La historia se despliega en ciclos de desarrollo e involución. En el mundo griego, entre la civilización micénica que conquistó Troya y escribía en lineal B y la cultura clásica que utilizaba un alfabeto y de la que nos consideramos herederos, hubo una edad oscura de regresión económica y cultural en la que parece que se perdió hasta el conocimiento de la escritura. En Europa Occidental, entre las cimas culturales de la Roma imperial y el Renacimiento, hubo una Edad Media en la que se redujeron el comercio y las ciudades y en la que la sociedad era prácticamente ágrafa, quedando la escritura prácticamente relegada a los monasterios. En contra del relativismo cultural que considera que en cada época y lugar se desarrolla una cultura acorde a sus circunstancias y que no hay unas culturas superiores a otras, yo considero que sí hay avances y retrocesos.
Actualmente afrontamos un futuro incierto, abierto a posibilidades extremas: Una visión optimista nos sitúa como semidioses que conquistarán las enfermedades mediante la medicina, dominarán la vida en todo el mundo mediante la genética, lograrán una armonía planetaria mediante la ecología y conquistarán las estrellas. La visión pesimista nos sitúa en un páramo postapocalíptico, con un mundo yermo por la destrucción ecológica, el retorno a una violencia indiscriminada de garra y colmillo por la disolución de las estructuras sociales y el abandono de la cultura y la tecnología propias de una sociedad compleja.
Si se diera el segundo escenario (siempre y cuando no conllevase nuestra extinción), no sería la primera vez que la humanidad afrontase la necesidad de reedificar una sociedad compleja con su cultura y tecnología acompañantes. La construcción de una cultura depende en gran medida de los medios materiales de los que dispone.
Cuando los hombres llegamos al continente americano hace unos diez mil años, cazamos hasta la extinción la megafauna del nuevo mundo, desde los mamuts a los caballos, por lo que las civilizaciones americanas precolombinas no contaron con estos valiosos recursos. Los jinetes de las praderas que vemos en las películas del oeste usaron caballos llevados desde Europa tras el descubrimiento de Colón. La destrucción de la megafauna americana, unida a otras carencias propias del continente, limitó las posibilidades de desarrollo de las culturas del nuevo mundo.
Las civilizaciones prístinas americanas no contaban con más animales de monta o de tiro que la llama o la alpaca, mamíferos muy restringidos en cuanto al hábitat en el que pueden proliferar. No pudieron desarrollar el arado o la rueda y afrontaron enormes dificultades para conseguir proteínas en su dieta ante la ausencia de vacas, cerdos, pollos o vegetales ricos en proteínas como el trigo del viejo mundo. El freno al desarrollo americano que esta escasez de recursos supuso la dejó atrasada y vulnerable, resultando presa fácil de los europeos cuando éstos llegaron con la superioridad que les conferían las armas de fuego, los gérmenes y el acero.
A partir de la revolución industrial, entre los muchos destrozos ecológicos que hemos logrado, nos hemos ido acercando a la extinción de la megafauna a nivel global. El uso de tractores hace parecer innecesarios a los burros y a los bueyes, el automóvil desplaza al caballo y de la fauna salvaje, mejor ni hablamos.
Animales y vegetales transgénicos, altamente dependientes de entornos controlados e incapaces de sobrevivir fuera de una cultura humana que los sostengan, podrían desaparecer en la próxima gran crisis de la civilización.
La historia nos enseña que todas las culturas caen antes o después, pero incluso sin mirar a la historia, no hace falta mucha imaginación para vislumbrar los riesgos que plantean la tecnología nuclear, la contaminación indiscriminada, la sobreexplotación de los caladeros marinos, el agotamiento de los depósitos de guano con los que abonar los campos, etc. El riesgo de un colapso de la civilización es amenazadoramente real.
Los individuos, las familias y los estados ahorran ante la previsión de una posible crisis, y antes o después las crisis llegan. Es habitual superar los malos tiempos gracias a las reservas acumuladas durante los años de vacas gordas.
Cuando se acabe el petróleo o perdamos las tecnologías de alto consumo energético que nos permiten sostener nuestra civilización, ¿qué utilizaremos para la reconstrucción? Es probable que nos veamos en una situación más penosa que la de las culturas precolombinas.
Noé guardó en su arca los recursos con los que reconstruir el mundo tras la destrucción del diluvio. Los sabios renacentistas tenían bibliotecas monacales en las que bucear para redescubrir los saberes clásicos. A nosotros, ¿qué nos va a quedar?
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