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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Mataderos de cristal

Domingo de finales de enero, a esa hora de la mañana en que la gente de bien puede beber alcohol sin que le miren raro. O, si lo preferís, domingo a la hora del aperitivo.

Íbamos recorriendo la 'Ruta del Peluche'. No os voy a explicar por qué la llamamos así (si tenéis curiosidad, podéis preguntar), pero os cuento en qué consiste: vamos pedaleando por la playa, y de vez en cuando nos detenemos en un chiringuito o terraza a tomar una tapa con un vermú (o una caña, o un vino; hay incluso quien se pide un Bitter Kas).

En el último tramo de la ruta nos reunimos con una buena amiga y su hijo de 7 años. Realizamos la parada de avituallamiento y apareció por allí un hombre tocando un acordeón. No lo hacía mal.

El hijo de mi amiga se había sentado a mi lado, como siempre. Se me acercó al oído y me susurró: “¿Sabes qué? Toca para que le den dinero”. Lo dijo como si fuera algo malo.

Pagamos la cuenta y seguimos el paseo en bici. Al pasar junto al hombre le di una moneda. Los demás iban delante y no se percataron, pero el niño se dio cuenta (a los críos no se les escapa una), y cuando llegué a su altura me reprochó: “¿Por qué le das dinero?” Le expliqué que había personas que estaban peor que nosotros y necesitaban ayuda. Y me contestó con lo que me pareció un pensamiento prestado, adulto, posiblemente escuchado en casa: “Sí tienen dinero, piden para ahorrar más”.

Seguimos nuestra ruta peluchera. En la siguiente parada, mientras las chicas descansaban en un banco, cara al sol, charlando y contemplando las evoluciones de los flamencos (me refiero a las aves), a mí me tocó jugar con el hijo de mi amiga. Lo hago de buen grado, aunque a veces me apetezca otra cosa, porque me acuerdo de cuando tenía su edad y me aburría sentado con los mayores. También porque no tengo contacto con niños demasiado a menudo, y los pillo con más ganas que otros adultos.

Estuvimos echando carreras (siempre me gana, su bici corre más), le puse el pañuelo de su madre a lo saharaui, y afinamos la puntería con una versión del juego de la herradura que inventé con el candado de su bici y un mojón de madera.

Al final nos entró hambre y fuimos a comer a la terraza de la lonja. El niño pidió que le pidieran una hamburguesa (solo queso y 'ketchup', sin lechuga ni tomate ni cebolla ni mayonesa) y calamares a la romana.

Cuando alabé el sabor de las sardinas a la plancha, el crío observó el plato del centro de la mesa, donde las sardinas hacían cola para ser engullidas, y me dijo, con la boca llena y tono de lástima (quizás se acordó de Buscando a Nemo): “¿Sabes que esos pececitos estaban nadando en el mar?”.

Sonriendo, le señalé su hamburguesa: “Tienes razón, pero ¿la vaca que te estás comiendo, no te da pena?”.

El chaval me miró como si le hubiera dicho que entre pan y pan tenía un trozo de dinosaurio. Su cara de sorpresa me hizo reír. Por más que insistí, se negaba a aceptar ninguna relación entre su hamburguesa y las vacas. En un momento de duda miró a su madre, y esta le dijo que no me hiciera caso, que ya sabía “cómo era Salva”, le estaba tomando el pelo.

Tampoco se creyó que esos anillos tan divertidos y sabrosos que masticaba con fruición eran el cuerpo troceado de un animal que esa mañana nadaba feliz en el mismo mar que las sardinas.

Como el alcohol iba haciendo su efecto, mi novia cantó:

En el prado la vaca hace muu

En el prado la vaca hace muu

El granjero le machaca la cabeza

Y de ahí sale la hamburguesa

Y dejamos el asunto porque la madre se puso seria, “a ver si el niño va a dejar de comer carne por vuestra culpa”.

Esto me ha hecho pensar. Como todos, he escuchado esas bromas que dicen que los niños del siglo XXI creen que la carne y la leche y la fruta se fabrica en el Mercadona, pero hasta este domingo no me había dado cuenta de que la broma no es tan disparatada.

Al no tener hijos ni sobrinos no estoy en contacto con el sistema educativo infantil, pero no acabo de entenderlo ¿Es que no les llevan a una granja o algún sitio similar, con animales en semilibertad, como nos llevaban a nosotros? ¿Tampoco a la fábrica de carne? ¿Ya no se organizan esas excursiones escolares?

Cuando yo era niño, además, estaban las visitas familiares a mis tíos de La Palma, donde vi más de una vez, con repulsión, matar y desollar el conejo que luego nos comeríamos con el arroz. Entiendo que ahora los críos estén más alejados del mundo rural, pero ¿ni una excursión? ¿Ni una mención en el colegio? ¿Nada en los libros? No hace falta que salgan imágenes gore, pero qué menos que un esquema, el dibujito de una vaca en el prado y al lado el de un filete en un plato, por ejemplo. Y lo mismo con los huevos y la leche y el zumo de naranja.

De vuelta a casa, después de parar en otra terraza a tomar el café y el postre y jugar con el niño a su libro de adivinanzas, me acordé de aquel cuento de Coetzee, El matadero de cristal.

Os dejo un fragmento del comienzo:

“Se me ocurrió que la gente tolera la matanza de animales porque no ve nada de lo que pasa. No ve, ni oye, ni huele. Se me ocurrió que si hubiera un matadero en funcionamiento en medio de la ciudad, donde todos pudieran ver y oler y oír lo que pasa dentro, la actitud de la gente podría cambiar. Un matadero de cristal. Con paredes de cristal”.

Domingo de finales de enero, a esa hora de la mañana en que la gente de bien puede beber alcohol sin que le miren raro. O, si lo preferís, domingo a la hora del aperitivo.

Íbamos recorriendo la 'Ruta del Peluche'. No os voy a explicar por qué la llamamos así (si tenéis curiosidad, podéis preguntar), pero os cuento en qué consiste: vamos pedaleando por la playa, y de vez en cuando nos detenemos en un chiringuito o terraza a tomar una tapa con un vermú (o una caña, o un vino; hay incluso quien se pide un Bitter Kas).