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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

La Gran Polvareda. Cuando ser norteamericano no fue suficiente

 En los años '30 del pasado siglo, los EEUU vivieron el mayor desastre ecológico de su historia. Lo llamaron The Dust Bowl, cuya traducción literal sería El Bol de Polvo, aunque tal vez sería más acertado llamarlo La Gran Polvareda. Con centro en Oklahoma, la sequía se extendió durante más de un lustro, lo que dio lugar a una penosa cadena de acontecimientos retratada por extenso en la magnífica Las uvas de la ira (1939), de John Steinbeck, que le valió tanto el Pulitzer como el odio de una buena parte de la América conservadora.

Los bancos dieron créditos a unos granjeros de por sí humildes que veían cómo un año tras otro la sequía los dejaba sin cosecha. Esto hizo que se empobrecieran y endeudaran paulatinamente. Sin producción, era imposible pagar unos préstamos cuyos intereses crecían de modo exponencial. Por lo que finalmente, fueron embargados y forzados al éxodo.

Desde California llegaban jugosas ofertas de trabajo para jornaleros agrícolas. Las humildes familias de Oklahoma soñaron con llegar allí juntos, trabajar, ahorrar y establecerse modestamente. Pero el camino que los separaba de la tierra soñada era una odisea. Después de cargar con todo lo que podían en viejas camionetas, comenzaba un viaje duro, casi sin dinero y con una frágil esperanza acuchillada por ráfagas de miedo, inseguridad y tristeza.

Al cruzar los estados de Nuevo México o Arizona, que los separaban de su destino, sus compatriotas americanos no fueron en absoluto amables u hospitalarios con estos migrantes a quienes, despectivamente, comenzaron a referirse como okies, por llegar mayoritariamente de Oklahoma. En efecto, los okies llegaban en masa, sucios, harapientos, tenían hambre y poco dinero. Me pregunto cómo podríamos llamar al rechazo que sufrieron estos americanos por parte de sus propios compatriotas. No se le puede llamar racismo, puesto que pertenecían a la misma etnia que la mayoría del país: eran, también, descendientes de europeos. Tampoco, supongo, xenofobia, eran nacidos norteamericanos. Tal vez aporofobia.

Cuando al fin los okies llegaron hasta California descubrieron que eran, además, víctimas de un engaño: los grandes productores locales habían convocado a una masa de jornaleros para, una vez allí, subastar los puestos de trabajo al mejor postor. El que más hambre tenía siempre estaba dispuesto a rebajar su jornal, se rozó la esclavitud. El resto de la población tampoco veía con buenos ojos a los forasteros. Construyeron recintos precarios, similares a campos de concentración, donde alojaron a los recién llegados. La policía local contribuyó con los productores manteniendo a raya a los pocos que se atrevieran a levantar la voz, un puño en señal de protesta o, peor aún, intentar conformar algo parecido a un sindicato. No querían rojos allí y no faltaron cadáveres al amanecer para demostrarlo.

Por eso, cuando oigo a hablar a algún patriota en contra de los migrantes o los refugiados que intentan encontrar un lugar en el mundo donde poder vivir sin que los hostiguen, siempre recuerdo Las uvas de la ira, de John Steinbeck y sonrío irónico. El problema no es el hecho de ser extranjero o tener un credo o color de piel diferentes. En este mundo solo se puede considerar auténtica gentuza a un tipo de personas, que son aquellas que siempre eligen cebarse con los más desgraciados.

 En los años '30 del pasado siglo, los EEUU vivieron el mayor desastre ecológico de su historia. Lo llamaron The Dust Bowl, cuya traducción literal sería El Bol de Polvo, aunque tal vez sería más acertado llamarlo La Gran Polvareda. Con centro en Oklahoma, la sequía se extendió durante más de un lustro, lo que dio lugar a una penosa cadena de acontecimientos retratada por extenso en la magnífica Las uvas de la ira (1939), de John Steinbeck, que le valió tanto el Pulitzer como el odio de una buena parte de la América conservadora.

Los bancos dieron créditos a unos granjeros de por sí humildes que veían cómo un año tras otro la sequía los dejaba sin cosecha. Esto hizo que se empobrecieran y endeudaran paulatinamente. Sin producción, era imposible pagar unos préstamos cuyos intereses crecían de modo exponencial. Por lo que finalmente, fueron embargados y forzados al éxodo.