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Nuestro puente, nuestro mar, nuestra decisión

Durante unos días fue posible. Cruzar la Plaza Camachos caminando por mitad de la calzada, escuchar los pájaros y las conversaciones de la gente en la que solía ser una artería concurrida, del muy concurrido por el tráfico barrio del Carmen de Murcia, era una experiencia de tan placentera casi onírica.

¿De verdad nos podían pasar estas cosas a nosotros? Por una vez, al otro lado del río Segura íbamos a poder disfrutar de un avance en sostenibilidad y calidad de vida antes que nuestros vecinos y vecinas del norte del casco urbano. De pronto, algunas de nuestras calles recordaban a las de las ciudades europeas más avanzadas. Con mayor o menor acierto, siguiendo lo que desde hace décadas pregona el urbanismo sostenible, se ponía en marcha un proyecto cuyo fin era generar un espacio público más amable para el peatón, que potenciaba el transporte colectivo. Y eso nos iba a beneficiar a la mayoría, incluso a los comerciantes.

Está más que demostrado que reducir el tráfico rodado da lugar a calles más dinámicas y más seguras que acaban atrayendo a personas de toda la ciudad. No hay que irse muy lejos, solo hay que mirar a la calle del Carmen (¡oh, coincidencia!) de Cartagena. Además, la contaminación mata, y mata mucho, en el centro de las urbes, como se empeñan en recordarnos una y otra vez los profesionales de la salud pública.

Ilusamente nos parecía un logro que, como tantos avances, no tenía marcha atrás. Más allá de la fanfarronería y el populismo propio de los periodos electorales, resultaba difícil comprender que un gobierno municipal pudiera terminar con una medida que era evidente que beneficiaba a la mayoría social. Aunque ellos mismos hubieran movido el descontento por las obras, era una excusa perfecta utilizar las obligaciones con Europa para incumplir una promesa injusta. En poco tiempo, como sucede siempre en estos casos, la gente se apropiaría del espacio ganado a los coches.

Claro que a esto, a darle la espalda a la mismísima realidad, estamos acostumbrados en esta Región. Ya a principios de los ochenta nos advertían, quienes saben del funcionamiento de los ecosistemas, que el Mar Menor estaba en peligro. La ecuación era sencilla, si no dejabas de aportar nutrientes a un cuerpo de agua cerrado, tarde o temprano te ibas a tener que enfrentar a la eutrofización, la tan temida 'sopa verde': sota, caballo y rey. Los fenómenos ambientales tardan muchas veces años en dar la cara, por lo que era fácil obviar lo que nos indicaba la ciencia para llenar los bolsillos de papeletas. Ahora, sufren las consecuencias los comerciantes de la zona (otra vez los comerciantes), el sector pesquero, el turístico, los pequeños agricultores, los vecinos y vecinas… y, ¿por qué no?, nuestra dignidad como habitantes de un territorio que no es capaz de mantener las mínimas condiciones para la vida. Dejamos de ver a los peces, como nuestro añorado caballito de mar.

A estas alturas lo raro no es que en Murcia nos comportemos así, lo que llama la atención es que de tanto mantenernos en el mismo lugar nos hemos convertido en el paradigma de una corriente que se ha extendido a nivel global. Las políticas y políticos que niegan las evidencias científicas han llegado a gobernar países tan importantes como Estados Unidos o Brasil, y lo están haciendo en Hungría, Polonia e Italia, influyendo en el discurso y las acciones de los partidos conservadores hasta ahora moderados.

Si han llegado hasta aquí puedo permitirme recordar que uno de los instrumentos más poderosos que ha desarrollado la humanidad en su devenir es el método científico. Al contrario de lo que nos intentan hacer creer, nuestro éxito como especie se debe al trabajo colectivo, a la capacidad que tenemos de construir sobre lo que otros han edificado primero, a acumular conocimiento mediante la observación sistemática, la medición y la experimentación. Es imprescindible contrastar y verificar con la comunidad para minimizar la influencia de la subjetividad, del individuo, como también lo es debatir sobre los principios éticos. Quienes niegan el cambio climático (o quienes lo obvian para aliarse con los primeros) no están enfrentándose a una u otra persona, se oponen a una parte importante del conocimiento más valioso acumulado por nuestra especie.

Negar la realidad da réditos a corto plazo porque permite que sigamos actuando de la misma manera, mientras que los cambios siempre necesitan que se aporte energía, un esfuerzo. Cerrar los ojos, incluso, nos puede beneficiar durante un tiempo muy determinado, pero a la larga nos perjudica a todos (también a quienes se enriquecen indecentemente con la pasividad) y nos impide aspirar a una vida mejor, que en eso al final consiste, o debería consistir, la política, más allá de la gestión del poder.

La vuelta del tráfico a nuestro puente nos constriñe como peatones a una acera acosada por el ruido y la polución, impide contemplar con calma los escaparates y dificulta comprar en el entorno más cercano, facilita el uso del vehículo privado y mantiene intacta su contribución a la crisis climática. Hacer la vista gorda con el regadío ilegal no permitió mirar más allá y hacer una transición verde con los propios agricultores como protagonistas, incluso subvencionada, que dejara réditos en el territorio a largo plazo (en el que hoy abundan multinacionales extranjeras del sector agroalimentario) con empleo de calidad. Acabó con nuestro ecosistema más emblemático y embarró la convivencia. Dejar de actuar frente al cambio climático pone en peligro nuestra propia continuidad como especie.

Un artículo de opinión no da para mucho más, pero podríamos seguir con la fiscalidad progresiva imprescindible para mantener y mejorar una sanidad pública capaz de afrontar, entre otras cosas, futuras pandemias con garantías, para dotar de recursos a un sistema educativo sano que trabaje los valores y que integre a quienes llegan por primera vez a nuestra tierra, para revalorizar las pensiones… ¿De qué sirve hacer política ficción si a la larga termina con lo más importante?

Y ahora me pongo a soñar, que es gratis. Qué emocionante sería recuperar el carácter contestatario de nuestra tierra, el de Antonete y tantos otros de los que tan poco nos han hablado, y dar la sorpresa el domingo. Mirar nuestras cicatrices, las que nos hemos infligido, y, acariciándolas, tomar una decisión que sorprendiera al resto del país. Y no porque sí, porque lo hemos vivido, porque perdimos nuestros peces y nuestros pájaros, porque nuestra piel se abrasa cada vez más y, sobre todo, porque aspiramos a vivir mejor en el (todavía hermoso) rincón del Mediterráneo que nos ha tocado.

Durante unos días fue posible. Cruzar la Plaza Camachos caminando por mitad de la calzada, escuchar los pájaros y las conversaciones de la gente en la que solía ser una artería concurrida, del muy concurrido por el tráfico barrio del Carmen de Murcia, era una experiencia de tan placentera casi onírica.

¿De verdad nos podían pasar estas cosas a nosotros? Por una vez, al otro lado del río Segura íbamos a poder disfrutar de un avance en sostenibilidad y calidad de vida antes que nuestros vecinos y vecinas del norte del casco urbano. De pronto, algunas de nuestras calles recordaban a las de las ciudades europeas más avanzadas. Con mayor o menor acierto, siguiendo lo que desde hace décadas pregona el urbanismo sostenible, se ponía en marcha un proyecto cuyo fin era generar un espacio público más amable para el peatón, que potenciaba el transporte colectivo. Y eso nos iba a beneficiar a la mayoría, incluso a los comerciantes.