Empresas que contaminan el mar con sus vertidos, políticos cómplices, vecinos que ven con claridad lo que sucede pero permanecen callados y dejan hacer. Esto ya ocurrió en la Región de Murcia entre 1957 y 1990; fue en la bahía de Portmán. Allí, el desastre medioambiental, se dice que el mayor del Mediterráneo, sigue sin encontrar remedio 29 años después.
En otro lugar quise encontrar una explicación a las actitudes de los vecinos de Portmán, primero ante los vertidos de residuos mineros que de forma evidente colmataban la bahía y después ante los posibles proyectos de regeneración ambiental y recuperación de la bahía.
De manera muy resumida podemos decir que desde la empresa contaminante, la multinacional Peñarroya, con el apoyo más o menos militante de políticos de diferentes ámbitos y de los medios de comunicación regionales, se promovió una visión de la realidad en la que la contaminación del mar y la colmatación de la bahía era un mal menor frente a las promesas de desarrollo y bienestar económico.
Desde luego existía una base material para esta visión. Cientos de familias dependían de los trabajos de Peñarroya. La minería era uno de los motores económicos de la región y el control de tipo caciquil ejercido por la multinacional y sus representantes limitaba, o directamente cercenaba, la aparición de alternativas económicas y de discursos públicos disidentes. El sentido común decía: “sin vertidos no hay minería, sin minería no hay trabajo y sin trabajo…”.
Pero el llamado sentido común, aquí se ve con claridad, habitualmente no es otra cosa que un disfraz de la ideología dominante y por lo tanto del poder. Hizo falta no ya que el desastre medioambiental alcanzase proporciones bíblicas, como está ocurriendo en el Mar Menor, sino que la minería se hiciese inviable, la economía local quebrase y el control caciquil de Peñarroya desapareciese para que la actitud vecinal, y con ella el sentido común, cambiase. Por lo sufrido y el tiempo transcurrido, parece que el cambio fue en una dirección poco atractiva para quienes deben financiar los proyectos de regeneración.
De algún modo, el Mar Menor y la comarca del Campo de Cartagena tomaron el relevo de Portmán y su bahía. Donde antes estaba el monopolio minero de Peñarroya ahora encontramos el oligopolio de GS España, Inagrup, Ciky Oro, Vanda agropecuaria y otras pocas grandes empresas multinacionales. Por su parte, políticos de todos los niveles y medios de comunicación han contribuido a construir y fijar ese sentido común que dice que “la agricultura es el motor y la gran riqueza de la economía regional y por tanto no solo es intocable, sino que se deben apoyar todas sus reivindicaciones y aceptar sus defectos, porque de lo contrario…”. Incluso aunque este sentido común suponga mirar para otro lado cuando la explotación de los trabajadores es salvaje y la agresión medioambiental está a punto de acabar con un ecosistema que fue extraordinariamente rico y valioso. Para los gobiernos regionales lo único importante ha sido mantener una ficción de marketing ambiental que no ahogase a la industria turístico/inmobiliaria -su otro gran apoyo, tan depredador e irresponsable como la agroindustria-, algo en lo que son expertos, pues prácticamente todas sus medidas estrella de los últimos treinta años han sido eso, puro marketing.
Si las grandes empresas de la agroindustria son las ejecutoras de los crímenes ambientales, el principal cómplice tiene nombres y apellidos: Ramón Luis Valcárcel. Y junto con él todos los consejeros que han pasado por sus gobiernos y sus herederos políticos, pero también los diferentes alcaldes de los municipios y la inmensa mayoría de los concejales de la comarca desde hace al menos treinta años, con excepciones tan minoritarias como honrosas. Por su parte, sería injusto culpar al grueso de la población de algo más que de, muy legítimamente, preocuparse por su bienestar más inmediato y no rebelarse en un entorno en el que quienes se rebelan quedan señalados y con frecuencia son castigados social y laboralmente.
Ante ellos se ha esgrimido recurrentemente la figura de un ser casi mítico: el pequeño agricultor asfixiado por la falta de agua o al borde de la ruina por los bajos precios de las últimas cosechas, pero que con su sacrificio ayuda a toda la Región. La realidad es que la mayoría de estos pequeños agricultores o bien vendieron hace tiempo o bien compraron y se transformaron en empresarios agroindustriales. Las quejas de los pocos que se encuentran a medio camino pueden ser comprensibles, pero, en general, guardan poca relación con la realidad.
Y, sin embargo, sigue usándose al mítico pequeño agricultor. Y volverán a intentar usarlo para justificar una complicidad -inacción en el mejor de los casos- que solo beneficia a unas pocas grandes empresas. Para el resto, queda una explotación laboral desmedida en los campos y en los almacenes, una estructura económica de tintes neocoloniales y otro desastre medioambiental que podríamos arrastrar durante décadas.
El colapso del Mar Menor puede arruinar la industria turística de la comarca. La recuperación de destinos como Los Alcázares será sin duda muy complicada. Pero también puede castigar a una agricultura básicamente exportadora cuya responsabilidad en el desastre puede acarrear muy mala prensa internacional. En nuestra mano está que la historia no se repita punto por punto. Un nuevo sentido común, con todas sus consecuencias, puede construirse desde un desastre tan evidente y que afecta tan de lleno y por tantos ángulos a una población ya de por sí castigada. Un buen comienzo sería llenar las calles, organizarse y desconfiar de quienes nos han traído hasta aquí. O actuamos ahora o nos lamentaremos muy pronto, como todavía lo hacen en Portmán.