Son muchas las que no fueron nombradas, ni recordadas, el día de nombrar sus nombres. Un día al año no es suficiente para convocar a la memoria a exhumar el recuerdo, porque, aunque esplendorosa acudiera a la cita, los segundos en los que encorsetamos el devenir serían escasos para nombrar a las que han sido, a las que son, y a las que, en ciernes, con timidez o decisión entran en los caminos de la palabra arriesgándose a sucumbir ante el enigmático poder de la página en blanco, o a surcarla en afortunado intento.
Ella fue la primera. Tal dignidad y reconocimiento le cabe, pese a que el pasado diecinueve de octubre, Día de las Escritoras, ningún renglón arropara su hacer. No fue solo poeta. Fue, también, suma sacerdotisa, astrónoma, matemática y música. Parece arriesgado asegurar que fuera la primera mujer en escribir y leer, pero no lo es afirmar, a tenor de los conocimientos actuales, que sus escritos son los primeros de la Historia de autoría conocida.
Nació princesa. Lo hizo por la ambición de su padre de someter bajo su cetro al “pueblo de las cabezas negras”, que así se llamaban a sí mismos los pobladores de las tierras de la baja Mesopotamia, donde, desde antes del VII milenio a. de C., se asentaba la sociedad hoy considerada “la cuna de la civilización”, aunque el nombre con el que esta se diera a conocer, Sumeria sumerios, cuyo significado, según algunos filólogos, se aproxime a “señor tierras del cañaveral” fuera el que le dieran quienes la invadieron, sus vecinos, semitas del norte, los acadios.
La tierra que ocupaban las gentes del sur, parte de los actuales Irak, Turquía y Siria, antes de que Enheduanna fuera acunada con cantos reales, último tercio del III milenio a. de C., ya habían aprendido a domesticar animales, almacenar grano, cultivar la tierra, elaborar cerveza, implantar beneficiosos sistemas de irrigación, pastorear animales, practicar el comercio a larga distancia, usar la alfarería; habían descubierto la rueda y la escritura, adoraban a la divinidad de forma social, construyendo templos y zigurats, y , entre otros adelantos, disfrutaban los beneficios de vivir en ciudades estado, que se autogobernaban y se relacionaban entre sí como ciudades libres, soberanas e independientes, algunas construidas en el VI milenio a. de C.
El padre de la princesa rompió la organización política de “el pueblo de las cabezas negras” o sumerios, pues siendo funcionario semita del rey de la ciudad estado sumeria de Kish, hacia el año 2.300 a. de C., depone al rey, se corona él con el nombre de Sargón I “el rey verdadero”, crea una ciudad, Akkad, que en sumerio significaría, “corona de fuego”, en relación a uno de los atributos de la diosa del amor y de la guerra, protectora de la ciudad sumeria de Uruk, Innana, y somete a su poder, no solo a las ciudades estado del “pueblo de las cabezas negras” sino a las que se encuentran más allá de las tierras de estos, -aproximadamente, desde el Golfo Pérsico hasta el Mar Mediterráneo y el sur de la actual Turquía- creando de este modo el primer imperio conocido, el imperio sargónida o acadio.
Para mantener la corona, Sargón I nombra a personas de confianza, familiares y amigos, en puestos de relevancia. Y aquí, Enheduanna, una de las hijas de la descendencia de Sargón I de Akkad y de su consorte Tashlultum, posiblemente sacerdotisa sumeria, encuentra y ama su destino. El alto rango que le es concedido, habitual en las hijas de la familia real de la antigua Mesopotamia, y posteriormente de Babilonia, la convertirá en una de las personas más poderosas, conocidas e influyentes de la ciudad de UR, donde ejerce su mandato. La palabra Enheduanna -En, suma sacerdotisa; Hedu, ornamento; Anna, dios del cielo: Suma sacerdotisa, Ornato del Dios del Cielo- la presenta.
