Este es el octavo cuento de la serie 'Mari contra la pobreza'. Mari vive en un barrio murciano, trabaja de camarera, tiene dos hijos (Jaime y Jorge) y un dinosaurio. El dinosaurio (que podría ser el mismo que sale en el cuento de Augusto Monterroso) representa la fuerza interior de Mari, la fuente de energía que le permite enfrentarse a todos los problemas cotidianos que provoca vivir en situación de pobreza. Mari comparte el protagonismo de estas historias con sus amigas Tamara y Henriette. Ellas representan a todas aquellas mujeres que pelean a diario contra la pobreza y queremos que sea el reconocimiento de la EAPN-RM a su valor y esfuerzo. Este cuento vuelve a contar con una ilustración original de la artista Laia Domènech.
Habitualmente, cerramos el cuento ofreciendo algunos datos sobre la historia narrada. Esta vez los ofrecemos al comienzo. En España, según datos del INE, un 83% de las familias monoparentales tienen a una mujer sola al frente de la misma. Por eso es más razonable llamarlas familias monomarentales. Este tipo de familia es en el que se encuentran los mayores índices de pobreza. Según una investigación publicada hace unos años por EAPN Región de Murcia, mientras que la media de pobreza en la Región era de un 32% en las familias monomarentales era del 47%.
Cada mes de diciembre, conforme se acerca la navidad, pasan dos cosas que son independientes entre sí al mismo tiempo que están dramáticamente entrelazadas. Casualidad y causalidad, dos en uno. Cada mes de diciembre, conforme se acerca la navidad, el padre de Jaime y Jorge les llama para decirles que les va a visitar. Cada mes de diciembre, conforme se acerca la navidad, el abuelo paterno de Jaime y Jorge les llama para hacer una compra navideña.
El suegro de Mari no aparece en todo el año salvo para llevar a Jaime de compras una semana antes de Nochebuena. La primera vez que eso pasó, Mari montó en cólera. Tenía la sensación de que pretendía compensar los desmanes de su hijo a base de polvorones, conservas y embutidos. Su madre (la de Mari), que tiene la habilidad de sentir pena por todo el mundo, le dijo que lo dejara estar. Si así considera que repara algo de todo lo malo que ha hecho su hijo, le dijo, déjalo hacer. Tamara, desde un punto de vista más pragmático, también le animó a no complicarse con el asunto.
-Y dile al chiquillo que se traiga un cava del bueno -añadió.
A Jaime no le hace mucha gracia ir con su abuelo a hacer la compra navideña. Sabe que aquello es, en el mejor de los casos, raro. La primera vez que tuvo conciencia de la pobreza en la que viven en su casa, fue cuando sintió la misericordia en el acto de su abuelo. Cada año, su abuelo, con una exactitud escalofriante, compra las mismas cosas. Mientras pasean por los pasillos del supermercado, Jaime tiene que tomar nota de cada cosa que echan al carro y llevar la cuenta de por dónde va el gasto. Su abuelo se enfada si usa la calculadora del móvil. Esas sumas, le advierte, tienes que hacerlas con papel o lápiz, o incluso de memoria. De lo contrario, acaba por amenazarle, se te secará el cerebro.
La primera vez que llevó a Jaime a hacer la compra navideña, gastó 100 euros. Y en esa cifra se ha mantenido año tras año, añadiendo la cantidad correspondiente a la subida del IPC, claro. El suegro de Mari es un hombre de una corrección marcial. Fue maestro como podría haber sido coronel. Un hombre duro e inflexible. Y lo que es duro e inflexible es frágil como la materia muerta, como la madera seca. Se quiebra cada dos por tres y deja fragmentos cortantes a su paso que hieren a todos aquellos que se le acercan. Mari no tiene especial interés en justificar las cosas que hizo el padre de sus hijos pero, por mucho que Tamara ponga el grito en el cielo cada vez que lo hace, no puede evitarlo. La vida es una sucesión absurda de víctimas que luego ejercen de victimarios.
El padre de Jaime y Jorge no tiene ni idea de la ceremonia de la compra del billete verde, como la llama Tamara. Lleva años sin hablar con su padre. Se retiraron la palabra cuando todavía estaba con Mari. Sin embargo, casi al mismo tiempo, llama para decirles a los niños que irá a verlos por Navidad. Y, año tras año, incumple su promesa. Solo una Navidad vino a visitarlos y a ese clavo ardiendo es al que se agarra Jaime cada mes de diciembre para pensar que ese año su padre sí dice la verdad.
Mari piensa que no hay padre bueno. Sabe que no es así, aunque solo sea por probabilidad alguno bueno tiene que haber. Pero, de haberlo, nadie lo conoce en el barrio.
En el caso de Tamara, la cosa es algo complicada porque depende del día. Tamara, cuando habla de su padre, parece dejarse poseer por una especie de alucinación desvergonzada, por una fantasía sin pudor que exhibe delante de todo el mundo. A veces, su padre es un héroe que murió atropellado por un camión cuando saltó a la carretera para salvar a un anciano ciego, otras es un villano miserable que las abandonó para gastarlo todo en los casinos de Torremolinos, otras un ingeniero especializado en una tecnología punta que debió viajar al extranjero y aceptar una vida secreta, otras un mujeriego sin remedio que agoniza de varias enfermedades venéreas en un hospital de la estepa siberiana. Cuando Mari le pregunta qué es eso de inventarse tantas historias, Tamara explica que está buscando la historia perfecta para situar a su padre. No me gusta la verdad, reconoce, y nada me impide fabricar una mentira a mi antojo.
Una buena fantasía es el bálsamo perfecto para una mala realidad. Jorge le explicó una tarde que el padre de Endurance es la arena del desierto porque su madre, Henriette, se quedó embarazada de él atravesando el Sáhara de camino a Europa. Jorge estaba haciendo dibujos esa tarde y uno de ellos era de Endurance. Mira, mamá, le dijo a Mari mostrándole orgulloso el retrato de su amigo, he dibujado a Endurance como el Capitán Duna, tiene el poder de invocar tormentas de arena. Jorge, que se resiste a abandonar el pensamiento mágico, ha aceptado al padre mineral de Endurance con la tranquilidad de quien acepta que las palabras agudas sólo se acentúan cuando terminan en n, s o vocal. Junto al Capitán Duna, salía dibujado él mismo. Soy Chico Caries, le dijo a su madre.
-¿Chico Caries? - le preguntó Mari desconcertada -. ¿Y cuál es tu súper poder?
-Hago que se le pudran los dientes a los racistas -respondió Jorge.
Una sonrisa de orgullo se apoderó de la cara de Mari, casi tan grande como la que se dibujó en la boca del dinosaurio.
Al mismo tiempo que Jaime, Penélope filial, espera y espera a que llegue la visita navideña de su padre, Jorge lo ignora por completo. Ha visto a su padre 2 ó 3 veces en la vida y para él no es más que un extraño poco de fiar.
Mari ha intentado por activa y por pasiva acabar con esa rutina de la mentira y de la decepción pero no lo ha conseguido. Cuando Jaime espera a que venga su padre, el dinosaurio espera junto a él. Pasa días acompañándolo a todas partes hasta que Jaime acaba por aceptar el engaño de cada navidad. Mari piensa que sólo ella puede ver al dinosaurio pero ese día, después de escuchar a Jaime decir en voz alta que ese año su padre tampoco vendrá, vio cómo su hijo acariciaba la cabeza del lagarto y no pudo evitar pensar que se trataba de alguna especie de milagro navideño.