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El negocio de la desesperación

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Hay quienes piensan que vivimos tiempos de pesimismo y desesperanza, de falta de ideales y de cinismo. Tras la resaca de idealismo utópico que caracterizó a mi generación, la que alcanzó la mayoría de edad entre 2010 y 2016, parece lógico que las nuevas generaciones sean escépticas y descreídas, como no se cansan de señalarnos las encuestas, los sociólogos, y los tertulianos que viven de crear alarmismo en torno a imágenes como las de los recientes macro botellones en Barcelona y Madrid.

Este retrato de toda una generación es, por supuesto, falso, o como mínimo tramposo, no solo porque es prácticamente imposible acabar con el instinto optimista y temerario que caracteriza a la juventud, por difíciles que sean las circunstancias en las que se desenvuelve, sino porque hay razones para creer que una parte importante de la juventud actual tiene perspectivas de cambiar su situación a mejor. El cómo lo piensan hacer, o si es razonablemente posible, ya es otra película.

El auge de fenómenos como las criptomonedas, los you-tubers 'libertarios', las casas de apuestas, y los gurús del 'trading' indican que la nueva esperanza de cambio entre unos cuantos jóvenes consiste en encontrar alguna forma de 'pegar un pelotazo' con el que hacerse millonario.  Hasta un conocido dúo cómico ridiculizó hace unos pocos meses al enjambre de supuestos expertos en finanzas y criptomonedas que pululan por la publicidad de las redes sociales diciendo conocer la ubicación de Eldorado.

Las casas de apuestas, en versión física u online, son la cara más visible y masiva de este nuevo y cada vez más lucrativo nicho de mercado basado a partes iguales en la desesperación y la esperanza, que recordemos, es lo último que se pierde. Quienes comparan las apuestas con la heroína cometen un grave error de análisis, ya que, si bien tienen coincidencias importantes, nadie cree poder hacerse millonario pinchándose caballo, pero si existe una gran cantidad de personas que creen que en algún momento 'les caerá el gordo', lo cual suele ser el principal gancho para empezar en el mundillo.

¿Quién no ha soñado nunca con ser millonario? ¿Quién no ha fantaseado alguna vez con, como dice un famoso grupo de rock canadiense, tener 15 coches y un cuarto de baño en el que puedas jugar al béisbol? La esperanza es algo muy humano, y cuando tus horizontes vitales se dividen entre el paro de larga duración o el tener que trabajar 50 o más horas semanales por un sueldo que apenas supera el salario mínimo, soñar con ser como Cristiano Ronaldo o el Rubius es enormemente tentador.

Como sabe cualquiera que conozca las estadísticas sobre el tema, o que se haya dado un paseo por alguna de sus principales ciudades, la Región de Murcia es líder en casas de apuestas en un país en el que ya abundan de por sí. No es extraño que la demanda sea alta. Según un estudio de 2019, el 67% de los murcianos de entre 15 y 24 años ha entrado alguna vez en una casa de apuestas, mientras que el 45% ha apostado online. Esta segunda cifra sin duda habrá aumentado durante la pandemia, donde las posibilidades de ocio han estado enormemente restringidas.

Tan grave resulta el problema en la región que, hasta el Gobierno de López Miras, conocido por sus conexiones con la patronal del juego, ha incluido recientemente la ludopatía en su Plan Regional sobre adicciones 2021-2026. A pesar de que esto tiene mucho más de lavado de cara que de acción resolutiva, el propio reconocimiento del problema ya implica que hasta para el Gobierno murciano resulta ya imposible mirar para otro lado en esta cuestión.

La derrota de la ludopatía no será posible sin un profundo cambio cultural. No basta con intentar paliar la enfermedad, ni con proponer alternativas de ocio saludable, tan necesarias por otro lado. La solución pasa por desenmascarar a aquellos que venden el paraíso en la tierra en forma de dólar o bitcoin, con proponer formas de vida plenas tanto material como espiritualmente, y con la demostración práctica de que es posible mejorar las cosas a través de la acción colectiva. No es tarea sencilla, pero tampoco imposible. Torres (y burbujas) más altas han caído.

Hay quienes piensan que vivimos tiempos de pesimismo y desesperanza, de falta de ideales y de cinismo. Tras la resaca de idealismo utópico que caracterizó a mi generación, la que alcanzó la mayoría de edad entre 2010 y 2016, parece lógico que las nuevas generaciones sean escépticas y descreídas, como no se cansan de señalarnos las encuestas, los sociólogos, y los tertulianos que viven de crear alarmismo en torno a imágenes como las de los recientes macro botellones en Barcelona y Madrid.

Este retrato de toda una generación es, por supuesto, falso, o como mínimo tramposo, no solo porque es prácticamente imposible acabar con el instinto optimista y temerario que caracteriza a la juventud, por difíciles que sean las circunstancias en las que se desenvuelve, sino porque hay razones para creer que una parte importante de la juventud actual tiene perspectivas de cambiar su situación a mejor. El cómo lo piensan hacer, o si es razonablemente posible, ya es otra película.