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Garre y la guerra del agua

El fichaje de Alberto Garre por Vox ha introducido un nuevo factor imprevisto en la campaña electoral de cara al 28M. El hecho de que un expresidente de la Comunidad Autónoma por el PP se pase a la ultraderecha constituye, en sí mismo, un hecho harto elocuente, que pone de manifiesto la corta distancia que, en estos momentos, existe entre una parte del PP y Vox. La transición de un partido a otro no exige un gran esfuerzo de reconversión, sino un gesto de naturalidad que, desde el punto de vista de la salud democrática, resulta demasiado preocupante.

Es muy posible que el efecto que el movimiento de Garre pueda tener en el desenvolvimiento de la campaña electoral sea mucho mayor en términos teóricos y de análisis político que en una dimensión real. Se ha escrito y se escribirá mucho sobre este fichaje in extremis y la contradicción escandalosa que supone el que el creador de un partido regionalista se incorpore a las filas de una formación antiautonomista como Vox. Pero, como digo, dudo mucho de que la aparición de Garre en la carrera electoral pueda tener el efecto de un 'deus ex machina', capaz de salvar a la ultraderecha del perfil demoscópico plano en el que se ha estancado. De hecho, el político respetado desde diferentes sectores, aquel que dejó la presidencia de la CARM con una supuesta sensación generalizada de “queremos más”, no logró ni un solo representante para la Asamblea Regional cuando se presentó como cabeza de cartel de Somos. Puede que Garre funcione como un buen vagón, pero como locomotora carece de la fuerza suficiente como para transformar el statu quo de las cosas.

Ahora bien, habida cuenta del momento en el que se ha producido la incorporación del político de Torre Pacheco a Vox, es evidente que lo que se buscaba no era tanto un impacto directo en el electorado como un 'reforzamiento simbólico' que, indirectamente, sí que puede actuar como tractor de votos para la ultraderecha.  Pero, ¿qué se pretende decir cuando se habla de 'reforzamiento simbólico'? Como ya se comentó hace algunas semanas, en esta misma sección, la torpe gestión que el Ministerio de Transición Ecológica ha realizado sobre los –por otro lado, necesarios- recortes en el trasvase del Tajo ha devuelto la pelota a la pista en la que el PP y Vox la querían: la de la guerra del agua. Toda identidad territorial requiere de una buena dosis de victimismo, y ahí la derecha y la ultraderecha se desenvuelven mejor que nadie a la hora de explotar las sensibilidades a flor de piel que genera el discurso del agua. En toda la parte sur de España, Vox ha encontrado una estratégica e imbatible concreción: la de la ultraderecha agrícola. Esta idea de la 'ultraderecha agrícola' gana predicamento a partir de un principio director de fácil implantación entre el sector del agro: consolidemos los excesos cometidos y convirtámoslos en derechos. Los casos, en este sentido, del Mar Menor y de Doñana aparecen como paradigmas máximos de dicha subideología. A nadie se les escapa que, en esta pugna por conquistar el favor del campo, el principal rival de Vox es el PP –que, por mor de un mimetismo a la desesperada, se ha sumado sin disimulo al juego del negacionismo medioambiental-. Y tampoco es una novedad que, puestos a defender los excesos del pasado, el campo de batalla en el que se libra la conquista ideológica del agricultor, es el agua. Aquí es donde Garre funciona como un excelente complemento y como ese 'refuerzo simbólico' del que antes hablaba. Su perfil de trasvasista acérrimo lo convierten en un buen fichaje para decantar la balanza del voto del agro hacia la ultraderecha. Esto es lo que importa, por encima de cualquier otra contradicción de base. Garre y Vox han cerrado los ojos interesadamente para no mirar de frente la cuestión de la política autonómica, y escenificar así, sin complejos de culpabilidad, un abrazo que está hecho de tierra y agua. Aunque parezca mentira, el lugar hegemónico del agro en la campaña electoral conllevará que buena parte de los votos emitidos se dirijan a preservar los males del pasado, en lugar de a garantizar un futuro mejor. Es la Región en la que vivimos.    

El fichaje de Alberto Garre por Vox ha introducido un nuevo factor imprevisto en la campaña electoral de cara al 28M. El hecho de que un expresidente de la Comunidad Autónoma por el PP se pase a la ultraderecha constituye, en sí mismo, un hecho harto elocuente, que pone de manifiesto la corta distancia que, en estos momentos, existe entre una parte del PP y Vox. La transición de un partido a otro no exige un gran esfuerzo de reconversión, sino un gesto de naturalidad que, desde el punto de vista de la salud democrática, resulta demasiado preocupante.

Es muy posible que el efecto que el movimiento de Garre pueda tener en el desenvolvimiento de la campaña electoral sea mucho mayor en términos teóricos y de análisis político que en una dimensión real. Se ha escrito y se escribirá mucho sobre este fichaje in extremis y la contradicción escandalosa que supone el que el creador de un partido regionalista se incorpore a las filas de una formación antiautonomista como Vox. Pero, como digo, dudo mucho de que la aparición de Garre en la carrera electoral pueda tener el efecto de un 'deus ex machina', capaz de salvar a la ultraderecha del perfil demoscópico plano en el que se ha estancado. De hecho, el político respetado desde diferentes sectores, aquel que dejó la presidencia de la CARM con una supuesta sensación generalizada de “queremos más”, no logró ni un solo representante para la Asamblea Regional cuando se presentó como cabeza de cartel de Somos. Puede que Garre funcione como un buen vagón, pero como locomotora carece de la fuerza suficiente como para transformar el statu quo de las cosas.