Supe pronto que dormir era algo más que descansar. Mi madre, tras levantarse de la cama, de entre lo que recuerdo, contaba: “He soñado con mi padre, está en buen lugar”; “he soñado con toros, va a haber pesambre”; o “he soñado con un río, nos va a tocar la lotería”. Nunca acertó con el último sueño, pero con sus continuos relatos fui entreviendo, desde mis cinco o seis años, que mientras dormíamos pasaban cosas y que esas cosas anunciaban algo. Por las que le sucedían a ella, mi madre, sin sombra de duda, vaticinaba la vigilia, así que con toda normalidad cuando me percaté de que yo también soñaba asumí que mis sueños también anunciarían la realidad, auspiciarían mi futuro, aunque comprobar que no soñaba con mi abuelo, con toros o con ríos, fuera un socavón difícil de salvar.
Fui creciendo entre dudas y hallazgos oníricos que no iban más allá del reconocimiento de los personajes que trataban de conveniencias e inconveniencias familiares, de diversiones y enredos entre los amigos, de vicisitudes de trabajo o de la Universidad, pero ¿qué pasaba con los sueños que no entendía? Esos eran los que me interesaban. Y no sabía qué hacer. Una noche, sin haber cumplido los veinte años, soñé que entraba a una casa en la que, tras un mostrador, un hombre alto, muy alto, tanto como nunca había visto, hablaba conmigo y pese a que le contestaba su estatura me hacía titubear. ¡Qué simpleza de sueño! Y sin embargo ¡qué umbral! Pasaron días en los que la duda y la curiosidad fueron respuesta y acicate para la indagación, hasta que recordé un suceso de semanas atrás, acaecido en un establecimiento del centro de la ciudad, en el que al entrar, detrás de un mostrador, vi a un hombre bajo, muy bajo, tan bajo como no había visto nunca tan cerca: me atendía un enano. Este recuerdo, que vino a mí como estallido, no fue, no obstante, muy clarificador, pues, primero, dudaba de que un hecho trivial, como este me parecía, pudiera ser objeto de los sueños, y, segundo, estaba convencida que de serlo se ajustaría a los hechos.
Que el sueño no los respetara no solo me impedía relacionar al hombre alto con el bajo, sino que me impelía a rechazar cualquier otra relación entre el suceso onírico y el de la vigilia, pues aceptar cierta similitud suponía validar la modificación que el relato nocturno había hecho, y, en consecuencia, podía repetir en ocasiones sucesivas, de cambiar un dato por su contrario, sin, sin embargo, modificar sustancialmente el mensaje, que, pese al que yo hubiera aceptado y esperado de “me ha impresionado un hombre muy bajo”, bien podía ser “la estatura de un hombre me ha impresionado”. Que el sueño no fuera fiel a la vigilia me despistó hasta que reparé en el 'mostrador', -más que una pista, “la pista”- pues al ser el incuestionable elemento común entre el sueño y la vigilia, me invitaba a concluir que “el hombre que me había impresionado por su altura estaba detrás del mostrador”. Fue un descubrimiento haberme percatado de la presencia de este, y una satisfacción haber aceptado el riesgo de considerar que “lo contrario” podía remitir al origen.
Desde el día que supe, sin lugar a dudas, que el mensaje del sueño daba fe de una impresión, las noches cambiaron para mí. Si los sueños de mi madre presidieron mi infancia, y parte de la adolescencia, este inauguró la aventura nocturna que desde entonces vivo cada día. Amo los sueños. No sería quien soy sin ellos. Sin el recorrido que hacen, cada noche, por mi existencia. Desde el sueño relatado, cada mañana busco pistas en ellos. En casi todos hay una que relaciona el acontecimiento onírico con el suceso de la vigilia que provoca el sueño, y pese a que no siempre sea fácil encontrarla ni conseguirlo garantía de comprensión, los sueños son mucho más que una pista, hallarla puede resultar un acertado principio.
Las sociedades antiguas, buscando, tal vez, este principio, creían que los sueños eran uno de los medios de comunicación con la divinidad, aunque desconocían, absolutamente, el proceso por el que llegamos a soñar, que de haberlo sabido habrían sentido quizá el poder o el temor de la encarnación de la divinidad en sus mentes nocturnas o habrían mostrado un asombro similar al que yo mostré cuando conocí el calidoscópico efecto de ondas cerebrales que aviva el bosque oscuro de las noches. En 1953, en el laboratorio de investigación del sueño de Nathaniel Kleitman, investigador ruso emigrado a EE.UU. en los años veinte, Eugene Aserensky, estudiante de doctorado y uno de los colaboradores de Kleitman, rompiendo la práctica habitual de los investigadores de la clínica de conectar a intervalos, mantuvo conectado el cerebro de un paciente al electroencefalógrafo, EEG, durante un periodo ininterrumpido de ocho horas de descanso.
A la mañana siguiente, sus ojos mirarían incrédulos y entusiastas la prodigiosa respuesta de su atrevimiento. En el papel del EEG aparecía registrado un trazado onírico absolutamente desconocido. Y revelador. Y, aunque no sería hasta 1957 en que Willian Charles Dement y kleitman, describirían el ciclo completo del sueño, -periodo, NREM, (not rapid eye movement, no rápido movimiento de ojos) compuesto por cuatro fases, que toma su nombre en contraposición al periodo que le sigue y después del bautizo de este; y periodo REM (rapid eye movement, rápido movimiento de ojos) compuesto por una quinta y última fase- ante sí, esa mañana, Aserensky contempló el descubrimiento que, escondido entre los siglos, guardaba la noche, y que investigaciones posteriores han confirmado y ampliado mediante la aplicación de nuevas tecnologías. Sin los cinco tipos de ondas cerebrales conocidos (impulsos eléctricos que, a diferentes velocidades medidas en ciclos por segundo, Hz, emiten las neuronas para comunicarse entre sí) la especie humana no dejaría huella sobre la Tierra.
