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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Paseos por la Cosmos

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“Gabinetes espaciales

Flotando sin razón

Circos de polietileno

Para ver el Sol…“

(L. A. Spinetta,C. E. del Guercio)

A ambos lados de la Avenida Colón existen unas galerías setenteras, unos largos y amplios pasillos llenos de comercios (esa especie amenazada de extinción en España). Son la Cosmos y la Galería Espacial. ¿Por qué les pondrían esos nombres tan futuristas? Cosas de Córdoba la Docta. Me recuerdan la idea de Michel Houellebecq de El Mundo como Supermercado, a propósito de nuestra depredación consumista, llevada al extremo: el Universo como unos Grandes Almacenes. La primera vez, salgo de allí con un sombrero de paja contra los rayos gamma y ultravioletas del verano austral.

La Galería Espacial, la más grande y laberíntica, ofrece todo tipo de cosas prácticas, utilitarias y a buen precio: ordenadores y móviles usados, disfraces, lencería y ropa espacial, videojuegos, tiendas de electrónica y recargas de móviles, joyerías, entre un inmenso etcétera.

“¿Lo útil es bello?” –inquiere una portada, no sé si en Rubén Libros o en El Espejo. Más bien al revés: a veces, lo útil ni siquiera es práctico. Y se desfasa demasiado rápido –me digo a mí misma, rodeada de cientos de personas lanzadas a la búsqueda de su artículo bueno, bonito y barato (whatever it means).

En la segunda visita me dirijo a la Cosmos, donde en cambio se venden cosas inútiles en viejos formatos. Sin embargo, era el lugar que andaba buscando. Allí descubrí una diminuta tienda de filatelia, tan polvorienta como el resto de locales, que acaparó de inmediato mi atención. Era como un exoplaneta, o como el entorno de un agujero negro, un lugar misterioso e impredecible. En la puerta, un cartel escrito con la letra vacilante de una persona mayor, decía: “Vuelvo en 5 minutos”. En las vitrinas se veían paquetes de tabaco añejos, botellas caducadas, una chapa con grabados de animales que decía “This place is a zoo”, soldados de plomo… Orbitando por aquel pasaje, me crucé con el señor que vende sellos usados en el Paseo de las Artes. A veces le compro alguna de sus colecciones, me gusta pararme a mirarlas. Es un hombre especialmente reservado y antipático, para ser cordobés. Pasó sin mirarme, se detuvo frente a la puerta de la tienda de marras, resopló y prosiguió su trayectoria oblicua ajustándose las gafas. Al frente, descubrí una tienda de vinilos, más allá, un comercio de aparatos electrónicos (que no veía desde los noventa), a su lado, un anticuario sin atmósfera.

Al poco, vi acercarse a cámara lenta a una señora mayor, alta y enérgica, con el pelo níveo, corto y alisado. Vestía un traje azul celeste. Se detuvo frente a la puerta, rebuscó un buen rato en el bolso, sacó por fin la llave y giró la cerradura con una mano mientras en la otra sostenía un platillo con una taza de café. Era la comandante Edita.

Me recibió con simpatía y amabilidad. Entablamos conversación de inmediato.

-¿Qué hace una española en Córdoba? -me preguntó al escuchar mi acento.

-He venido por amor -noto que me pongo colorada ante semejante cursilería, que a fin de cuentas, es la realidad.

-¡Qué hermoso! -los ojos azul prusia se le iluminan con la sonrisa-. ¿Te enganchaste con un cordobés?

-Con una cordobesa –matizo.

-¡Qué divinas! –añade ella, levantando las manos juntas.

-Además, estoy presentando un libro, una novela que empecé hace diez años, cuando vivía aquí.

-Mirá vos. Y, ¿cómo se titula?

-Austroatlántica.

-Qué título más complicado -opina.

Entonces me empezó a hablar de su hija, que escribe poemas y lleva el negocio por las tardes. Con su tacita de café flotando en aquella atmósfera sin gravedad, me contó también que ella es de origen suizo y que vive en Unquillo, una localidad a 28 km de Córdoba.

