Estoy aquí por un pacto que hice conmigo mismo hace ya bastantes años. En 2017, calculé cuándo sería el 50 aniversario de la Revolución de los Claveles. Supongo que también calculé mi edad y supongo que en ese momento era impensable visualizarme a punto de cumplir 32, pero aquí estoy. Por aquel entonces llevaba un diario, como el del intensito de Pessoa, que empecé a leer esta mañana, y ahora estoy escribiendo algo parecido.
He llegado al aeropuerto de Lisboa sobre las 12:00, en el mismo vuelo que un grupo de amigos con camisetas del Real Murcia y una despedida de soltero por delante. En lugar de coger el metro, decido empezar la jornada dando un paseo por Olivais Sul, el barrio en el que viví durante el año que trabajé en el call center de una conocidísima plataforma de streaming. Desde allí, autobús hasta la Praça do Comércio. Una temperatura estupenda. Como se podría esperar, primeras aglomeraciones de turistas. También, los primeros claveles rojos. Comienza mi peregrinación hasta la Parreirinha de Chile.
En una de las calles más concurridas, unas universitarias vestidas con ese traje parecido al de los tunos, tocan unas canciones libertarias ante un semicírculo de viandantes que se detienen a escucharlas. Dejo atrás el turisteo y subo por Almirante Reis: la gran vía de los pobres. En un documental sobre mi otro año aquí, el del Voluntariado Europeo, esta avenida chuparía cámara un buen rato.
Llego a la Parreirinha y la persiana del mítico bar de currelas está echada. Por la edad que tenían el dueño y su señora la última vez que estuve allí, sospecho que por jubilación y sin relevo generacional. Que me duele reconocerlo, pero el mundo cada vez mola menos y no hay lugar para sitios tan auténticos, ni si quiera en Portugal. Pero la vida sigue, y almuerzo en la barra del restaurante de al lado, de espíritu similar. En la tele, los diputados de Chega están abandonando la cámara del Congreso en directo mientras el resto canta ‘’Grándola Vila Morena’’. Doy un paseo de camino al hostel y paro en un bar cercano. Tomó un café solo, una copa de Beirão y un cigarro que saben a lo que debe saber el cielo de los portugueses. Estoy a dos calles del desfile y ahora sí que se ven claveles. Y banderas: de Portugal, de Palestina, rojas y del arcoíris. Una vez allí, al primer 25 de abril sempre, fascismo nunca mais, entro en catarsis y lloro. Pensaba que todo me resultaría más indiferente, pero algo ha hecho click y me ha reconectado con una parte de mi enterrada bajo capas y capas de desidia sistemática contra todo lo que esté barnizado en política. Aquí hay algo más. La gente llega hasta donde alcanza la vista, en ambas direcciones de la Avenida da Liberdade. Busco, pero no encuentro ni una flor en el suelo para engancharla en mi mochila.
Ando despacio, avenida abajo. En Rossio ya han empezado los conciertos. Paro un rato y, en seguida, me alejo del bullicio. Compro tres imanes: para casa, para el trabajo y para mis padres. Check. Me dirijo a mi punto favorito de Lisboa: Largo da Severa. Allí, una chica lee un libro. Yo hago lo mismo con el diario de Pessoa, en el banco diametralmente opuesto. La música de Tik Tok de un móvil cercano interrumpe el principio de una comedia romántica malísima. Continúo subiendo por la Alfama escondida, recordando momentos. Hoy es la memorabilia de un país entero y mía.
Bajo hasta Mouraria. Me siento dentro del anuncio xenófobo de Chega, en el que un candidato camina entre una multitud de inmigrantes procedentes de algún punto entre la India y China. Una mujer negra reprende a gritos a alguien por hacer fotos, recordándome a la frase de Tote King: ‘’no vayas de turista al gueto si no eres de allí’’. Aunque aquí sí puedes venir de turista, pero de fotógrafo de National Geographic, no.
De vuelta a Rossio, el ambiente festivo y entrañable típico de este día está multiplicado por 50. En un escenario, los niños de un colegio cantan un par de canciones conocidas, acompañados por bombo y guitarra. La plaza sonríe. Seguidamente, suben unos viejitos: señoras y señores con traje regional, miembros de un grupo tradicional de cante alentejano a entonar unas modas en honor a la Revolución. Una batucada al fondo de la plaza amenaza con joder la actuación. Me voy retirando, Avenida da Liberdade arriba, hacia el hostel. La manifestación parece no acabar nunca. Se suceden pancartas y colectivos hasta que, llegando a la calle por la que me tengo que desviar, un policía solitario personifica el fin de la fiesta.
Al día siguiente, quedaré con una antigua amiga. Iremos al British Bar, que cumplió 100 años en 2019. Hablaremos de la familia, del trabajo, de cómo ha cambiado la ciudad, de la gentrificación, de la guerra, de si ya ha se ha dado cuenta de lo malos que son los israelíes, de cómo pasa el tiempo y de las ganas que tiene de volver a Alemania. Nos acordaremos de aquella vez que vino a Murcia en agosto y el único sitio al que se podía ir por la noche era a la Taberna del Jesuso, con la persiana a medio bajar y los parroquianos invitándonos a fumar. Le contaré que no volvió a abrir después de la pandemia y nos reiremos por habernos convertido en dos viejos que hablan de cosas que ya no existen. Brindaremos a nuestra salud y el mundo seguirá girando después de despedirnos.
Estoy aquí por un pacto que hice conmigo mismo hace ya bastantes años. En 2017, calculé cuándo sería el 50 aniversario de la Revolución de los Claveles. Supongo que también calculé mi edad y supongo que en ese momento era impensable visualizarme a punto de cumplir 32, pero aquí estoy. Por aquel entonces llevaba un diario, como el del intensito de Pessoa, que empecé a leer esta mañana, y ahora estoy escribiendo algo parecido.
He llegado al aeropuerto de Lisboa sobre las 12:00, en el mismo vuelo que un grupo de amigos con camisetas del Real Murcia y una despedida de soltero por delante. En lugar de coger el metro, decido empezar la jornada dando un paseo por Olivais Sul, el barrio en el que viví durante el año que trabajé en el call center de una conocidísima plataforma de streaming. Desde allí, autobús hasta la Praça do Comércio. Una temperatura estupenda. Como se podría esperar, primeras aglomeraciones de turistas. También, los primeros claveles rojos. Comienza mi peregrinación hasta la Parreirinha de Chile.