Ha tenido que llegar esta pandemia para que todos nos mentalicemos de que la vida es una sucesión de cosas simples que dan sentido a nuestro existir. El confinamiento ha puesto en evidencia que uno añora lo más común precisamente cuando no lo tiene. Salir a andar, a cenar, a tomar un café, una copa o al cine, esos gestos tan sencillos pero a la vez tan necesarios en el devenir del ser humano. El coronavirus ha llegado a nuestras vidas inesperadamente, aunque algunos lo advirtieran, como una amenaza latente y a traición, para darnos una bofetada de realidad ante nuestro estrés diario y los pocos miramientos que tenemos por lo simple y lo sencillo.
Como el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, cuando todo esto pase, se olvidarán las enseñanzas que tan dura prueba nos deja con la facilidad pasmosa que nos da el hecho de ser mortales. Puestos a olvidar, los gobernantes se olvidarán de lo importante que es contar con una potente sanidad pública, dotada de suficientes profesionales -justamente considerados y remunerados- y con los necesarios medios técnicos, para hacer frente a una situación tan extrema y asfixiante como la que vivimos. Nosotros nunca borraremos de nuestra memoria su dedicación, amor y esmero, en esos turnos agotadores de doce horas, para con los enfermos infectados en las UCI y plantas. También se olvidarán de lo importante que son en nuestras vidas esas gentes que, junto a los formidables y abnegados sanitarios, nos permiten subsistir en los momentos más difíciles: los policías, los militares, los trabajadores de los supermercados, las farmacias, los quioscos de prensa, los transportistas, los del servicio de limpieza… Y seguro que me dejo a otros muchos.
Otra de las cosas que se olvidará con suma facilidad será que, en momentos tan críticos, de nada sirve el ‘y tú, más’ que muchos practican. Porque a nadie se le ocurriría cuestionar a un bombero mientras, manguera en mano, intenta apagar un pavoroso incendio, poniendo a salvo a posibles víctimas, corrigiéndole sobre su forma de lanzar el agua o planteándole si debe apuntar el chorro hacia aquí o hacia allá. Ni siquiera, aunque este fuera el menos competente del parque municipal, le reprocharíamos mientras se emplea a fondo por qué no llegaron antes y con más dotación. Muchos entenderíamos que lo prioritario es apagar las llamas para, una vez sofocadas, exigir las responsabilidades oportunas a quien corresponda, algo que no todos tienen muy claro.
Hay quien ha entendido lo que estamos viviendo como una prolongación de las interminables y sucesivas campañas electorales que hemos soportado en nuestro país en los últimos años. Y nada más lejos de la realidad. Las caceroladas no solventarán el tremendo problema al que nos enfrentamos. Ni la de la otra noche al Rey ni las últimas, dedicadas al Gobierno central. Solo en un país de chirigota los sancionados por no acatar las normas derivadas del estado de alarma pueden superar a los afectados por el virus. Eso también dice mucho de nosotros. También en estos tiempos, todos los que parecen estúpidos lo son y, además, también lo son la mitad de los que no lo parecen. Y no lo digo yo; lo dijo un español universal como fue Francisco de Quevedo. Qué bien nos conocía.
Ha tenido que llegar esta pandemia para que todos nos mentalicemos de que la vida es una sucesión de cosas simples que dan sentido a nuestro existir. El confinamiento ha puesto en evidencia que uno añora lo más común precisamente cuando no lo tiene. Salir a andar, a cenar, a tomar un café, una copa o al cine, esos gestos tan sencillos pero a la vez tan necesarios en el devenir del ser humano. El coronavirus ha llegado a nuestras vidas inesperadamente, aunque algunos lo advirtieran, como una amenaza latente y a traición, para darnos una bofetada de realidad ante nuestro estrés diario y los pocos miramientos que tenemos por lo simple y lo sencillo.
Como el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, cuando todo esto pase, se olvidarán las enseñanzas que tan dura prueba nos deja con la facilidad pasmosa que nos da el hecho de ser mortales. Puestos a olvidar, los gobernantes se olvidarán de lo importante que es contar con una potente sanidad pública, dotada de suficientes profesionales -justamente considerados y remunerados- y con los necesarios medios técnicos, para hacer frente a una situación tan extrema y asfixiante como la que vivimos. Nosotros nunca borraremos de nuestra memoria su dedicación, amor y esmero, en esos turnos agotadores de doce horas, para con los enfermos infectados en las UCI y plantas. También se olvidarán de lo importante que son en nuestras vidas esas gentes que, junto a los formidables y abnegados sanitarios, nos permiten subsistir en los momentos más difíciles: los policías, los militares, los trabajadores de los supermercados, las farmacias, los quioscos de prensa, los transportistas, los del servicio de limpieza… Y seguro que me dejo a otros muchos.