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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

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Palabras prohibidas

Pablo Hernández

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El poder del lenguaje es realmente fascinante. No nos paramos mucho a pensar en ello, pero estructura el pensamiento tanto a nivel colectivo como a nivel individual, y es la herramienta principal en todas nuestras relaciones interpersonales. Es el lenguaje el que transmite ideas, y son las palabras las que dan forma a las historias que intercambiamos en el día a día. El lenguaje no tiene nada de neutro, aunque sí que tiene algo de inconsciente.

No tiene nada de neutro porque aceptamos más o menos un lenguaje y una manera de transmitir ideas que ya existía, con todos sus sesgos y problemáticas previas, aunque lo adaptemos luego a nivel personal. Y sí tiene algo de inconsciente porque no nos paramos mucho a pensar cómo hablamos, qué palabras exactas usamos y cómo de precisos somos con nuestras frases, y mucho menos de dónde vienen esas palabras, sus connotaciones etc.

Sin embargo, más o menos conscientemente, participamos todos en una especie de meme social (meme entendido como unidad teórica de información culturaltransmisible de un individuo a otro, o de una mente a otra, o de una generación a la siguiente), que incluye y usa el lenguaje, y el mensaje que este transmite.

Para que nos entendamos, el chino que se hablaba hace mil años no es el chino que se habla ahora (ni probablemente tampoco dentro de1000 años) y han sido las ligeras modificaciones, graduales, y su transmisión entre personas y generaciones lo que ha ido transformándolo. Todos participamos en ello, de manera más o menos consciente.

El lenguaje está además cargado de emociones. Lo hemo sentido todos, hay ciertas palabras con cargas más o menos positivas o negativas, que despiertan de pronto sentimientos muy diferentes a otras palabras, incluso a algunos sinónimos. No es lo mismo decir violación que agresión sexual con penetración, no es lo mismo decir ecocidio que colapso de los ecosistemas. El lenguaje juega por lo tanto un rol fundamental a la hora no sólo de transmitir un mensaje, sino también las connotaciones ligadas a ese mensaje, su gravedad o su levedad.

Volvemos a la idea inicial entonces (que mucha gente parece no tener clara): la imposible neutralidad del lenguaje.

En los últimos años este concepto de neutralidad del lenguaje ha quedado más que en evidencia con la introducción del “lenguaje inclusivo” en la cultura popular. De pronto hay personas que hablan de “nosotras” a pesar de ser de genero masculino, o “nosotres”, e incluso algunos países como Canadá han aprobado leyes que persiguen a aquellos que se nieguen a tratar a las personas con el lenguaje específico de su elección. Al margen del debate de la libertad de expresión y las leyes que obligan a hablar de una u otra manera (que también es un tema interesante), es importante entender que la elección de estas personas de cambiar su lenguaje a un uno más inclusivo es voluntaria y está cargada de un mensaje político. Quien dice político aquí dice social, o cultural, es lo de menos. La cuestión es que cambian su lenguaje porque quieren mandar un mensaje a su interlocutor y al mundo: “Quiero que mis palabras sean más inclusivas que el lenguaje que usamos normalmente. Quiero que menos gente se sienta excluida. Quiero resaltar que el masculino predominante en el lenguaje tiene una historia y unas consecuencias. Quiero que reflexiones tú también sobre ello”.

Y así el lenguaje se convierte también en un “arma” política.

Teniendo en cuenta todo esto (siento mucho la larga introducción que para algunos puede parecer muy obvia, aunque para otros desgraciadamente no) , surge una cuestión para mi interesantísima: poner la atención, no sólo en el lenguaje que usamos, y cómo lo usamos, sino en aquel que dejamos de usar. Hay algo “político” en el lenguaje que usamos, vale, pero hay quizás incluso algo más oscuro y perverso (políticamente hablando) en aquel que ya no usamos.

Y así, un día, hablando con unos amigos, me di cuenta de que habíamos dejado de hablar de derechos.

Qué tontería, pensarás, se habla todos los días de derechos, cada vez más: de las mujeres, de las minorías, de los animales, incluso de los árboles. Vivimos en tiempos donde el lenguaje empieza a incluir por pura necesidad ética (o quizás por pura urgencia) términos como “Justicia Climática”, o “Justicia intergeneracional”. Y todo eso son derechos, nos pasamos el día hablando de ellos, tan pronto como sube el precio de la luz o la gasolina.

Pero hay un contexto particular, un debate preciso donde la palabra está totalmente desaparecida del discurso: cuando hablamos de perdida voluntaria de derechos.

Los derechos son algo que hemos conquistado luchando duramente, tenemos toda la historia del activismo a nuestras espaldas. Los derechos se exigen, se fijan por escrito.

Los derechos nunca se rinden, ni se ceden ni se renuncian.

Hablar de recorte de libertades y derechos es el mensaje de la “derecha global” o del fascismo. Por eso se ha convertido casi en un tabú: hablar de perdida de derechos y recorte de libertades es hablar de opresión, de dictadores.

Y aquí hay un problema fundamental en el planteamiento: la emergencia climática nos va a exigir que hablemos de perdida de derechos y libertades, nos guste o no.

Si seguimos evitando esas palabras, dejando que se queden estancadas en las connotaciones nocivas del pasado, nos traerá muchísimos problemas a largo plazo. Y no sólo eso, permitiremos que otras personas decidan sobre esos derechos, a su manera, de nuevo, nos guste o no.

