En su ‘Escuela de mandarines’ (1974), el escritor caravaqueño Miguel Espinosa sostenía que “la casta que sistemáticamente engrandezca al bobo, reinará perpetua, porque los memos solo piden beneficios y rito”. Y concluía que la Gobernación no necesita intelectos, sino sumisiones.
Habitamos un país en el que los discursos se construyen a golpe de tuit y no desde la tribuna del Parlamento; donde la manija no la suelen llevar los mejores sino los más oportunistas; donde la mediocridad es la norma, y la excelencia, la excepción; y donde no ha lugar para la verdad que, como en el caso del poder, era para Espinosa “esa pelandusca manoseada por la gentecilla”.
Muchos son los que aún creen que los problemas se solucionan tan solo votando cada equis tiempo. Ya hemos visto lo que el actual sistema electoral ha resuelto con ese procedimiento últimamente en nuestro país. Y es que no es lo mismo votar sin juicio aparente que hacerlo en calidad de electores informados. Vivimos en un país donde por lo general se vota a las siglas, sin detenerse no ya a ojear el programa, hecho para no cumplirse, que dijo el viejo profesor, sino a mirar por encima el pedigrí del candidato. La inteligencia nada engendra sino rebeldía, aseguraba Espinosa en su vasta obra, pero la necedad enmucetada y condecorada produce colaboracionistas, aseveraba concluyente. Y resolvía: “Los más sabios guiñan el ojo y confiesan: mejor es que haya tontos”.
Un país que llevaba camino de convertirse en una versión revisada y actualizada de la Italia de la Tangentópolis, no puede por más que ir al psicoanalista y autoanalizarse. La corrupción emana de sus mismas entrañas desde que, ya en los ochenta y con honrosas excepciones, cualquier concejal de Urbanismo de cualquier municipio, por pequeño que este fuera, accedía al cargo con un piso de protección oficial y un turismo de una decena de años de antigüedad y salía de él con un chalet con piscina y un coche de alta gama. Ya lo vaticinó Espinosa en la década anterior, al concluir que “la más alta forma de corrupción consiste en pudrir el entendimiento, a fin de que solo pretenda dar o defender intereses”.
Vivimos, nos cueste o no creerlo, en una sociedad hipermaterialista, donde prima el tanto tienes, tanto vales, frente al tanto sabes. Es aquello de las apariencias que, en términos maquiavélicos, supone que pocos vean en nosotros lo que somos, pero muchos lo que aparentamos. O, si se quiere, en máxima calderoniana, que no tanto finjamos lo que somos sino que seamos lo que fingimos.
Releer hoy a Miguel Espinosa nos conduce a volvernos a preguntar a cuánto ascendió el precio de la esperanza y de la gloria. Y a colegir que fueron los materialistas los que nos trajeron esta inflación de virtudes que soportamos.
En su ‘Escuela de mandarines’ (1974), el escritor caravaqueño Miguel Espinosa sostenía que “la casta que sistemáticamente engrandezca al bobo, reinará perpetua, porque los memos solo piden beneficios y rito”. Y concluía que la Gobernación no necesita intelectos, sino sumisiones.
Habitamos un país en el que los discursos se construyen a golpe de tuit y no desde la tribuna del Parlamento; donde la manija no la suelen llevar los mejores sino los más oportunistas; donde la mediocridad es la norma, y la excelencia, la excepción; y donde no ha lugar para la verdad que, como en el caso del poder, era para Espinosa “esa pelandusca manoseada por la gentecilla”.