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Nuevo/Viejo

Las turbulencias que nos mantienen en un vuelo político peculiar desde 2010-2011 se explican por una crisis de representatividad sin precedentes, relacionada directamente con la incapacidad de los grandes partidos para hacerle creer a los ciudadanos que sus preferencias electorales serían cumplidas una vez en el gobierno.

Si PP y PSOE ya no eran los mecanismos de expresión de nuestra voluntad resultaba imprescindible alterar el sistema de partidos con una salida, en principio, multipartidista. Derribar el turnismo y el técnicamente denominado pluralismo limitado –que en la calle todos entendemos por bipartidismo, aunque las condiciones exactas no nos permitan calificarlo científicamente así–  fue la bandera del momento populista inaugurado por Podemos y utilizado más tarde por los nacionalistas catalanes y Ciudadanos.

El asalto interruptus a los cielos de la nueva política en 2015 obligó a realizar acuerdos con la misma élite política que meses atrás se había convertido en el núcleo articulador de todo el movimiento.

Ahora, a punto de finalizar el ciclo de transición iniciado en 2015, las aspiraciones de cambio frenadas han podido acelerar la voluntad de transformar nuestro sistema institucional al que se le considera, por la mayoría social, como la principal causa de la corrupción vivida. Vuelve, en resumen, una crítica general al bipartidismo y, más concretamente, a lo viejo, impulsada desde la demoscopia. Nos situamos en un escenario similar a los últimos días de la Francia de Hollande, con la diferencia de que aquí los conservadores pueden sufrir lo que en el país galo les pasó a los socialistas, un revuelo  que se resolvió, para variar y gracias al  semipresidencialismo, con una restauración neoliberal.

El proceso de sustitución de los grandes partidos no está generando, ni necesariamente va a generar, un nuevo bipartidismo ni un reparto diferente de las primeras posiciones, sino un sistema multipartidista que nos enseñará a jugar al parlamentarismo y a aprender de Dinamarca el arte de la política, si nadie cambia las reglas de juego y se autoproclama presidencialista in extremis.

Según el CIS la España joven ya ha completado el proceso de transición hacia un nuevo modelo político, abandonando a populares y socialistas.  Se extiende también este cambio a la generación X, entre la que Ciudadanos está haciendo su particular agosto. Ya solo queda que las fugas que se empiezan a vislumbrar entre los mayores de 65 se consoliden y aumenten, afectados todos ellos por una pérdida irreparable de confianza en el régimen del 78 tras los vaivenes del sistema público de pensiones.

No sería raro, por tanto, que a partir de ahora el eje nuevo/viejo, con la regeneración democrática como punto álgido, vuelva a nuestros marcos interpretativos y para ello se puede describir una alianza estratégica –y meramente instrumental– entre Ciudadanos y Podemos. El tiempo nos dirá si el multipartidismo y su consolidación a niveles de gobierno permiten cerrar la crisis de representatividad que, sin ser nombrada, tantas páginas de periódico ha ocupado en nuestro país desde 2010.

Las turbulencias que nos mantienen en un vuelo político peculiar desde 2010-2011 se explican por una crisis de representatividad sin precedentes, relacionada directamente con la incapacidad de los grandes partidos para hacerle creer a los ciudadanos que sus preferencias electorales serían cumplidas una vez en el gobierno.

Si PP y PSOE ya no eran los mecanismos de expresión de nuestra voluntad resultaba imprescindible alterar el sistema de partidos con una salida, en principio, multipartidista. Derribar el turnismo y el técnicamente denominado pluralismo limitado –que en la calle todos entendemos por bipartidismo, aunque las condiciones exactas no nos permitan calificarlo científicamente así–  fue la bandera del momento populista inaugurado por Podemos y utilizado más tarde por los nacionalistas catalanes y Ciudadanos.