A Óscar Urralburu nunca le interesó demasiado eso del cambio político en la Región de Murcia. En 2015 y después de casi 20 años residiendo aquí, donde llegó como profesor de secundaria en 1996, todavía seguía censado en su Navarra natal. Nunca votó, por tanto, en Murcia. Ni en los años del ladrillo del PP, en los que sus mayorías absolutas arrasaban con nuestro patrimonio natural, ni en los peores momentos de una crisis que llevó a miles de jóvenes murcianos al extranjero y dejó a otros tantos miles desahuciados y sin hogar.
A Óscar Urralburu tampoco le interesó mucho construir un Podemos con una verdadera implantación en la Región. Después de cinco años apenas cuenta con representación en cinco consistorios (Murcia, Cartagena, Molina, San Javier y Fortuna). Podrían haber sido dos más de haber ido en coalición con Izquierda Unida en las elecciones de mayo, pero desde ambas direcciones se hizo todo lo posible para frustrar un acuerdo. La división recuperaría a votantes de ambas formaciones procedentes de la abstención, decían entonces. Poco más o menos como ahora. El resultado ya lo conocemos. Un desastre en las elecciones municipales y solo dos diputados en la Asamblea Regional, los dos que ahora se apean, frente a los seis que sumamos en 2015 al calor de la irrupción de Pablo Iglesias en la política nacional. Si en mayo hubieran sabido que se iban con Errejón y que debilitar a Unidas Podemos para intentar ocupar su lugar sería su misión, no lo hubieran hecho mejor.
A Óscar Urralburu no le interesó ni siquiera construir algo así como un partido. La actualidad de Podemos era la agenda de Óscar Urralburu, arrinconando a su propio equipo en la Asamblea Regional. Ni rastro de los círculos, comisiones de trabajo y grupos municipales, condenados al ostracismo. El mismo que en Vistalegre II pedía un Podemos coral, copaba el 99% de las noticias del partido en la Región. Un partido transformado en photocall y agencia de publicidad de un proyecto meramente personal, como demuestra su carta de despedida: “Me acompañan en esta decisión todos los cargos y trabajadores que han formado parte del proyecto que hasta hoy he encabezado”. Como un auténtico faraón, que se entierra con su harén y su corte. Lo que demuestra bien a las claras una dinámica atroz: para trabajar en Podemos no se valoraba especialmente la cualificación profesional o una lógica simpatía hacia el proyecto político sino, ante todo, el carnet de urralburista. Demencial.
Los faraones de Egipto nos dejaron al menos grandes obras que hoy son patrimonio de la humanidad. ¿Qué nos deja el urralburismo en la Región? Volcó sus esfuerzos en la Asamblea Regional, una estrategia que atentaba contra toda lógica, dada la mayoría de centro-derecha, olvidando a los movimientos sociales, los barrios y los municipios. De la Asamblea apenas han salido un par de iniciativas que, con el PP en el ejecutivo, son poco más que papel de fumar. La eliminación de los aforamientos, una medida puramente cosmética a la que se subió la derecha al completo, la misma que bloquea su aprobación en el Congreso a nivel estatal. Una ley de medidas urgentes para el Mar Menor, que dos años después siguen siendo ciencia ficción. Y una ley de senderos, esos grandes olvidados que, sin duda, son los que verdaderamente le quitan el sueño a los miles de murcianos que buscan un empleo y sufren la precariedad. ¡Pobre balance!
Pero aún hay más. La única lucha social en la que verdaderamente se implicó al partido, la del soterramiento, se puso en bandeja a un Diego Conesa que aún debe de estar preguntándose por qué Urralburu le levantó el brazo en las vías, en señal de triunfo y ante cientos de cámaras: la viva imagen de Foreman inclinándose ante Mohamed Ali. Una metáfora sin duda de lo que nos espera en las relaciones entre el viejo PSOE y este nuevo Más País.
La reacción de las bases, acabado el faraón, no ha podido ser más significativa: cientos de mensajes de apoyo a la nueva gestora, encabezada por los hasta ahora vetados Javier Sánchez y María Marín, nueva portavoz en la Asamblea Regional; comentarios bastante hirientes en redes contra Urralburu y Giménez, que tuitean poco o nada ante tal chaparrón, limitándose a aparecer en los medios de la derecha regional (¡curioso amor!); decenas de personas que recuperan las ganas de aportar y la ilusión y una asamblea el pasado sábado, que fue multitudinaria y que dejó pequeña la sede regional de la calle Cartagena. Este es precisamente el verdadero legado de Podemos, su gente y su infinita capacidad de resistencia, precisamente lo que Óscar Urralburu, enamorado sólo de sí mismo, nunca supo valorar.
A Óscar Urralburu nunca le interesó demasiado eso del cambio político en la Región de Murcia. En 2015 y después de casi 20 años residiendo aquí, donde llegó como profesor de secundaria en 1996, todavía seguía censado en su Navarra natal. Nunca votó, por tanto, en Murcia. Ni en los años del ladrillo del PP, en los que sus mayorías absolutas arrasaban con nuestro patrimonio natural, ni en los peores momentos de una crisis que llevó a miles de jóvenes murcianos al extranjero y dejó a otros tantos miles desahuciados y sin hogar.
A Óscar Urralburu tampoco le interesó mucho construir un Podemos con una verdadera implantación en la Región. Después de cinco años apenas cuenta con representación en cinco consistorios (Murcia, Cartagena, Molina, San Javier y Fortuna). Podrían haber sido dos más de haber ido en coalición con Izquierda Unida en las elecciones de mayo, pero desde ambas direcciones se hizo todo lo posible para frustrar un acuerdo. La división recuperaría a votantes de ambas formaciones procedentes de la abstención, decían entonces. Poco más o menos como ahora. El resultado ya lo conocemos. Un desastre en las elecciones municipales y solo dos diputados en la Asamblea Regional, los dos que ahora se apean, frente a los seis que sumamos en 2015 al calor de la irrupción de Pablo Iglesias en la política nacional. Si en mayo hubieran sabido que se iban con Errejón y que debilitar a Unidas Podemos para intentar ocupar su lugar sería su misión, no lo hubieran hecho mejor.