Pongámonos primero en contexto.

La ciencia (y hasta la iglesia, sí, el mismísimo Papa) lo ha dejado bastante claro: si seguimos haciendo las cosas como hasta ahora el colapso se nos echará encima. Estamos sobrepasando los límites del planeta, y los cambios que se avecinan (algunos de los cuales ya no podemos hacer nada por evitarlos) van a ser catastróficos. Míralo de esta manera, en los próximos 10 años, millones de personas verán sus vidas completamente alteradas a peor (en la mayoría de casos a MUCHO peor). Y ya que hablamos de lenguaje, una manera de entender esto sólo con palabras sueltas es decir: hambre, migraciones masivas, guerras, violaciones, genocidios. No es algo que preocupe mucho al “planeta” tal y cómo lo hemos personificado en Occidente; el planeta no tiene moral ni ética, el planeta no participa del juicio humano, el planeta simplemente es. Pero resulta que tiene muchísimas maneras de ser, y sólo una nos va bien a nosotros, los seres humanos. Que el clima del planeta cambie radicalmente no afecta a la supervivencia de la Tierra, pero nosotros, sin embargo, nos extinguiremos.

Esta es la situación que se nos plantea al entrar en 2020. En este contexto, una de las cosas de las que menos se habla es que la población de los países ricos y su estilo de vida son los que mayor impacto tienen sobre el planeta. Nuestra huella ecológica, nuestros desechos, nuestro consumo compulsivo, nuestras teles, tablets, ropa, coches, casas, viajes en avión, todo lo que hacemos (y que otra grandísima parte de la población mundial no hace) está haciendo polvo el mundo. El 30% más rico consume el 70% de los recursos, así de claro. Ese estilo de vida, además, se convierte en un ideal en la hegemonía cultural global. Todo el mundo quiere ser como los dueños de las cuentas más seguidas en Instagram. Es una lucha inconsciente por unos derechos infinitos, un ejercicio psicológico que rara vez nos paramos a contemplar seriamente.

Es aquí donde entran en juego las palabras. Es aquí donde tenemos que empezar a hablar de perdida de derechos y libertades. Y la razón es simple, si nunca hablamos de perdida de derechos, nunca hablaremos de cómo los perderemos.

Porque una cosa tenemos que tener muy clara, vamos a perder derechos y libertades, la cuestión es CÓMO lo haremos.

Si la situación sigue así, las desigualdades irán en aumento. Los ricos se harán más ricos, los pobres más pobres, el mundo un poco más inhabitable cada año. Renunciaremos a derechos no por consenso, ni porque hayamos estado planeándolo, intentando hacerlo además de manera democrática e inclusiva, sino a lo bestia. Renunciaremos a derechos porque nos obligaránn a hacerlo, y a las malas. Veremos cosas horribles sobre las que no tendremos ningún poder de decisión, sobre las que no habremos debatido ni votado, ni tan siquiera identificado con un lenguaje preciso.

Si empezamos a hablar de ello, sin embargo, puede que con mucho trabajo y mucha renuncia, con un ejercicio de sacrificio casi, lleguemos a decidir cómo perderemos esos derechos. Puede que lo hagamos mediante el consenso, con justicia, y de la manera más democrática e inclusiva posible. Y digo “puede” porque la tarea que tenemos entre manos es titánica, y nada es seguro ya. Pero podemos intentarlo.

En el fondo, claro, estamos todos en contra. Porque no es nada fácil admitir que vivimos por encima de nuestras posibilidades. No es nada fácil dejar de coger aviones, renunciar a todo lo que tenemos que renunciar como habitantes del primer mundo. Es de tremenda importancia entender el poder que las posibilidades aparentemente infinitas del neoliberalismo ofrece a nuestro cerebro simiesco. El capitalismo es un súper estímulo dificilmente gestionable por una mente que evolucionó en la escasez y la dificultad. La promesa de placer infinito, sin ningún sufrimiento ni esfuerzo, es demasiado fuerte para rechazarla. Por eso el ideal capitalista es tan embaucador e hipnotizante.

Renunciar a él no es solo un ejercicio de prudencia y de realismo ecológico, sino también un ejemplo intercultural. Somos los que más tenemos los que deberíamos privarnos de una vida llena de excesos. No podemos exigir a nadie un cambio sin cambiar nosotros primero.

Y para cambiar, tenemos que empezar a cambiar nuestro lenguaje y la manera de abordar el tema.

Así que te propongo que incluyas en tu vocabulario la palabra “derechos” de nuevo. Hazlo para hablar no sólo de derechos necesarios, sino también de renuncia. Empieza a diferenciar claramente este debate de fascismos y empieza a quitarle el peso de la historia a tu discurso. Empecemos a hablar de una voluntad de sacrificio, de una simplicidad voluntaria. Convierte tus palabras en un arma política con conciencia, y hazlo lo antes posible. Despierta de la falsa neutralidad del lenguaje y provoca sentimientos profundos cuando hables con tus amigos y familiares de libertades y derechos a los que vamos a tener que renunciar. Hazles entender que si no aprenden a ceder ahora, alguien tomará la decisión por ellos.

En la cubierta del Titanic tenemos que empezar a hablar de cómo evacuar el barco, y hacerlo de manera franca y democrática, o nos ahogaremos la mayoría, en medio del caos, el dolor y la incertidumbre.

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