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La estación oscura

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“The long and windind road

That leads to your door

Will never disappear…“

The Beatles

Llegó el Samaín, la fiesta de los difuntos, el año nuevo celta. Cuentan que en esta época comprendida entre la llegada del otoño y el solsticio de invierno, se suspenden las leyes espacio-temporales: desaparece la barrera entre el mundo de los vivos y de los difuntos, los muertos caminan entre nosotros y la noche es meiga.

Una carretera larga, oscura y sinuosa nos trae de regreso a casa. Pasado O Romaño, la salida noroeste de Santiago de Compostela, la carretera se convierte en una cosmopista y el coche en una nave espacial. Sólo brillan las luces del cuadro de mandos. Me acompañan la música y las estrellas. Me gusta conducir en trayectos interurbanos, poner las largas y alumbrar escenas entre el arbolado. En los arcenes se apiñan erizos cargados de castañas y ramas arrastradas por el último vendaval; los ojos de los gatos relucen en las cuentas.

La pista de asfalto brilla como un vinilo donde todo puede suceder: de noche, el Valle del Dubra se transforma en un dominio vasto y peligroso: el Valle de la Sombra, que desciende entre curvas cerradísimas hasta Portomouro  (el Puerto de los Mouros), envuelto siempre en la niebla (mouros y mouras son seres fantásticos del imaginario popular gallego). Con sus árboles centenarios, más altos que el puente sobre el río Tambre, este lugar fantasmagórico es otro hito del viaje. Aquí se realiza el giro hacia el más allá (que siempre queda al oeste), sólo tienes que tomar la dirección de Santa Comba. La calle principal es una procesión de casas vacías desde hace mucho, con las luces siempre apagadas, las puertas y las contraventanas cerradas. Alguien ha de vivir, por supuesto, la calle está llena de coches aparcados, pero no se percibe movimiento, aparte del bar y de la gasolinera. A partir de aquí, la noche parece algo primigenio y sin fin. A lo lejos, las luces de las aldeas brillan como constelaciones.

-César cuida de los niños, el capitán prepara la cena… - murmura a mi lado, en el asiento del copiloto, Lady Chorima.

Lleva dormida desde antes de pasar Ponte Albar, a la salida de Compostela. Me giro para mirarla, ella duerme con la cabeza ladeada.

-Satán se lleva las cosechas –añade después.

De repente, el parabrisas recibe una tormenta de hojas voladoras y cae un aguacero, que obliga a circular despacio y despierta a mi acompañante.

-Estabas soñando –le digo-, ¿recuerdas qué pasaba?

-Y sigo soñando... Estamos atravesando galaxias, nebulosas, cataratas… –responde antes de adormecerse de nuevo.

En Galicia, la noche es meiga todo el año. Los quercus pubens, mis carballos preferidos, saludan con arrebato. El jabalí, el zorro, el ciervo o la lechuza pueden aparecer en cualquier instante. Pero la cosmopista AC-406 es una vía solitaria. Los otros autonautas circulan como cometas o estrellas fugaces, incluso puedes encontrarlos de frente, con las luces apuntándote como dos lanzas dispuestas al combate. En los montes de A Baña se ven como faros… Son estaciones eólicas, con sus luces ciclópeas, cada vez más grandes y más próximas a las pocas viviendas; una auténtica infección, junto con los eucaliptos, estos aerogeneradores. Desde la carretera, todas las casas parecen tristes, incluso las de piedra. Supongo que porque nosotras nos movemos, mientras que ellas se limitan a vernos pasar. La despoblación de las zonas rurales es otra pandemia. Y aún no tenemos la vacuna, no se sabe si por falta de medios o de interés. Apenas una hora y diez minutos separan Compostela de la Costa da Morte, pero en este viaje el tiempo permanece en suspenso, como las leyes de convivencia entre urbes y medio rural.

Al bajar del coche, Lady Chorima aspira el salitre y, mirando el cielo despejado, comenta:

-¡Qué suerte vivir y dormir aquí! ¡Tan cerca del mar y bajo semejante cielo!

Pues sí, la Costa da Morte, más que un lugar, es un estado de ánimo.

 

“The long and windind road