Buscando los principios de una vida podría pensarse que nacer fuera el primero, pero, si de las clásicas preguntas ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? la segunda alza la sugerencia de una procedencia humana estelar, nacer sería una consecuencia. No de estar sino de ser aquello de cuyas entrañas emergemos. De ser universo. Un universo que se busca, que se ignora, que se expande, que no revela secretos, que exige aventurarse en ellos, que destruye para cambiar. Para crear.
Sin descartar la existencia de otros, no enclaustraré a la imaginación en las docilidades de la ciencia, el que nos compone se envuelve de incógnita desde que lo miramos, y soñamos con él y en él, o él nos sueña con sueños que, como las nebulosas galácticas, el llamado caldo de las estrellas; la explosión de estas; la emisión de los poderosísimos rayos gamma; los enigmáticos agujeros negros u otros sobrecogedores fenómenos espaciales, como si la excepción nos abdujera, dejan el ánimo absorto en la inclemencia de la belleza. Y con la belleza hay que atreverse. No solo con la que rapta la mirada y anula la voluntad, y agazapada en cualquier rincón del azar nos asalta y nos hace presos, sino con el viaje que conduce a descubrirla, a sentirla, a sumirse en su atracción y, sin dejar de ser quienes somos pero mejorados en el peor de nuestros aspectos, ser ella: estar en la belleza de la tarde y ser la belleza del atardecer, porque si ante ella no nos transformamos en ella, la belleza no nos ha mirado. Tal es su esencia. Tal la de los sueños.
Los que soñamos cada noche y, en general, olvidamos o desechamos en renuncia de nosotros mismos, durante el día, y que al igual que la búsqueda de la belleza, saber qué soñamos requiere atrevimiento. Atrevimiento y cuidado, porque, incluidas las asfixiantes y sin embargo benéficas pesadillas, son diamantes incrustados en vetas de difícil y delicada extracción.
El mensaje, que cual ofrenda nocturna legan los sueños al día, sale de las aguas de su mundo encubierto si, una vez despiertos, valientes, pacientes y decididos, entramos en ellos asumiendo el riesgo de descifrar el significado de un simbolismo que, durante la vigilia, en ocasiones, quizá negásemos o decidiríamos ignorar. El riesgo es alto, pues desentrañado su aparente galimatías o comprendida su mistérica narrativa, no hay marcha atrás. Los sueños no negocian. Su trasfondo inquieta y aquieta. Tal vez, por esto, todas las culturas se han interesado por los extraños y crípticos relatos que, sin añagaza posible, cada noche conmueven la calma de las almohadas.
Una de las primeras referencias históricas se encuentra en el poema de Gilgamesh. Datado hacia el año 2000 a.C. y escrito, versionando relatos orales anteriores, en doce tablillas de arcilla en signos cuneiformes, narra las hazañas del rey de la ciudad sumeria de Uruk, --ciudad estado de Sumer, cuna de la civilización humana, en la parte baja de Mesopotamia-- que conoció el poder del imperativo rey en torno al año 2700 a C. Despótico, caprichoso y audaz, según las tablillas, y atormentado, según se desprende de la lectura de las mismas, por la obsesión de conseguir la inmortalidad, Gilgamesh, en compañía de su amigo Enkidu, primero, y tras la desaparición de este, después, hará un viaje iniciático en busca de la eternidad, a través de las pruebas del héroe, que culminará en la madurez de aceptar la brevedad de la vida y la imposibilidad de zafarse de la muerte.
El poema, además de las alianzas y avatares de los dos amigos, narra los sueños de estos como una forma de adelantarse a la realidad o enfrentarse a esta. La undécima tablilla relata las dos pruebas exigidas a Gilgamesh para conseguir que la vida fuera un don a perpetuidad. La primera consiste en permanecer despierto durante siete días y siete noches. Ni en esta ni en la siguiente le asistirá la suerte. Hace casi cinco mil años, el pueblo que la legaba prendía la civilización al hilo de los sueños. Prendida sigue. Seguimos soñando. Lo seguiremos haciendo. Filogenéticamente, no podemos vivir sin dormir. Ni sin soñar. Todos soñamos diariamente, pese a que una parte considerable de la población no lo recuerde, y otra, cada mañana, relegue los sueños recordados a la penumbra del desván, o los trate como presencias incomodas e inconexas cuyo rastro mereciera someterse a las dunas del olvido. Por no entenderlos. Por no saber qué hacer con ellos ni con lo que, en ocasiones, clara u obscuramente, insinúan.
