Al nacer nos incorporamos a un medio natural en el que tenemos que vivir. Aunque vengamos dotados de unos instintos que facilitan nuestra adaptación al medio, tenemos que aprender qué podemos comer, cuáles son los peligros que nos acechan, etc. También nos incorporamos a un medio social en el que tenemos que constituirnos como seres humanos y en el que tenemos que encontrar nuestro lugar como miembros de una comunidad.
En sociedades relativamente simples y pequeñas, el individuo puede conocer su entorno directamente. La experiencia de la interacción nos enseña quién es peligroso o agresivo para que nos cuidemos de él, quién es amable y nos puede ayudar, quién vende el pescado o con quién podemos “ir de cañas”. En sociedades jerarquizadas, descubrimos nuestro lugar en el entramado social para saber a quién tenemos que obedecer y a quién tenemos la responsabilidad de guiar. Averiguamos quiénes son parejas potenciales y cuáles son las reglas del cortejo. Hallamos una función que podemos desempeñar para ser útiles para el colectivo, y que nos legitima para que éste nos acoja como un miembro de él.
La estructura social es flexible y cambiante, por lo que necesitamos un flujo constante de información para adaptarnos a las modificaciones de ésta: si Pepe le ha pegado a Paco, podemos tener que modificar nuestra proximidad a uno o a otro. Si Manuela se empareja con Felipe, tenemos que tenerlo en cuenta a la hora de buscar pareja. Si la tía Sinforosa se ha muerto, tendremos que cumplir con determinados ritos y atender a determinadas personas. Necesitamos saber si la comunidad se ve amenazada por algún animal salvaje, o circula alguna enfermedad, o si están madurando los higos y en qué condiciones podemos cogerlos.
Cuando la comunidad crece un poco y su estructura se complica, resulta imposible enterarse de primera mano de la información necesaria y aparecen, de manera informal, personas a las que podemos recurrir para enterarnos de lo que ocurre. Algunas posiciones sociales (taberneros, porteras, peluqueras, etc) tienen más facilidad para desempeñar esta función, aunque cualquier miembro de la sociedad puede participar en ella de forma significativa. Con la aparición de los intermediarios surge la posibilidad de que la función se pervierta por un mal desempeño. Pueden surgir los “chismes” destinados a desprestigiar a alguien, las informaciones sesgadas por afinidades afectivas o por afiliaciones ideológicas, las comunicaciones erróneas a causa de la ignorancia del informador acerca de aquello de lo que habla, las “informaciones oficiales” que hay que asumir como discurso dominante con un poder limitado para contestarlas, etc.
En sociedades más complejas, la función de transmitir la información se especializa (maestros, portavoces, expertos en distintos campos, etc) y en nuestra cultura surgen los periodistas, que hacen fluir la comunicación a través de medios escritos, hablados o audiovisuales.
El periodista se forma para realizar bien su trabajo. La universidad le da un conocimiento muy amplio para poder abordar con criterio los distintos campos de información, aunque la amplitud necesariamente tenga que ser inversamente proporcional a la profundidad del conocimiento. El ejercicio de su profesión le enseña los procedimientos prácticos de su trabajo y el uso de las herramientas de su oficio, además de socializarle en una deontología compartida con sus colegas.
Pero la información no es neutra, para que tenga sentido tiene que ser interpretada. Si Pepe le ha pegado a Lola, podemos entender el hecho como un suceso particular debido a un conflicto personal, como la expresión de una dinámica social patriarcal, como una manifestación de la violencia que la comunidad ejerce sobre sus miembros más vulnerables, como un escape de la tensión provocada por dificultades socioeconómicas o de muchas otras maneras, dependiendo del cristal con el que miremos. El periodista tiene que escoger el enfoque de la noticia de acuerdo con su criterio, examinando con honestidad los hechos y buscando el marco teórico que mejor se adapte a ellos.
Si esta subjetividad puede dar lugar a la perversión de la función del periodista, la cosa se complica aún más si tenemos en cuenta que, a diferencia de un antropólogo, el periodista se suele encontrar plenamente inmerso en la sociedad cuya información transmite, compartiendo sus sesgos y sus puntos ciegos. Esto limita la capacidad del periodista para adaptarse a la información y facilita que le imponga concepciones apriorísticas, que difícilmente van a ser discutidas si la sociedad comparte el mismo enfoque.
Los medios de comunicación imponen, con mayor o menor flexibilidad, una ideología, una línea editorial preestablecida y cristalizada, con la que seleccionar los hechos y construir los relatos. Los periodistas se adaptan a su medio, a veces con tanto éxito que dejan de percibirlo, como difícilmente se percibe el aire que se respira.
En una sociedad fragmentada como la española, es fácil que una línea editorial responda a la visión de medio país y se oponga a la del otro medio. Esto podría ser enriquecedor si promoviese el diálogo, pero no lo es si cada facción predica a su propio coro.
Cuestión aparte es la de las influencias explícitas como presiones políticas, censuras, subvenciones, etc, en la que no voy a entrar.
Y yo, que no soy periodista pero muevo información, ¿qué sesgos tengo? Ninguno, los sesgos siempre son cosa de los otros.