“Desconfía de los griegos aunque vengan con regalos”. La advertencia que Virgilio pone en boca de Laoconte ante la visión de lo que hoy llamamos “caballo de Troya” (que era griego, no troyano) concuerda con el carácter engañoso de Ulises, a la vez que da una imagen negativa del mundo griego. Dado que este mundo constituye uno de los pilares sobre los que hemos desarrollado nuestra civilización, resulta procedente examinar su relación con la verdad y la autenticidad.
La civilización micénica que, según nos cuenta Homero, conquistó Troya no constituía una nación cohesiva a la que podamos llamar Grecia. Estaba más bien formada por un conjunto heterogéneo de pueblos que sólo compartían lengua y religión, aparte de la afición a matarse los unos a los otros en sus frecuentes guerras.
Tras el paso por la edad oscura, los hombres de las eras arcaica y clásica reconocieron en los héroes homéricos a unos ancestros a los que atribuían una unidad que nunca tuvieron. De hecho, esta genealogía es muy discutible y la relación de los 'griegos clásicos' con la civilización micénica es similar a la nuestra en el siglo XXI. Los hombres que inspiraron la Ilíada y la Odisea proveen una inspiración sobre la que fundar nuestra cultura, pero por mucho que le duela a Shelley, no somos ellos.
En la época clásica tampoco podemos hablar de una Grecia unida, ni política ni culturalmente. Los guerreros que detuvieron al Imperio Persa compartían con los micénicos la afición a encontrarse en el campo de batalla, pero la idea de una unidad no surge hasta Isócrates, que la retrotrae hasta los tiempos descritos por Homero construyendo un mito que nos continúa hechizando, aunque no coincida con la realidad. Por cierto, el mismo Homero constituye otra ficción, propia de un mundo tan dado a ellas.
El gran imperio helenístico de Alejandro no escapa a la paradoja. Filipo conquistó Grecia para protegerla y poder lanzarse a la conquista de Persia, siéndole imposible permitir que los niños montasen sus trifulcas mientras trataba de cosas de mayores con los aqueménidas. Sin duda extendió la cultura griega por casi todo el mundo conocido, pero Macedonia no era Grecia, hablando con propiedad, sino que se mimetizó con ésta, encandilada por la belleza del mito heleno.
Algo parecido ocurrió con Roma, por la que los griegos se hicieron conquistar implicándola una y otra vez en sus guerras internas. Horacio dijo “Graecia capta ferum victorem fecit” (la Grecia conquistada, conquistó a su fiero vencedor) para expresar el dominio cultural de lo heleno sobre el imperio latino. Una vez más, la cultura griega infectó al imperio que la dominaba y lo usó para extender su influencia por el mundo.
Cuando los griegos tuvieron su imperio propio (el bizantino) a nivel político, lingüístico y cultural, decidieron llamarse romanos y relegar su identidad helena, continuando la cadena de charadas, hasta que fueron conquistados por los otomanos.
Tras aproximadamente medio milenio de dominación (y asimilación) turca, floreció la idea de la independencia griega, reclamando los habitantes del sur de los Balcanes la identificación con los antiguos moradores de sus tierras, un mito tan forzado como el de la reconquista en nuestra piel de toro. Occidente (especialmente Inglaterra) les compró la burra, con numerosos entusiastas entregando sus vidas por la causa, y lo que al parecer es más importante, dinero en préstamos y compra de bonos destinados a perderse con el fracaso de la secesión. Para evitar esta pérdida, el estado inglés acabó interviniendo y forzando la independencia de la Grecia moderna. El agujero negro de los Balcanes nunca ha dejado de succionar a Europa, atrapándola en su caos.
Esta Grecia moderna ha continuado el sainete con una gestión económica nefasta, complicada por la falsificación de sus propias cuentas públicas para escapar al control europeo, lo que forzó el rescate económico. La solidaridad internacional, contagiada del juego de charadas, impuso su ayuda con una insólita crueldad hundiendo aún más la economía griega.
Cuando nos acercamos a Grecia encontramos humo y espejos, mitos y ficciones, donde nada es lo que parece. Occidente ha heredado muchos de esos mitos, como la libertad y la justicia, y añadido otros nuevos, como la igualdad y el progreso. De éstos hablamos constantemente en los equivalentes modernos al ágora. Nos los creemos y luchamos por ellos, negando una realidad contraria a ellos.
¡Qué afortunados somos de que los griegos nos hayan engañado con sus regalos! Sin sus mitos tendríamos que enfrentarnos a una realidad de garra y colmillo y nos revolcaríamos en nuestra barbarie. Y en la barbarie, ya se sabe, la vida resulta desagradable, brutal y corta.
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