La que deja durante la vigilia la tutelan, preferentemente, las ondas Betha y Gamma. Las Betha, de 13 a 35Hz, de frecuencia rápida, aparecen en procesos de atención, resolución de problemas o gestión de asuntos cotidianos, como trabajar, estudiar, realizar un examen, conducir; y las Gamma, las más rápidas de las cinco conocidas, de 25 a 100Hz, se producen a ráfagas en estados de máxima resolución cerebral, como el cálculo de una fórmula matemática, estados extremos de alerta, o estados de espiritualidad, altruismo, o amor. De ellas se cree que modulan la percepción, la consciencia y la intuición y que desaparecen durante la anestesia, aunque no durante el sueño, pues este, lejos de producirse bajo los efectos de un cerebro pasivo, y este fue el descubrimiento de Aserensky, se produce, compilando actividad, estructurada en dos periodos: el periodo NREM en cuatro fases, y el REM, en una quinta, y última. La fase I la conforman dos tipos de ondas: ondas Alfa, de 8 a 13Hz, que generan estados de calma, como el que se siente tras la satisfacción de un trabajo bien hecho, o el de cierto relax; y, en menor medida, ondas Theta, de 3,5 a 8 Hz, relacionadas con la capacidad imaginativa, la creatividad, la intuición, y con los procesos internos personales. En la fase II, además de los llamados complejos K y Husos del sueño, que facilitan mayor adormecimiento, aparecen ondas Delta, 1-4Hz, muy frecuentes en los niños y escasas conforme se avanza en edad.
Estas dos fases forman el llamado Sueño Ligero. Durante la fase III las ondas Delta, -imprescindibles para la regeneración del Sistema Nervioso Central y registradas, también, en estados profundos de meditación-, están presentes en el cerebro entre un veinte y un cincuenta por ciento. La fase IV se caracteriza por la emisión cerebral del cien por cien de ondas Delta, porcentaje tras el que algunos cambios bruscos llaman poderosamente la atención, pues los párpados de los ojos, cerrados, comienzan a moverse rápidamente; la temperatura del cuerpo humano se adecua al medio; y el ritmo cardiaco, la presión arterial y la frecuencia respiratoria se aceleran. Se anuncia el periodo REM. Su única y última fase, en la que se producen los sueños, genera, mayoritariamente, ondas Theta, con destellos de ondas Alfa, y, según algunos investigadores, esporádicas ondas Bheta y Gamma, detectadas estas últimas en los sueños lúcidos. Las cuatro fases del primer periodo, NREM, tienen una duración aproximada de unos noventa minutos; la fase V, o periodo REM, oscila entre quince y veinte minutos. Concluido el periodo REM, el cerebro humano se comporta como si no hubiera estado profundamente dormido, y retoma el proceso desde la fase I. Y así sucesivamente de cuatro a seis veces por noche. Y de cuatro a seis sueños. No sé qué me fascina más si los sueños, la versión que cada noche me presentan de mí, o el invisible urdir que los trenza. Ninguna de las personas que habitualmente frecuento ha soñado con la guerra de Ucrania. Yo tampoco. Pero ¿cuántos sueños recuerda usted al despertar? ¿Qué hace con sus sueños?
Supe pronto que dormir era algo más que descansar. Mi madre, tras levantarse de la cama, de entre lo que recuerdo, contaba: “He soñado con mi padre, está en buen lugar”; “he soñado con toros, va a haber pesambre”; o “he soñado con un río, nos va a tocar la lotería”. Nunca acertó con el último sueño, pero con sus continuos relatos fui entreviendo, desde mis cinco o seis años, que mientras dormíamos pasaban cosas y que esas cosas anunciaban algo. Por las que le sucedían a ella, mi madre, sin sombra de duda, vaticinaba la vigilia, así que con toda normalidad cuando me percaté de que yo también soñaba asumí que mis sueños también anunciarían la realidad, auspiciarían mi futuro, aunque comprobar que no soñaba con mi abuelo, con toros o con ríos, fuera un socavón difícil de salvar.
Fui creciendo entre dudas y hallazgos oníricos que no iban más allá del reconocimiento de los personajes que trataban de conveniencias e inconveniencias familiares, de diversiones y enredos entre los amigos, de vicisitudes de trabajo o de la Universidad, pero ¿qué pasaba con los sueños que no entendía? Esos eran los que me interesaban. Y no sabía qué hacer. Una noche, sin haber cumplido los veinte años, soñé que entraba a una casa en la que, tras un mostrador, un hombre alto, muy alto, tanto como nunca había visto, hablaba conmigo y pese a que le contestaba su estatura me hacía titubear. ¡Qué simpleza de sueño! Y sin embargo ¡qué umbral! Pasaron días en los que la duda y la curiosidad fueron respuesta y acicate para la indagación, hasta que recordé un suceso de semanas atrás, acaecido en un establecimiento del centro de la ciudad, en el que al entrar, detrás de un mostrador, vi a un hombre bajo, muy bajo, tan bajo como no había visto nunca tan cerca: me atendía un enano. Este recuerdo, que vino a mí como estallido, no fue, no obstante, muy clarificador, pues, primero, dudaba de que un hecho trivial, como este me parecía, pudiera ser objeto de los sueños, y, segundo, estaba convencida que de serlo se ajustaría a los hechos.