“Echa un vistazo a tu alrededor” –murmura Lady Chorima de pie, a mi lado, agarrada a una de las barras metálicas del vagón-. “Imagínatelo dentro de diez años”.
Viajamos de Sol a Goya en la línea 2, entre decenas de individuos solos, jóvenes en pandilla, familias, gente que vuelve y gente que sale. Son las once de la noche del último viernes de febrero y la gran mayoría no levantamos cabeza de las pantallas de los móviles.
“¿Cómo será viajar en metro dentro de diez años?”, insiste Lady Chorima.
A mí, que ya me cuesta imaginar mi vida en unas semanas, la pregunta me da vértigo. Me tendría que meter en la piel de Julio Verne o de Úrsula K. Le Guin para tratar de escudriñar el tiempo futuro, esa nebulosa irreal aún y tan oscura como los túneles por los que discurrimos. ¿Cómo imaginar el futuro, ése que ya nos ha zarandeado y pasado por delante tantas veces en las últimas décadas?
“No sé” –respondo-, “pregúntale a Bixby, a ver qué cuenta”.
“Ya lo he hecho, pero se hace la tonta y me sale con cualquier otra cosa. Está claro que en unos años, en lugar de móviles, llevaremos implantes. Como cíborgs. Estará todo aquí” –dice tocándose la frente con el índice-. “La gente ya no tendrá que relacionarse en persona, mandará a sus avatares. ¿Alguna vez has pensado cómo serán las comunicaciones?”
“Sí. Y lo que más me preocupa son la sintaxis y la ortografía de esas comunicaciones”.
Mientras hablo me llegan ráfagas de imágenes posibles: el vagón donde estamos invadido de hologramas de juegos, música y ficciones que colisionan unos con otros, mientras sus dueños se piden disculpas o se miran mal, o se espían, o directamente se ignoran.
“La tecnología –le digo- lo dominará todo, junto con las redes sociales. Como en el capítulo aquel de Black Mirror”.
“¡No me digas! Pero eso ya fue”. Yo me pregunto si se seguirá casando la gente. “¿Continuarán los bautizos y las comuniones? ¿Funcionarán las hipotecas, el papel moneda?”
“Obvio, aún habrá familias pendientes de pagarlas”.
“¿Viviremos en pareja o en tribu? ¿Existirá el poliamor libre?”
“De las primeras cosas, casi seguro que nada cambiará”.
“¿La gente seguirá muriendo de hambre? ¿Tendrá que cruzar el Mediterráneo escapando? Imagina las viejas y las nuevas epidemias paseando juntas, o las plagas de langostas emigrando del cuerno de África hacia la región del Véneto, en busca de cobertura mediática. Imagina el terrorismo que viene, ¡el machismo actual! ¿Habrá esclavas sexuales en veinte años?”
“Cuesta mucho pensar la sociedad futura” –respondo, sobrepasada-. Yo veo vagones de pasajeros con mascarillas para protegerse de los otros. O directamente con máscaras de carbono, a causa de los niveles de contaminación del aire. Guantes para no entrar en contacto con fluidos ajenos y gafas para ver una realidad a la carta.
“Yo creo que habrá ataques continuos que amenazarán las telecomunicaciones. Y los futuros internautas serán generaciones sin memoria, sin conocimiento de lo que fue antes del presente continuo que estarán viviendo, presas de esa ignorancia. Si todo eso cae, ¿qué quedará del conocimiento anterior? No quisiera sonar pesimista, pero veo gente cada vez más desvinculada, viviendo en ciudades cada vez más grandes y la España vaciada cada vez más extensa, más inhóspita”.
“Y con una sociedad cada vez más idiotizada” –apunto yo-. “¿Tú crees que viviremos el apogeo del estupidismo del Antropoceno?”
“¿Quién te dice que no está aquí ya? La revolución de los 140 caracteres llegó hace rato”.
“Bueno, ahora son 280”.
“Sí, claro, para relleno de emoticonos. El otro día vi en la tele un programa sobre avances en los estudios de la neurociencia. Parece que ya es posible transcribir y proyectar los pensamientos. Hay científicos que estudian cómo modificar los pensamientos experimentando con ratones a los que obligan a hacer cosas, ¿te imaginas hasta dónde pueden llegar?”
“Pero no siempre pensamos con palabras”.
“No, parece que lo que hacen es proyectar las imágenes que se forman en nuestro cerebro”.
“No está mal, a mí me encantaría poder imprimir los sueños –respondo-. Por cierto, ¿dónde nos bajamos?”
El metro se detiene en Manuel Becerra: tenemos que salir y tomar la dirección contraria, sin abandonar la conversación. En el vagón de regreso a Goya, mientras Lady Chorima continúa con sus escenarios hipotéticos, esta vez a propósito de cacerías y de corridas de toros, yo empiezo a interrogar la oscuridad del túnel en espera de alguna respuesta profética. Pero las ventanillas solo nos reflejan a los pasajeros.