-Todas las mañanas vengo del pueblo en colectivo. Ya estoy muy mayor para viajar todos los días y ocuparme del negocio -se lamenta-. Ya cumplí ochenta años. Y tampoco es rentable.

Le pregunto por Spilimbergo, un célebre retratista que tiene allí una casa museo, Edita me responde que lo conoció personalmente.

-¿Sos coleccionista? –pregunta, removiendo algunos sobres que andan sobre el mostrador.

-Más bien curiosa.

-Mirá –me dice levantando unos cuantos sellos-, acá tengo algunas curiosidades: un grabado de Durero (San Jerónimo en su estudio) editado en Panamá. Del Paraguay, este desnudo de François Boucher y éste del navío con bandera norteamericana. Editado en 1976, para conmemorar –lee- el 200 aniversario de la Independencia de los EEUU de América.

Edita atesora estampas de todas las nacionalidades: Polonia, República de Yemen, Bangladés, India, Rumanía, Italia, las desaparecidas Yugoslavia y Checoslovaquia… La mayoría de los países imprime motivos típicos como el Martín Fierro de la República Argentina o una reproducción de la cabeza de Ramsés II del correo egipcio. Grecia está representada por la joven Hestia con un ramo florecido en la mano, una diosa soltera erigida en protectora del hogar.

Luego continúa hablándome de su familia, me enseña las fotos de sus hijos, de su marido, de sus nietos y de sus gatos, a los que dedica un capítulo extenso. Por último, me quiso regalar el libro de poemas de su hija, pero no fue capaz de encontrarlo entre la amalgama de papeles y pliegos que guardaba bajo el mostrador.

A la salida, casi una hora más tarde, me cruzo con otra conocida del Paseo de las Artes: Antonia Manilla, la artista especializada en sellos de Salsipuedes, otra localidad cordobesa, que viene a la Cosmos en misión especial.

-Justo estaba acordándome de ti –le digo.

-Oh, ¡qué lindo! –pronuncia con solemnidad, dándome un beso.

En Argentina la gente se saludaba con un único beso.

-Conoces a Edita, ¿verdad?

Antonia inclina la cabeza. Es una mujer morena y delgada, de piel cetrina, conocedora de todas las pinacotecas del mundo. Difícil ponerle edad, calculo que en torno a los sesenta.

-Somos buenas amigas –contesta detrás de sus gafas de sol-, desde hace mucho.

No me extraña, me parecen astros afines. Antonia trabaja con la filatelia en cerámica, combinando los colores y tamaños con cuadros que les sirven de marco. En mi primer viaje me hice aficionada a sus composiciones. En el salón tengo siete cuadros suyos. Antonia se emocionó al saberlo y ahora me trata con mucho cariño. Esa mañana descubrí que esas estampillas, tras un largo recorrido entre países, monedas y latitudes diferentes, habían pasado también por la Cosmos.

Los fines de semana siempre me acerco a saludar a Antonia en el mercado de Güemes. Como Edita, me recibe con abundante conversación mientras me va enseñando esos sellos convertidos en temas de diminutos cuadros: motivos de interiores y paisajes, vehículos, obreras en las fábricas de los antiguos países del este, pájaros, garzas y mariposas con matasellos incluidos… Los hace con tanto amor que parece pesarle desprenderse de ellos.

En alguna ocasión me ha confesado que no se siente parte de esta sociedad actual, que ella pertenece a otra época. Antonia, que vive en el viejo mundo del correo postal, me cuenta que no tiene correo electrónico ni lo tendrá, porque para ella las relaciones se basan en el aquí y el ahora. Tampoco tiene perfil en las redes sociales. Le digo que es una pena porque, cuando regrese a España, me gustaría mandarle saludos de vez en cuando, saber cómo le va. Si se abriera una cuenta en Instagram, se haría muy conocida gracias a sus cuadros, que, además, tienen el formato idóneo. Pero esas cosas a ella no le interesan. Y tenía razón, antes de despedirnos me dio la dirección de su hijo Nicolás, un correo electrónico que yo he terminado traspapelando. 

“Gabinetes espaciales

Flotando sin razón