Hace tiempo que a la política dejaron de desembarcar los mejores y que esta se convirtió en terreno abonado para los oportunistas. Si algo bueno extrajimos de la Transición fue que a la vida pública se incorporó a gente válida, que quería hacer cosas buenas por su país aun a costa de resultar perjudicados económicamente al abandonar sus profesiones. Aquello duró lo que duró ya que muchos regresaron a sus oficios anteriores, desencantados ante el cariz que tomaba la cosa; el momento en que la política fue tomada casi al asalto por toda suerte de advenedizos que en ella hallaron caldo de cultivo para medrar y prosperar, lo que en otras disciplinas nunca hubieran alcanzado.
Los ayuntamientos, especialmente, fueron pasto preferido de estos especímenes, existiendo municipios donde un concejal de Urbanismo podía acceder al cargo conduciendo un modesto utilitario, con media docena de iteuves a sus espaldas, y al poco se le veía tripulando por las calles del pueblo un Porsche Cayenne, síntoma evidente del nuevo rico. Aunque tampoco habría que generalizar y caer en el tópico de que todos eran/son iguales. Siempre hubo excepciones en toda regla. Esta amalgama de oportunistas derivó en la potestad de atesorar para sí un carácter patrimonialista de los cargos. Muchos se convencieron de que el pueblo los elegía por sus méritos y no tanto por formar parte de una candidatura amparada en unas siglas. La legislación les otorgó patente de corso el día en que se dictaminó que el sillón, obtenido en una contienda electoral, pertenecía al individuo y no al partido, circunstancia que dio alas a los arribistas para hacer gala de que, con su acta, podían hacer lo que les saliera de sus adentros si alguna vez decidían poner tierra de por medio. “Ande yo caliente y ríase la gente”, sería el lema que colocarían en el frontispicio de sus presuntas conciencias.
En el Congreso de los Diputados se constituyó hace tiempo un denominado Pacto contra el Transfuguismo, loable iniciativa sobre la que todos hemos visto en estos días que no ha dejado de ser otra cosa que papel mojado. Sus integrantes no se pusieron de acuerdo la semana pasada sobre si calificar o no de tránsfugas a los diputados de Ciudadanos que no respaldaron la moción de censura en la Región de Murcia y se integraron en el Gobierno autonómico tentados por el PP. No hubo unanimidad, al desmarcarse este último partido en el citado órgano, y optaron por pasarle la patata caliente a un comité de expertos para que dilucide al respecto.
En 1993 viví muy de cerca un episodio similar en Aragón. Allí gobernaban los regionalistas del PAR y el PP y lo hacían coaligados. A mitad de la legislatura, los socialistas decidieron presentar una moción de censura y proponer a su candidato. Con los 30 diputados que tenían y los 3 de IU no sumaban, ya que les faltaba uno para desequilibrar la balanza izquierda/derecha. Convencieron a uno del PP para que se desmarcara y vaya si lo consiguieron. Cayó aquel gobierno y entró el PSOE a dirigir la Diputación General de Aragón. En la siguiente convocatoria electoral, la de 1995, el PP casi dobla su representación parlamentaria, mientras los socialistas perdieron más de una decena de escaños.
Dicen que los experimentos con tránsfugas no suelen salir bien y que ese fue un claro ejemplo. Sin embargo, hay lugares donde aunque la gente viera con sus propios ojos que la están esquilmando, sería capaz de seguir votando siempre lo mismo. Son sitios donde el mérito no radica solo en las artimañas del gobernante para embaucar a su electorado con discursos más o menos paternales al tiempo que victimistas. Es también una tierra abonada a que la oposición no suela ejercercitarse como tal, limitándose a emprender luchas cainitas y a mirarse demasiado el ombligo, esperando quizá una carambola del destino, que nunca llega a materializarse, sin comprender que, como sentenció el sabio Marco Aurelio, la mejor venganza siempre suele radicar en abstenerse de la imitación.
Hace tiempo que a la política dejaron de desembarcar los mejores y que esta se convirtió en terreno abonado para los oportunistas. Si algo bueno extrajimos de la Transición fue que a la vida pública se incorporó a gente válida, que quería hacer cosas buenas por su país aun a costa de resultar perjudicados económicamente al abandonar sus profesiones. Aquello duró lo que duró ya que muchos regresaron a sus oficios anteriores, desencantados ante el cariz que tomaba la cosa; el momento en que la política fue tomada casi al asalto por toda suerte de advenedizos que en ella hallaron caldo de cultivo para medrar y prosperar, lo que en otras disciplinas nunca hubieran alcanzado.
Los ayuntamientos, especialmente, fueron pasto preferido de estos especímenes, existiendo municipios donde un concejal de Urbanismo podía acceder al cargo conduciendo un modesto utilitario, con media docena de iteuves a sus espaldas, y al poco se le veía tripulando por las calles del pueblo un Porsche Cayenne, síntoma evidente del nuevo rico. Aunque tampoco habría que generalizar y caer en el tópico de que todos eran/son iguales. Siempre hubo excepciones en toda regla. Esta amalgama de oportunistas derivó en la potestad de atesorar para sí un carácter patrimonialista de los cargos. Muchos se convencieron de que el pueblo los elegía por sus méritos y no tanto por formar parte de una candidatura amparada en unas siglas. La legislación les otorgó patente de corso el día en que se dictaminó que el sillón, obtenido en una contienda electoral, pertenecía al individuo y no al partido, circunstancia que dio alas a los arribistas para hacer gala de que, con su acta, podían hacer lo que les saliera de sus adentros si alguna vez decidían poner tierra de por medio. “Ande yo caliente y ríase la gente”, sería el lema que colocarían en el frontispicio de sus presuntas conciencias.