Hay un grito, que atraviesa la historia, de desvalimiento, de muerte, que pocas miradas oyen. Un grito infantil que nada sabe de la violencia que genera la subsistencia; que poco sabe de pulsos de poder; que solo quiere vivir. Un grito silencioso, mutilado, sangriento, que evidencia la capacidad de barbarie de la que es capaz la condición humana. Poco importa que la barbarie perpetre la violación, y posterior matanza de mujeres, de las que han hecho gala los grandes guerreros, reyes, emperadores y mandatarios de los pueblos que en el mundo han sido, y son, o que para su expansión los imperios, prolijos en orfandad, hayan tolerado la agresión a la mujer para erigirse, pasado un tiempo, en defensores de la paz.
El recorrido histórico no es grato a la memoria. Como tampoco lo es comprobar, cómo, actualmente, por intereses espurios, los grandes negocios de la corrupción echan niñas en los brazos de la prostitución, a niños y niñas a las calles, o unos y otras, ateridos de desconcierto, son presa de los conjuros de desolación de sus padres. Poco importa. Son niños que no pueden defenderse de la negrura de los adultos. Pero, no solo los hombres, las mujeres también matan, menos, muchos menos, pero lo hacen. Lo hacen por razones diferentes, o por las mismas, pero ambos, en la sin razón, utilizan el bien más preciado que han creado para vengar promesas que no cumplió la luna.
Las transformaciones sociales, y estamos en un momento de cambio profundo, generan nuevas costumbres, nuevos espacios grupales, nuevas normas, nuevos delitos. Y nuevos crímenes, aunque este, sin embargo, que no es nuevo, Medea, una de las tragedias escritas por Eurípides en el siglo V a de C da buena cuenta de ello, confirma cuánto se sigue atentado contra un hijo. Un hijo que confía en quien le ha dado la vida, en quien le procura sustento, no puede suponer, porque su inocencia no concibe tal crueldad, que su cuidador será su verdugo y que la herencia de este será miedo y desconfianza en la piel. Y en el alma. Si nos detuviéramos en este hecho, se pararía el tiempo, el mundo, los quehaceres, los entretenimientos. Pero vamos deprisa. Muy deprisa. No queremos saber. Aunque, si matamos lo que amamos, incluida la orfandad por muerte de uno de los progenitores a manos del otro, en cierto sentido, no cabe duda, matamos al niño. Y si matamos lo que amamos, en controversia con Oscar Wilde, nos hemos pervertido. Y todos somos responsables de ello. En desigual medida, pero en alguna, colaboramos, a veces sin saberlo, para que determinadas prácticas proliferen y delineen perfiles de referencia.
Nos incumbe intentar modificar algo que bebe en las fuentes del horror. De la familia. No tengo las respuestas, pero urgen, además de económico-sociales, nuevas formas de relación sentimental. Otro lenguaje amoroso. Uno nuevo. Nada de aguantar. De soportar lo insoportable para que se quede conmigo; para no quedarme sola; para que no se lo lleve otra u otro, o yo no vaya a encontrar a alguien que me quiera. Hay que irse. Hay que irse a tiempo. Antes, mucho antes de que aparezca la rabia, la violencia, y antes de que la incapacidad para domeñarlas cercene el gusto por nosotros mismos.
Quizá, solo quizá, si esta sociedad no hubiera puesto todos los laureles en la pareja, y hubiera concebido una forma de vivir tan complaciente dentro como fuera de ella, el temor a la soledad no determinaría la mayoría de actos y decisiones. Y si estuviéramos dispuestos a aceptar que si no se dan las circunstancias no acaece un hecho, tal vez algo cambiara. Dicho de otro modo: si lo consentimos, sucederá. Gritos, mal genio; largas esperas sin respuesta; o quítate la falda; donde tú vayas, voy yo; contigo para toda la vida; no puedo vivir sin ti; sin ti no soy nada; como te vayas con otro te mato; como me dejes, me suicido, y demás florituras románticas o zarandajas mentales, son, a veces, causa y destino de la violencia contra la infancia.
Vivimos en una sociedad posesiva: mi casa, mi coche, mi hijo, mi amiga, mi pareja, mi país, mis zapatillas de deporte, mi ciudad, mi peluquera, mi trabajo, mis vacaciones, mi pueblo, mi, mi, mi, mi ex, hasta el ex sigue siendo nuestro. ¡Cabe más contradicción! No hay nada de lo que no nos apropiemos. Y esta apropiación cosifica lo que mira. A los niños también. Por supuesto. Los más débiles. Y una vez cosificados se dispone de ellos a tenor de la voluntad o grado de enajenación individual. Algo hay que hacer. Es prioritario hacerlo. Algo que impida que los asesinos duerman en las camas de sus víctimas y mezan, antes de matarlos, los sueños de sus hijos.
Hay un grito, que atraviesa la historia, de desvalimiento, de muerte, que pocas miradas oyen. Un grito infantil que nada sabe de la violencia que genera la subsistencia; que poco sabe de pulsos de poder; que solo quiere vivir. Un grito silencioso, mutilado, sangriento, que evidencia la capacidad de barbarie de la que es capaz la condición humana. Poco importa que la barbarie perpetre la violación, y posterior matanza de mujeres, de las que han hecho gala los grandes guerreros, reyes, emperadores y mandatarios de los pueblos que en el mundo han sido, y son, o que para su expansión los imperios, prolijos en orfandad, hayan tolerado la agresión a la mujer para erigirse, pasado un tiempo, en defensores de la paz.
El recorrido histórico no es grato a la memoria. Como tampoco lo es comprobar, cómo, actualmente, por intereses espurios, los grandes negocios de la corrupción echan niñas en los brazos de la prostitución, a niños y niñas a las calles, o unos y otras, ateridos de desconcierto, son presa de los conjuros de desolación de sus padres. Poco importa. Son niños que no pueden defenderse de la negrura de los adultos. Pero, no solo los hombres, las mujeres también matan, menos, muchos menos, pero lo hacen. Lo hacen por razones diferentes, o por las mismas, pero ambos, en la sin razón, utilizan el bien más preciado que han creado para vengar promesas que no cumplió la luna.