse invadido por “la devaluación sistemática y la negación de lo dicho”, al no poder establecer un diálogo racional en torno a los hechos, al enfrentarse a la dificultad de “aguantar en mitad del ruido”, conservar la racionalidad “seguir haciendo lo que se piensa que está bien”.

Entiendo que lo que se pone en juego en esta experiencia es la fuerza del “antigrupo”: una dinámica patológica se apodera de un colectivo que renuncia a la razón, de hecho la ataca, y se deja llevar por impulsos destructivos. Afortunadamente, en este caso todo transcurre en el terreno de la palabra, pero este es un fenómeno que alimenta linchamientos, fragmenta sociedades, promueve disturbios y que resulta mucho más común de lo que pudiera parecer. Un ejemplo claro de dinámica grupal negativa lo encontramos en la Alemania nazi, donde el pensamiento disidente era perseguido y se promovía el fanatismo o, a la manera de Eichmann, la obediencia acrítica, la esterilización de la razón y la voluntad propias. Resulta extremadamente difícil mantener la capacidad de pensar cuando estos fenómenos se ponen en marcha, tal como pudo comprobar mi amigo.

Como esta dinámica grupal no surge en el vacío, sino en una cultura, resulta relevante pensar en algunas dinámicas de nuestra cultura que se manifiestan en ella:

Rechazo a la autoridad. España tiene una fuerte pulsión antiautoritaria (sin que esto anule el reverso autoritario que también nos es consustancial). El imaginario colectivo está lleno de tiranos como Calígula, don Rodrigo o Fernando VII y se glorifica a bandidos como Viriato. La figura del “jefe” no suele ser percibida como un sustituto parental de intenciones bondadosas, sino más bien como un “cab***”.

Rechazo a los expertos. Foucault describe cómo el saber es poder, estructura los discursos posibles y enmarca la acción a nivel social. El rechazo al poder (y no sólo a las personas concretas que ocupen la posición jerárquica en un momento dado) conlleva el rechazo al saber, a la posibilidad de que haya ideólogos que muevan los hilos, a míticos “illuminati” tejedores de redes de significado en las que atrapar a todo ser pensante. El “que inventen ellos” de Unamuno expresa la raigambre de la actitud antiintelectual española.

Rechazo a los hechos. Anclarse en los hechos para fundamentar los razonamientos y las conclusiones provoca que no todas las opiniones sean igualmente válidas. La realidad se opone al deseo, cierra posibilidades, y eso es frustrante. Si además nos encontramos en un ambiente donde la presentación de los hechos se realiza de forma interesada, sesgada, e incluso francamente falseada como comprobamos en nuestro entorno político, la desconfianza puede dispararse hasta niveles propios de la paranoia. El documental “El Dilema de las Redes Sociales” (Jeff Orlowski, 2020) describe cómo distintas plataformas informáticas seleccionan la información que reciben los usuarios de internet (que de manera directa o indirecta somos todos) individualizándola y creando “nichos” de información parcial y fragmentada, con lo que se provoca división social y, tras vislumbrar el callejón sin salida que se produce, desconfianza a la información en sí, a la accesibilidad a los hechos objetivos.

Rechazo a la razón. Descartes reformulaba la epistemología de nuestra civilización partiendo de la duda metódica, de la desconfianza hacia todo saber e incluso, la propia razón humana. Si Descartes no se quedó en el escepticismo fue por su recurso a la existencia de un Dios omnipotente y bondadoso que hace de garante de la razón. La muerte de Dios como referente social ha venido seguida por el postmodernismo, con la disolución de referentes fidedignos, por el consumismo como modelo social, por el imperio del principio del placer y del goce sin freno. Como dijo Dostoievski “si dios ha muerto todo está permitido”, hasta la locura.

Si las personas no encontramos un espacio de encuentro bajo una autoridad respetada, una ley igual para todos, unos hechos consensuados y una razón común, si no hablamos “un mismo idioma” nos encontramos como los griegos ante los bárbaros. Los griegos veían en los bárbaros a unos seres subhumanos, excluidos del uso de la lengua de la cultura y tan sólo capaces de balbucear un “bar bar” ininteligible. Desde esta posición en la que el otro es un extraño con el que resulta imposible comunicarse y al que se le niega el estatuto de humano completo, sólo nos queda despedazarnos los unos a los otros.

Necesitamos una ley que contenga esta deriva hacia el relativismo, el voluntarismo y el caos. No me refiero a un producto legislativo, sino a una ley simbólica, a un límite que permita estructurar el pensamiento y el discurso público, a la vez que el intrapsíquico.

La educación es el primer instrumento del Estado para construir esta ley, formar personas y tejer un tapiz social, en oposición a la agregación de simples seres biológicos movidos por la búsqueda directa de un goce sin límite.

El diálogo social ha de ser cultivado como se cuida a una frágil planta. Más allá de los contenidos, necesitamos encontrarnos en las formas, en el método de discusión para construir no solo una coexistencia, sino una convivencia en un espacio cultural común.

Mi amigo hacía referencia al artículo “Hinojares, Gramsci y Enrique Iglesias” de la revista Estado Mental, donde se ejemplifica la construcción de un espacio de diálogo, e incluso la consecución de algún acuerdo en el entorno de las redes sociales. Tal vez nos sirva como modelo.

Un amigo me ha contado una experiencia que tuvo con una red social en internet. Él mismo la ha contado en un artículo en este diario. A mí me ha preocupado y me ha hecho pensar.

La experiencia arranca con una polémica en internet acerca del proyecto para contratar, durante la pandemia por COVID-19, un médico municipal para funciones de salud pública. Un grano de arena en torno al cual se puede depositar carbonato cálcico para formar una perla, u otro tipo de detritus para formar un absceso lleno de pus cuyo desarrollo puede llegar a destruir un organismo. Que ocurra lo uno u lo otro puede depender menos del grano de arena en sí, o de la iniciativa de contratar un médico, que del funcionamiento del entorno en que esto ocurre. En el caso en cuestión, según cuenta el artículo, lo que surgió fue un aluvión de “insultos y quejas”, un discurso colectivo desligado de los hechos concretos y de la lógica argumentativa para volcar una serie de contenidos a priori: desconfianza hacia las instituciones políticas, rechazo a los expertos y “especialistas”, y rabia, mucha rabia.