La Ley 20/2011, de 21 de julio, del Registro Civil, la cual entrará en vigor a partir del 30 de junio de 2017, da un paso al frente en lo que respecta a favorecer un derecho relacionado con la identidad personal de los ciudadanos y ciudadanas. Este “pasito”, cuya aplicación ha necesitado el nada despreciable periodo de tiempo de seis años, otorga a las familias la libertad de decidir el orden de los apellidos que su progenie tendrá en su nombre, pudiendo al fin, si lo desean, tomar como primer apellido el materno. Esto, por supuesto, siempre que haya consenso familiar, pues de lo contrario se seguirá el orden tradicional. Pequeño pero importante matiz que refleja el género dominante y ratifica esta nueva ley como lo que es, una “cesión” para contentar a una parte de la población, un caramelo para intentar calmarla durante un tiempo y “demostrar” que se comparte su lucha.
Si bien todo paso dado a romper con el patriarcado imperante es bienvenido, los procesos que puntualmente se llevan a cabo son de tan mínima contundencia y de una aplicabilidad tan lenta que apenas sí se pueden considerar como un triunfo. Pero si apenas es perceptible en lo que respecta a la lucha contra el machismo, muchos ni siquiera apreciarán la relación, es igualmente insuficiente en lo que se refiere al derecho a la identidad de las personas.
Nos encontramos en una sociedad en constante crecimiento. Fenómenos como la superpoblación del planeta, con cerca de los ocho mil millones de habitantes habidos en la actualidad, la globalización y la expansión de Internet, con la interconectividad entre sujetos que ésta favorece, hace más necesario que nunca que cada persona sea libre para buscar las señas identificativas que le distingan del resto.
La primera de estas medidas aparece, como no puede ser de otra manera, con el nacimiento. Al nacer, los progenitores deben de tomar una decisión que afectará al resto de la vida de su hijo o hija, siendo ésta el nombre por el que ha de ser llamado o llamada a partir de ese momento. Ciertamente, no es un asunto baladí, pero este hecho denota a su vez las carencias que este procedimiento contiene. Como se ha indicado, el padre y la madre deciden en común el nombre de su descendiente, pero los apellidos los adquirirá de una forma predeterminada, componiéndose en riguroso orden, salvo mutuo acuerdo y a tenor de la ley que aún no ha entrado en vigor, del primer apellido de su padre y del primer apellido de su madre, los cuales fueron cedidos a éstos, en su momento, por sus respectivos padres y en el mismo orden, como no podía ser de otra manera.
Si atendemos a que el empleo de los apellidos en el nombre completo de una persona responde, por un lado, a facilitar una identificación más concreta y específica del individuo, y por otro lado, a honrar a su linaje haciendo perdurar parte del nombre familiar, se plantean dos cuestiones relacionadas que hacen cuestionar la rigidez de la normativa en cuanto a este procedimiento. En primer lugar, si lo que se busca es designar la seña de identidad más importante de la persona, la cual le acompañará hasta el fin de sus días, sus progenitores deberían tener una capacidad mayor a la hora de decidir su nombre que la interpuesta.
Deberían poder decidir así tanto el orden de sus apellidos como aquel que quieren cederle a su hijo o hija, no teniendo que ser necesariamente el primero de ellos el paterno si no lo desean, pues esto no deja de ser un síntoma más del patriarcado impuesto y aceptado socialmente.
En segundo lugar, en un país como el nuestro, con sobreabundancia de apellidos tales como García, González, Rodríguez y otros tantos, debería ser completamente legítimo que, a fin de evitar la predominancia de la unión entre los mismos apellidos una y otra vez, se pudiera ceder el segundo apellido si así se desea, lo que racionalmente sería algo completamente lógico pues corresponde igualmente al linaje del que proceden.
De hecho, este sistema ha contribuido a que muchos apellidos de gran tradición en nuestra cultura, con el discurrir del tiempo, al no ser tan extendidos, se hayan perdido. El único inconveniente es que el segundo apellido proviene de la ascendencia materna y, en esta época de modernidad para según qué, parece que aún no se está preparado para hacer tal concesión al feminismo.
La RAE define identidad como un “conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás”. En una sociedad, como es la española, donde los derechos ciudadanos están en tela de juicio, éste, el más básico y fundamental, pasa desapercibido siendo, a su vez, el que más veces es quebrado por el conjunto de la sociedad representada fielmente en sus estructuras gubernamentales.
