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El mito de la libertad soberana

Fotografía aérea de archivo de un bosque de aguajales, una palmera de los humedales cercanos a la localidad de San Lorenzo, en la provincia del Datem del Marañon, en la Amazonía peruana. EFE/ Paolo Aguilar

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No hay nada más ridículo ni más peligroso que la exaltación de la libertad soberana del yo. Sin embargo, ese es el fundamento ideológico último del sistema social en que vivimos, el llamado capitalismo «liberal» y, más recientemente, «neoliberal».

Por supuesto, se trata de una ficción históricamente construida. Aunque tiene su origen en las sociedades estamentales y patriarcales de la Antigüedad greco-latina y de la Edad Media judeo-cristiana, comenzó a ser desarrollada en los primeros siglos de la época moderna, coincidiendo con el nacimiento del capitalismo euro-atlántico, y acabó siendo enaltecida al máximo en la época romántica. Son muchos los estudios críticos que se han realizado sobre la génesis de la subjetividad moderna y sobre el mito de la libertad soberana. Basta pensar en los trabajos históricos y antropológicos de Louis Dumont, Michel Foucault, Charles Taylor, Almudena Hernando, Andrea Wulf, etc.

La fantasía masculina y señorial del sujeto libre y soberano es una invención reciente, pero ha logrado imponerse en todo el mundo como la realidad más real. La paradoja es que la inmensa mayoría de quienes comulgan con ella son simples esclavos obligados a girar día tras día en la rueda imparable de la producción y del consumo sin límites.

Sólo unos pocos tiranos multimillonarios pueden permitirse hoy el lujo de contemplar desde lo alto de su inmenso poder el movimiento cada vez más frenético de la rueda en la que giran como autómatas «libres» miles de millones de seres humanos. Esto es lo que Lewis Mumford llamó la «megamáquina» del poder tecnopolítico. Ante la creciente amenaza de un colapso ecológico global, Douglas Rushkoff nos ha contado las delirantes «fantasías escapistas de los milmillonarios tecnológicos» que pretenden salvar su propio pellejo y el de su familia aunque perezca la mayor parte de la humanidad.

En cuanto a los siervos que se creen «libres», no puedo dejar de recordar el Discurso de la servidumbre voluntaria, escrito por Étienne de La Boétie a mediados del siglo XVI, justamente en los inicios del capitalismo moderno y de los imperios coloniales europeos. En 1984, hace ahora cuarenta años, publiqué un artículo titulado «Moro, Maquiavelo, La Boétie. Una lectura comparada», en el que analizaba de manera crítica los tres textos inaugurales del pensamiento político moderno: la Utopía de Tomás Moro, El príncipe de Nicolás Maquiavelo y el Discurso de la servidumbre voluntaria de La Boétie.

La cuestión que hemos de plantearnos hoy es ésta: ¿por qué lo llaman «libertad» cuando quieren decir «privilegio»? En efecto, cuando la libertad de unos pocos se conquista y se sustenta sobre la servidumbre de la inmensa mayoría, no debemos llamarla libertad sino tiranía, dominación y privilegio. Tanto la palabra latina libertas como la griega eleuthería proceden de la raíz indoeuropea leudh, que significa «crecer», subir, elevarse, como hacen las plantas. En muchas lenguas, esta raíz dio origen a términos como leudho- y leudhi-, que significan «gente», etnia, pueblo o comunidad política; y también dio origen al término leudhero, que nombra la condición libre de las personas pertenecientes a dicha etnia o pueblo. Por eso, tanto eleuthería como libertas aluden al estatuto superior o «elevado» de los miembros de una comunidad soberana, por oposición al estatuto inferior o «rebajado» de las personas y comunidades subalternas.

En su obra Leyes, Platón establece una distinción entre el hombre libre (eleutheros) y el esclavo (doulos) o el no libre (aneleutheros). Porque la eleuthería griega, como la libertas romana, era la condición política de los señores, es decir, los varones adultos que gozaban de plenos derechos cívicos y no estaban sometidos al dominio de nadie, por oposición a las mujeres, los niños, los esclavos, los súbditos de una tiranía o los pueblos sometidos. Por eso, ambos términos se utilizaban para nombrar a los pueblos soberanos y a los ciudadanos de pleno derecho que formaban parte de ellos.

El origen histórico de la palabra «libertad» remite, pues, a la condición de quienes gozan de un estatuto privilegiado por pertenecer a una comunidad o a un estamento social que ejerce un dominio coactivo sobre un territorio y sobre los humanos, los demás animales y las plantas que lo pueblan. Lo propio del hombre «libre» no es una situación de autarquía o autonomía de un yo soberano, como suelen creer los que se autodenominan «liberales», sino más bien una situación de jerarquía o privilegio en la que los amos, dueños y señores son sustentados por el trabajo de otras personas no libres: mujeres, siervos, esclavos, inmigrantes «sin papeles», empleados asalariados, etc.

Por eso, no es extraño que la libertad soberana del yo, enarbolada por los liberales como un dogma sagrado, esté inseparablemente ligada al dogma no menos sagrado del dominio soberano de los estados del Norte global, no sólo sobre su propia población y su propio territorio sino también sobre las poblaciones y territorios del Sur, sometidos desde hace siglos a un régimen de dominación, dependencia, esclavitud y expolio. Hay una relación histórica muy estrecha entre el liberalismo y el esclavismo modernos, como puso de manifiesto Domenico Losurdo en su Contrahistoria del liberalismo.

Esta doble cara del mito de la «soberanía» -la libertad soberana del sujeto y el dominio soberano del Estado, que se remiten entre sí en todos los teóricos del contrato social- ha dominado la historia del pensamiento y de las instituciones políticas del Occidente euro-atlántico. Hoy, en la época del Antropoceno, ante la creciente interdependencia entre todos los pueblos del Norte y del Sur globales, y ante la creciente ecodependencia entre los seres humanos y la biosfera terrestre, hemos de problematizar el concepto ético y político de la libertad soberana. Esto es lo que vienen haciendo en las últimas décadas las teóricas y activistas del feminismo, el ecologismo y el decolonialismo.

Mencionaré sólo un ejemplo: el reciente libro de Pierre Charbonnier, Abundancia y libertad, de próxima aparición en La Oveja Roja. Este filósofo francés nos propone una reconsideración histórica y crítica del concepto moderno de libertad y de todas las categorías políticas, jurídicas y económicas vinculadas con él (soberanía, democracia, abundancia, bienestar, justicia, revolución, etc.), una vez que el mito capitalista del «crecimiento ilimitado» ha chocado con los límites biofísicos del planeta Tierra.

No es ninguna casualidad que la gran ola reaccionaria de la derecha y la ultraderecha esté avanzando en todo el mundo enarbolando la bandera de la «libertad» soberana, precisamente para negar tanto la interdependencia como la ecodependencia, tanto la exigencia de una justicia social global como la urgencia de la transición ecológica, que son precisamente las únicas que pueden garantizar la existencia de una humanidad libre, pacífica y solidaria en una Tierra habitable para todos los seres vivientes.

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