Para las mujeres y hombres del tercer milenio a C. los sueños transcurrían en un mundo nocturno paralelo a la vida cotidiana en el que todo podía suceder, porque a través de ellos se manifestaba la divinidad. Por esto los sacerdotes los tutelaban e interpretaban. Pero ¿qué significado tienen para los habitantes de este descreído siglo XXI en el que una parte importante de la sociedad ni sabe, ni quiere saber de su continuo y enigmático sentido? El día dieciocho de marzo fue el día mundial del sueño. Implícitamente de los sueños, añado. No se puede dormir sin soñar. Apuesto por ellos. Siempre lo he hecho. Me han interesado desde muy temprana edad. Además de escribir un Diario de Sueños desde hace décadas, no diré las que suman; anclar los sueños a la vigilia, cada mañana, mediante la palabra escrita; y entrar en su discurrir, así como en los de quienes me los confían, asisto a lugares, los templos actuales, que conocen de sus laberintos.
Por frecuentarlos, sé de mí lo que no podría haber imaginado si hubiera ignorado, al abrir los ojos, las aparentemente incomprensibles imágenes que, como recuerdo de sí, con sutil intención, deja la noche en el principio del día, aunque, a veces, sin mi aquiescencia, y por no haber prestado suficiente atención, pasado un tiempo, parte de aquellas vuelvan a visitarme en horas diurnas, mendigas de cobijo. De comprensión. Sin comprensión hay abandono. Procuro que esto no suceda, y aunque para evitarlo voy donde me llevan, mientras me convierto en ellas intento no olvidar que de mí saben más que yo. Que mi yo consciente. Avivar el interés de este por la fugacidad con la que el inconsciente sale de su escondite a entonar cantares de indicios remotos requiere determinación, interés y cuidado. Extremo cuidado. Cualquier despiste o brusquedad, un pensamiento que se cruza o un bolígrafo que cae al suelo, puede poner en fuga a las imágenes que, cual tesoros oníricos, recordamos al levantarnos. Y si dejamos de verlas dejamos de vernos. Y de oírnos, pues los sueños son los diálogos diarios más fieles y sinceros, que cada cual mantiene consigo mismo o consigo misma. Puede resultar difícil comprender su perspectiva; aceptarla o reconocerla como propia cuando proyecta comportamientos o aspectos de nuestra personalidad que negaríamos en público y en privado, pero la negación de lo que somos; la manera en que hemos vivido un hecho, o el matiz en el que no hemos reparado, es la invisible urdimbre de hilos de oro con la que tejen su seda los sueños. No es fácil acercarse a ellos. Cuentan lo que no queremos oír y reproducen lo que preferiríamos ignorar. Proceden de la parte dolida, mal trecha y, en ocasiones, maltratada de nosotros o por nosotros mismos, y de la no sobornada e insobornable: de la más creativa, libre y despojada de artificio que nos compone.
En un periodo de seis o siete horas de descanso, se pueden soñar hasta seis sueños, que si, al despertar, se desprecian echándolos al contenedor de “Mejor no saber de lo que no se entiende” se está tirando una parte íntima propia a un lodazal del que nadie la recogerá, salvo que con lucidez se entrevea que la dificultad de comprensión que presentan, incluidas las temidas pesadillas, ---tan sugerentes y frágiles, tan perlas negras, tan embajadoras de poderosos mundos---, es la astucia con la que se envuelven los sueños para proteger su belleza: su oculta y esplendida sabiduría, que es su inequívoco, magnifico y revelador mensaje.
Buscando los principios de una vida podría pensarse que nacer fuera el primero, pero, si de las clásicas preguntas ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? la segunda alza la sugerencia de una procedencia humana estelar, nacer sería una consecuencia. No de estar sino de ser aquello de cuyas entrañas emergemos. De ser universo. Un universo que se busca, que se ignora, que se expande, que no revela secretos, que exige aventurarse en ellos, que destruye para cambiar. Para crear.
Sin descartar la existencia de otros, no enclaustraré a la imaginación en las docilidades de la ciencia, el que nos compone se envuelve de incógnita desde que lo miramos, y soñamos con él y en él, o él nos sueña con sueños que, como las nebulosas galácticas, el llamado caldo de las estrellas; la explosión de estas; la emisión de los poderosísimos rayos gamma; los enigmáticos agujeros negros u otros sobrecogedores fenómenos espaciales, como si la excepción nos abdujera, dejan el ánimo absorto en la inclemencia de la belleza. Y con la belleza hay que atreverse. No solo con la que rapta la mirada y anula la voluntad, y agazapada en cualquier rincón del azar nos asalta y nos hace presos, sino con el viaje que conduce a descubrirla, a sentirla, a sumirse en su atracción y, sin dejar de ser quienes somos pero mejorados en el peor de nuestros aspectos, ser ella: estar en la belleza de la tarde y ser la belleza del atardecer, porque si ante ella no nos transformamos en ella, la belleza no nos ha mirado. Tal es su esencia. Tal la de los sueños.