Renunció a su nombre. Quiso ser nombrada por sus contemporáneos, y extenderse sobre los siglos, no con el nombre dinástico sino con el cargo que detentaba. Investida de grandes poderes político-religiosos, -como gran sacerdotisa le correspondía nombrar a los mandatarios de la ciudad, y supervisar y dirigir las actividades necesarias para el funcionamiento del templo de Ur, en cuyo seno, al igual que en el de cualquier otro de la época, sacerdotes y sacerdotisas se ocupaban de conservar los conocimientos, estudiar astronomía, dirigir el comercio, la agricultura, la artesanía y recoger por escrito cuanto fuera necesario- sobrevivió a su padre y ejerció la alta dignidad que le fuera otorgada durante el reinado de tres sucesores sargónidas más.
Vivió en el Jipar de Ur, un complejo arquitectónico con santuarios, áreas residenciales, administrativas y un cementerio para sacerdotisas. Escribió en tablillas de arcilla húmeda, secadas al sol o al fuego, en escritura cuneiforme, llamada así desde el siglo XVIII por la forma de cuña de sus caracteres. De sus escritos se conocen 3 poemas en honor a Inanna: Inninsagurra o “La señora de gran corazón”; Ninmesarra, “La Exaltación de Inanna”; e Inninmehusa, “Diosa de terribles poderes”; tres poemas más dedicados a Nanna, Dios del Cielo, y 42 himnos en honor a diversos dioses y templos. El lenguaje que utiliza para invocar a la divinidad la ha consagrado como poeta. Fue conocida y celebrada en su tiempo tanto que sus escritos se reprodujeron más de quinientos años después de que falleciera.
Para Paul Kriwaczete “la obra de Enheduanna influenció las oraciones y los salmos de la biblia hebrea y los himnos de Homero y, por su intermedio, la cultura de occidente”, y William W. Hallo, profesor de la Universidad de Yale, la califica como el “Shakespeare de la literatura mesopotámica” Sus tablillas riman el anhelo que conmovió su espíritu. Algunos de sus versos, según traducción de la Dra. Lilía Cruz, dicen:
“La poderosa dama, respetada en la junta de gobernantes, ha aceptado las ofrendas. El sagrado corazón de Inanna se ha calmado. Para ella la luz se hizo dulce, el deleite se extendió sobre ella. Estaba llena de la más clara belleza. Como la luz de la luna que asciende, ella exudaba deleite”.
“Yo, Enheduanna, la sacerdotisa En, entré a tu servicio en mi sagrado jipar. Yo llevé la cesta ritual y entoné la canción de júbilo. Trajeron mi comida ritual como si yo nunca hubiera vivido allí. Me acerqué a la luz, pero la luz era quemante para mí. Me acerqué a la sombra, pero estaba cubierta de tormenta. Mi boca de miel se volvió venenosa. Mi habilidad de calmar humores se desvaneció”…
“Yo, Enheduanna, te recitaré una oración. ¡A ti, Sagrada Inanna!, ¡daré curso libre a mis lágrimas como cerveza dulce!”… “¡Debe saberse¡ debe saberse!... ¡Que se sepa que tú eres alta como los cielos! ¡Que se sepa que eres ancha como la tierra! ¡Que se sepa que tú destruyes las tierras rebeldes! ¡Que se sepa que ruges a las tierras extranjeras! ¡Que se sepa que tú aplastas cabezas! ¡Que se sepa que tú devoras cadáveres como un perro! ¡Que se sepa que tu mirada es terrible!... ¡Que se sepa de tus ojos destellantes!… ¡Que se sepa que tú siempre te yergues triunfante!... ¡te has vuelto más grande, mi señora, tú te has convertido en la más grande! Mi señora amada de An, ¡yo hablaré de todas tus furias! Yo he apilado los carbones en el incensario y he preparado los ritos de purificación. El santuario Ecdam-kug espera por ti. ¿No podría tu corazón apiadarse de mí?”.
El alto poder que Enheduanna confiere a los dioses, invocado en ofrendas de amor y plegarias de temor al castigo, desabrocha la pasión que su época le confía.