Los ricos de Núñez de Balboa y el Barrio de Salamanca han salido a protestar, cacerola en mano, porque ya se han aburrido de estar encerrados en sus megaviviendas de lujo. Los imaginamos pidiéndoles a la chica de servicio donde está eso de cocer la sopa, que me voy a manifestar. Juegan a ser revolucionarios y dan risa. No reclaman techo y trabajo: piden que les dejen ir a misa y que se abra el Corte Inglés. Claro, ¿qué van a pedir si lo tienen todo? No va a ser pan, en todo caso langosta. El resto miramos la tele con la mandíbula hasta el suelo. Algo que apela a nuestro sentido del civismo, como lo es mantenernos confinados mientras dure el riesgo de contagio, es interpretado por ellos como un recorte de libertades, mezclando absurdamente churras y merinas.
Piden libertad invocando a Franco incapaces de ver lo ridículo del oxímoron. Los franquistas de toda la vida y los de nuevo cuño han descubierto un filón en el término libertad, interpretado como libertad para hacer lo que les salga de los mismísimos, interpretado como la no injerencia del estado en sus chanchullos. Quieren libertad para llevarse sus capitales de turismo fiscal, para pagar a sus obreros lo que les dé la gana, para plantar sus empresas donde les venga bien, así sea un entorno protegido, para no pagar impuestos porque eso es de pobres. Eso es lo que ellos entienden por libertad.
Causan risa, pero es mejor que no nos los tomemos a broma. Ellos no reclaman derechos en las calles, en todo caso recortes de derechos (que se prohíba el divorcio o el aborto o el matrimonio homosexual) porque ellos consiguen lo que quieren por la vía de las influencias. Esto de ahora lleva una peligrosa carga de profundidad porque se trata de una estrategia para desestabilizar el gobierno. Una estrategia burda, cierto: pedir salir a la calle en la comunidad autónoma más castigada por el contagio del coronavirus es irresponsable e incívico, además de insolidario y ridículo. Pero ahí están y los adeptos crecen como la mala hierba, amenazando con ahogar al trigo.
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