Entre diputados regionales déspotas, caciques de medio pelo y comunicadores sin ética, aquellos que ejercen el poder pretenden construir un imaginario colectivo desde sus parámetros y depurar una idea de murcianidad en semejanza a aquello que les define. Los crápulas de las élites murcianas, intentan eliminar todo lo que amenaza a su identidad. De ese modo, se busca eliminar la pluralidad de relatos y fomentar una actitud sumisa respecto a un relato único.
Un ejemplo de ello es la impunidad que sienten aquellos que vociferan un relato de tintes franquistas en la Murcia del 2020. Las instituciones culturales han ejercido una manipulación constante sobre aquello que es comunitario y lo han impregnado de un sentido religioso muy determinado desde un carácter antidemocrático. Así, la reciente crítica que espetó el diputado popular Juan Guillamón Álvarez sobre Joaquín Sánchez lo evidenciaba, acusando al mosén de no diferenciar entre buenos y malos y de estar guiado por un obsesivo comunismo. Lo que podía ser un ataque puntual, encierra una disposición social autoritaria que se lleva gestando más de 80 años en nuestra región.
Tras el golpe de Estado de 1936, mientras se producía un genocidio ideológico, el catolicismo y el falangismo controlaron las instituciones culturales y marginaron las tradiciones que tenían alguna conexión con el régimen republicano, ya fuera el liberalismo, el laicismo, el marxismo o el socialismo democrático. Debemos recordar que Pedro Laín Entralgo, viajó al Tercer Reich en 1940 para entablar un intercambio de políticas culturales, también tengamos presente que durante la década de 1950 se establecieron con fuerza las teorías de higiene mental de Vallejo-Nágera y López Ibor. Este es el marco que probablemente impulsa las palabras expresadas por Juan Gullamón Álvarez y las cuales suenan de “sentido común” en el día a día de algunos de los foros más rancios de nuestras tierras.
Otras de las mentiras aprendidas que hay detrás de las lógicas que proporcionan el ataque a Joaquín Sánchez es el modo en que se alinean comunismo y dictadura de un modo falaz y torticero. Aquí radica una de nuestras grandes diferencias con el resto de Europa, mientras las constituciones europeas después de la Segunda Guerra Mundial nacen desde un sentimiento antifascista impulsado por las voces de comunistas y demócratas cristianos, en España el fascismo nunca fue derrotado.
Quién lea estas líneas imputándome una dialéctica de la venganza estará muy equivocado. Debemos denunciar lo siguiente: el Estado no confía en su pueblo y por ende es tratado de forma infantil constantemente, una cosa que ha sucedido tanto en tiempos de la Segunda República como posteriormente. El drama social murciano alcanza un sentido trágico cuando se observa que el relato nacionalcatólico que las élites han promulgado es atravesado por un Estado que tiende a vigilar, controlar y coaccionar.
Así, durante la Segunda República, la legislación laica por parte del Estado condujo a una mirada institucional que pretendía desplazar y ocultar la idea de la Navidad para dar protagonismo a la fiesta del Niño. En Murcia, durante el año 1937, la fiesta del niño tenía como acto principal el reparto de juguetes para los niños alojados en los albergues de refugiados, un acto organizado mediante suscripción popular. Un año más tarde, para la Fiesta del Niño se nombró una comisión compuesta por todos los partidos y organizaciones antifascistas, teniendo en el centro otra vez a los infantes. A pesar de tener un horizonte democrático, la imposición legislativa volvió a dejar en evidencia una falta de pluralidad vital para construir un sentido de colectividad integrador.
Mimetizando la condescendencia que las élites han ejercido durante décadas, muchos de nosotros hemos tendido a desconfiar de nuestros conciudadanos. Es muy complicado confiar sin prejuicios en los otros cuando no estamos acostumbrados a ejercer la libertad, la coerción legislativa ha impedido que brote la responsabilidad cívica desde nuestro interior.
Uno de los grandes éxitos de aquellos que ejercen el poder es la imposición de una constante mirada de desconfianza al pueblo, en estos momentos de pandemia no paramos de acusarnos de irresponsables entre dominados. Para ello, muchos medios nos han mostrado una y otra vez casos que se han elevado a la totalidad, es decir, si un grupo de jóvenes incumplía cierta normativa, de forma inmediata se imputaba la falta a la juventud en su conjunto. ¿Cómo calibrar si el pueblo puede llegar a ser soberano y responsable si nunca se le ha dejado ejercer su soberanía? (y por supuesto, decir que votar una vez cada cuatro años es la demostración de la soberanía del pueblo, sería hacer un discurso simplista e ingenuo).
Las consecuencias de todo esta depuración y control, es la falta de pluralidad y el impulso de una actitud sumisa como único rol a representar en las tramas dispuestas por las instituciones. Ahora bien, aún dibujando un panorama desolador y encorsetado al diseño institucional, desde aquí advertimos de un cosa: estaríamos equivocados si entendiéramos la vida de los dominados desde una narración pasiva respecto la disposición social, sino que la historia de los movimientos sociales nos ha demostrado que podemos llegar a revelarnos como agentes activos que disputan el orden sociopolítico. Una mirada excesivamente deductiva por parte de algunos poderosos miopes les pueden hacer obviar que “la hierba crece de noche”. Como decía Jose Luís Sampedro, “es hermoso pensar que el poderoso, cuando abre la puerta para salir de su casa, descubre que durante la noche ha crecido una hierba que no le deja salir”.
En estos momentos, mientras déspotas como Juan Guillamón Álvarez hacen evidente el miedo que tienen a la democracia, movimientos como el feminista y organizaciones como la PAH, pese al disgusto de algunos, vienen para destruir el sentido nacionalcatólico que ha regido la vida de aquellos que han ejercido el poder en la Región de Murcia.
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