El 20 de abril de 2018 se produjo una protesta en los
alrededores de la Catedral de Managua que marcó mi vida para
siempre. Era viernes y llegué a dejar medicinas que luego serían
enviadas a los universitarios que se mantenían atrincherados en los
recintos de la capital. Como yo, había ahí centenas de adolescentes y
jóvenes que pensábamos que los últimos días de Daniel Ortega y su
mujer Rosario Murillo estaban contados.
En las primeras horas de ese día todo era solidaridad y empatía por los
universitarios que hicieron despertar de la apatía a toda una nación.
Estábamos ahí los hijos de hombres y mujeres que defendieron el
proyecto revolucionario de Daniel Ortega en la década de los 80.
Pasada las 12 del mediodía empezó el ataque, a sangre y fuego, de la
dictadura contra los jóvenes que sólo ejercíamos el derecho a la
manifestación y a la protesta, consignado en la Constitución.
Llegaron primero paramilitares a asaltar, golpear y disparar. Luego
llegaron policías con bombas lacrimógenas y francotiradores. Ambas
fuerzas letales sitiaron la Catedral y la Universidad Nacional de
Ingeniería, que se encuentra una frente a otra, divididas solo por una
avenida. Tras varias horas de ataque, empezaron a contarse los
heridos, y lo más grave, los muertos, abatidos por certeros tiros en
cuello, pecho y cabeza.
Ese día murió el adolescente Álvaro Conrado, símbolo de la resistencia
cívica. Un francotirador le disparó en el cuello cuando se disponía a
dejar agua a los estudiantes de la universidad. “Mataron a un niño”,
gritó una joven médica que cruzó del recinto a la Catedral. Todos
estábamos nerviosos, todos estábamos con miedo por la brutal
respuesta de la dictadura a una manifestación cívica.
Horas después la Policía atacó con mayor crueldad. Los gases
lacrimógenos nos asfixiaban, las balas herían y mataban y pronto la Catedral dejó de ser un centro de acopio de víveres para convertirse en un hospital ambulante. Así estuvimos hasta las tres de la tarde, hasta que policías y paramilitares irrumpieron los patios del templo con cualquier tipo de arma.
Todos los que nos encontrábamos afuera del templo corrimos a
resguardarnos a la iglesia. Cerramos las inmensas puertas a como
pudimos, mientras las hordas represoras destruían vehículos a su paso
y se robaban motocicletas. Golpearon sin piedad a los jóvenes que no
pudieron entrar y robaron los equipos de mis colegas periodistas que
se encontraban cubriendo la represión.
Fueron tres horas de zozobra y miedo. Jóvenes se abrazaban entre sí, y
llamaban a sus padres como si sentían que ya no los verían más.
Después logramos calmarnos y reflexionamos en que Ortega se iría del
poder pronto. Era tanta la presión social, que mientras nos atacaban a
nosotros, ciudades bastiones del sandinismo se levantaban contra
Ortega: Masaya, León y Estelí.
Ya no sólo era los universitarios que exigían a Ortega su renuncia, eran
los empresarios, los campesinos, los jubilados, los médicos, los
profesores… La protesta que desató la crisis en abril de 2018, una
injusta reforma al sistema de Seguridad Social, derivó en el clamor
popular de justicia, democracia y libertad. El hartazgo por Ortega se
canalizó en ese estallido que pareció tumbar su gobierno tras 11 años
violando la Constitución y el Estado de Derecho.
A pocos meses de cumplir tres años de crisis, Ortega se mantiene
aferrado al poder sin inmutarse por las sanciones que han impuesto
Estados Unidos y Canadá, y por las que podría aplicar la Unión
Europea. El dictador, además, ha sido acusado por organismos
defensores de derechos humanos de cometer crímenes de lesa
humanidad.
Los nicaragüenses ya llevamos 21 meses con esta crisis que se puede
dimensionar desde los números: 325 muertos, entre ellos un
periodista, abatidos por policías y paramilitares; una cantidad
imprecisa de heridos en las manifestaciones que podría oscilar entre
3,000 y 4,000; 100,000 exiliados en Estados Unidos, Costa Rica y
España, principalmente; casi 1,000 presos políticos, la mayoría han
sido excarcelados; y dos medios confiscados 100 Noticias y
Confidencial, y otro, El Nuevo Diario, que dejó de circular porque la
dictadura bloqueó la importación de papel.
Pese a todos estos hechos, condenado por Naciones Unidas, la
Organización de Estados Americanos, Estados Unidos, la Unión Europa,
y otras organizaciones y gobiernos del continente americano, Ortega y
Murillo quieren imponer una normalidad, basada en que Nicaragua
reina el amor y la paz. Ese es el discurso que vierten a sus bases, a los
opositores y a la comunidad internacional.
Pero lejos de ese discurso, la realidad es que Nicaragua se ha detenido
en ese abril de 2018, con la diferencia de que el régimen ha impuesto
un estado de sitio de facto para aniquilar cualquier intento de protesta.
Se ha auxiliado de la Policía, el principal brazo opresor, para intimidar
a los dirigentes de la oposición, aunque cada día los ciudadanos que
resisten en Nicaragua se las ingenian para expresar su inconformidad
con la dictadura.
Tampoco hay independencias de Poderes por lo que la Justicia, el
Parlamento y el Tribunal Electoral defienden los intereses de la
dictadura y no están al servicio de los ciudadanos. Los nicaragüenses,
los que resisten a Ortega en Nicaragua y los que resistimos desde el
exterior, seguimos en ese abril de 2018. Abril nos hará libre.