Institucionalmente, el concepto de “identidad” se emplea en su sentido más estadístico y categórico. Según estos niveles, una persona viene definida según una serie de características diferenciales comúnmente reconocidas que, a modo de clave dicotómica, van agrupando a cada persona según su sentido de pertenencia. Su objetivo es establecer un conjunto de cualidades específicas que, si bien consiguen a grandes rasgos crear una serie de colectivos bien diferenciados del resto, cuya cantidad está directamente vinculada al número de variables que se manejen y siendo el tamaño de cada grupo inversamente proporcional al mismo, no deja de ser un sistema clasificatorio y de control, donde las personas pasan a ser concebidas como números y símbolos de una gran ecuación.
Como muestra, a continuación se exponen aquellos “tipos de identidad” de uso generalizado más frecuentes:
- - Identidad etaria: según el grupo de edad.
- - Identidad relacional: según su estado civil.
- - Identidad cultural: según el arraigo nacional.
- - Identidad política: según el ideario político.
- - Identidad religiosa: según las creencias religiosas.
- - Identidad vocacional: según la aspiración profesional.
- - Identidad intelectual: según la línea de pensamiento.
- - Identidad de intereses: según los hobbys y aficiones.
A priori, se trata de una serie de apartados simples, de fácil comprensión, donde cualquier ciudadano no tiene dificultad para responder y ubicarse en los determinados sectores que se ramifican de cada grupo.
No obstante, este proceso no deja de ser un burdo sistema de etiquetaje que contribuye, precisamente de forma indirecta, a deformar la propia identidad personal a favor de la identidad colectiva. Si bien los grupos más amplios, los que menos rasgos contemplan, suelen originarse de manera fortuita entre los propios seres humanos, de las más diversas formas (un evento donde se formen grupos en consonancia con su edad: niños, jóvenes, ancianos…; los seguidores de un equipo de fútbol o un partido político; un club de lectores de determinada escritora…), cuando empiezan a sumarse variables también se escapa la propia percepción práctica del individuo. De este modo, cuanto más se cierra el círculo de personas afines a unos determinados rasgos de identidad, más se pierde el concepto de individuo a favor del concepto de variable matemática.
¿A quién favorece, pues, esta metodología? A todo aquel que observa a la civilización desde arriba. A quien desde el principio de los tiempos favorecía la diferencia de clases y estratos y vigilaba porque ese equilibrio no se rompiese. A la casta, a los que nos gobiernan, a los grandes empresarios que deciden qué, cuánto, cuándo y a qué precio proporcionar al ciudadano medio sus productos. Una afirmación de este calibre puede parecer gozar de una cierta osadía, pero un par de ejemplos, tomados desde el sector político, pueden hacer constatar este hecho mejor que cualquier argumentario:
- - Al Partido Popular le viene muy bien conocer que su votante medio se comprende entre los mayores de 65 años, casados, con un fuerte arraigo nacional, de creencia cristiana y de alta posición económica y social.
- - A partidos como Podemos, sin embargo, saber que la mayoría de votantes la componen jóvenes entre 18 y 35 años, con estudios universitarios, fuerte interés cultural, defensores del laicismo y con dificultades económicas y laborales, les ayuda a posicionarse.
Así, con estos datos, ambos partidos conocen perfectamente el perfil de sus votantes y su localización, pudiendo enfatizar sus políticas hacia la consolidación de los mismos o para atraer a aquellos y aquellas que no les simpatizan.
De este sistema se benefician igualmente las empresas, a la hora de decidir dónde ofertar unos u otros productos, así como su precio, dependiendo del beneficio que persigan obtener. Se propicia igualmente una marcada alienación social determinada mediante la aparición de falsos ídolos y tendencias dirigidas, jugando con la necesidad impuesta de identificarse con los modelos a seguir establecidos.
Ésta es la realidad imperante en la sociedad, una sociedad globalizada que se favorece de la sectorización humana. Sin entrar en mayor discusión acerca de los factores beneficiosos o perjudiciales para el ciudadano de a pie, cabe concluir que este medio clasificatorio no resulta apropiado como instrumento identificativo personal para un sujeto. En términos económicos, lo establecido se asemeja a un proceso o una estructura macroeconómica, mientras que es en los sistemas microeconómicos donde se pueden encontrar las diferencias notables y la concepción del “yo”, otorgando una perspectiva más concentrada y cercana al individuo.
Así pues, volviendo a la definición de la RAE, cabe preguntarse cuáles son aquellos rasgos propios, perceptibles, que pueden ayudar a la persona a caracterizarse frente a los demás. Estos detalles, que pueden parecer asunto menor en comparación con los grandes indicadores mencionados anteriormente, son los que condicionan el desarrollo del autoconcepto, de gran importancia psicosocial.
El autoconcepto consiste en la autoconsciencia, en el sentimiento que uno o una tiene de ser una persona diferenciada del resto y de aquello que lo hace único o única. Por tanto, la sensación de pertenencia a un grupo o colectivo, si bien contribuye a construir una imagen de sí mismo, pierde valor al enfrentarse a valores emocionales que contribuyen a la personalidad. De este modo, se pueden destacar, a modo de ejemplo, otros tipos de identidad más acordes con la reflexión interna que a una persona le puede hacer sentir como un ser social pero diferenciado del resto.
- Identidad de género. Conflictivo en cuanto a la aceptación social, por aquellos que no quieren abandonar el espíritu tradicionalista de otras épocas. Este tipo de identidad es un derecho fundamental que nos permite decidir el género sexual propio o hacia el que se profesa atracción, debiendo ser libres para elegir ser heterosexual, homosexual, bisexual o transexual.
- Identidad familiar. Cada persona pertenece a un núcleo familiar y es parte del mismo, habiendo crecido en ese ámbito y nutriéndose de sus valores, positivos o negativos, aceptándolos o rechazándolos. Añadir que si bien la línea de sangre no se elige, en la actualidad el rasgo inherente a este concepto como es el parentesco, en ocasiones específicas pierde valor respecto a otros tipos de relación.
- Identidad social. Este tipo de identidad recoge ciertos rasgos de los identificadores de pertenencia contemplados anteriormente, pero se refiere en una mayor medida a las actitudes sociológicas derivadas del barrio o lugar al que se pertenece, aquel donde se aprenden valores como la convivencia, la empatía, el respeto, el compañerismo…
- Identidad aspectual: Con el pelo largo o corto, repeinado o con rastas, de traje o en chándal, piercings, tatuajes, barba, pelo teñido… Las posibilidades estilísticas en la actualidad son infinitas y nadie, repito, nadie es quien para juzgar los gustos de las personas. Una imagen vale más que mil palabras y cada cual decide cómo ha de ser su apariencia. Un aspecto chocante o un aspecto corriente, lo cierto es que poco hay más identificativo, al menos en una primera impresión, que la fachada que muestra una persona.
- Identidad personal: Relacionado con el autoconcepto, comprende aquellas actitudes y valores que uno o una asume interiorizadas y como parte de su ser, tales como la generosidad, el sedentarismo o el ímpetu por viajar, la impetuosidad o la reflexividad… La autoestima de cada persona determinará el grado que crea poseer de cada atributo.
Esta identidad moral nos acerca más al conocimiento específico de un determinado sujeto y a su diferenciación respecto al resto, considerando para ello, su personalidad, forma de ser y circunstancias.
Si bien, ante tantas consideraciones pareciera que el nombre completo de una persona carece de importancia, no deja de ser el instrumento mediante el que nos referimos a ésta, distinguiéndola del resto. Al hablar de Fulano, enseguida se remite a ese conjunto de cualidades que lo hacen único, creando una imagen visual del mismo, así como una impresión, favorable o desfavorable, determinada por sus rasgos específicos.
Por estos motivos, por ser el primer rasgo identificativo recibido al nacer, por servir como primera carta de presentación ante los demás, por evocar a la personalidad propia al ser referenciados sin estar presentes o por reunir en pocas palabras un sello personal y una referencia a nuestros antepasados, el nombre de cada persona tiene una importancia más allá de la que las instituciones, que nos ven como algoritmos, nos conceden. Por ello es importante la libertad a la hora de escoger, ya no sólo el nombre de nuestra progenie, ante lo cual aún se presentan obstáculos en ocasiones, sino el apellido que se decide ceder y el orden de los mismos. Porque como personas diferenciadas tenemos el derecho de decidir sobre nuestra familia, así como a decidir sobre nuestro nombre, teniendo mismamente un derecho pleno a modificarlo si con la mayoría de edad lo vemos conveniente. Porque esta reducción de libertad es tan incomprensible que incurre en un anacronismo cultural que nos remite a la perdurabilidad del patriarcado y, en consiguiente, a un vestigio del machismo tan ínfimo como innecesario. Por todo ello, y por mucho más, es de exigir la libertad individual de identidad, en el asunto que nos compete y en los que no. La defensa de la identidad personal, con nombre y apellidos.