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OPINIÓN | Días de ruido y furia, por Enric González

Quemado

Tú, que estabas tan contento el día que te probaste por primera vez aquel pijama blanco de las guardias y te paseaste tan ufano con tus zuecos nuevos por el pasillo de tu casa. Que querías aprenderlo todo y servir bien, fraternalmente, a los pacientes. Que lo que más deseabas era el respeto y la confianza de tus compañeros. Que escuchabas atento a los enfermos y vencías a la pereza a cada momento para entender mejor, para comprender.

Tú, que te encontrabas satisfecho cada día tras adquirir, en aquellos libros interminables, un nuevo conocimiento o redescubrir lo que por otro lado ya habías advertido. Como cuando trabajando con los que eran tus iguales resolvíais un problema complejo y os entregabais a la reconfortante idea de que aún no os había alcanzado el embrutecimiento.

En fin, cuando descubriste con John Berger en aquel imperecedero “un hombre afortunado” que la relación con los pacientes es fraterna y que aquellos que viven humildemente, que en cierta manera dependen de su médico, poseen unas cualidades y un secreto de la vida del que tú careces, de modo que podías sentir que estabas a su servicio.

Tú, que te emocionaste cuando leías a Jerome Kassirer, antiguo editor del NEJM, destituido por negarse a la mercantilización de la cabecera de la Revista, explicando que la Medicina debe estar basada en el individuo y que éste debe ser tratado como una persona en su totalidad.

Y no solo tú, sino vosotros, los reumatólogos, considerados por muchos como pertenecientes a una estirpe de especialistas felices, idea de nuevo confirmada en una reciente encuesta sobre 290.000 médicos americanos, con mil razones para encontraros satisfechos. El doctor James O’Dell encontró algunas de las claves de ese optimismo, pues se cuida del paciente como un todo, no como un órgano. Porque se practica tanto el arte como la ciencia de la Medicina. Porque uno puede notar el abrazo del paciente y también porque han mejorado los tratamientos, algunos de forma dramática. Porque sois expertos en seguir la pista hasta el diagnóstico. Porque se establecen firmes relaciones con los pacientes y finalmente, porque mantenéis por lo general el control de vuestras vidas y podéis recordar, dichosos de vosotros, el nombre de vuestros hijos.

Sin embargo, tú que conocías tantos secretos, ¿cuándo comenzó ese malestar? ¿Cuándo esa desgana? ¿Ese cansancio? ¿Cuándo llegó el desasosiego? ¿Cuándo pensaste por primera vez en dedicarte a otra cosa o jubilarte? ¿Cómo se te ocurrió hacerte gestor?

Sabemos que las especialidades en primera línea, Medicina de Familia, Medicina Interna o Medicina de Urgencias son las más vulnerables al efecto “quemado”, al “burnout”. Pero también los reumatólogos están en riesgo.

La Reumatología es una especialidad cognitiva y la mayor parte de los reumatólogos llegan a ella porque disfrutan el arte del diagnóstico. Sin embargo, las presiones crecientes hacen que se dedique menos tiempo al paciente y se hace más difícil recoger buenas historias y hacer exámenes detallados. El aumento del tiempo dedicado a tareas administrativas aburre y crea sensación de inutilidad. Y qué decir del tiempo informático, dedicado a la pantalla y obviando al paciente, en unos minutos que llegan a ser angustiosos por el distanciamiento. Tampoco podemos olvidar las dificultades del seguimiento de algunas enfermedades crónicas, dolorosas y de escaso tratamiento. Tampoco el envejecimiento.

Pero quizás lo peor para ti haya sido esa dificultad creciente en controlar bien las agendas de citaciones, de atender en el momento oportuno a los pacientes. También el escaso espacio para la investigación y la docencia, por cierto de nuevo amenazada por el empecinamiento de la UCAM por utilizar aún más las instituciones públicas para sus intereses privados.

Tú, tantos años comprometido con la medicina socializada para que no dejara de mirar, de cuidar de los individuos, de las personas, de todas las personas y al final te obligaron a ir a un Ambulatorio, a “filtrar” como dicen ellos, a ver muchos para no ver ninguno. Veinticinco o treinta en una mañana y tú ya con casi sesenta años. Sin poder preguntar apenas, unos despachados a casa y otros, los que parecían peor, para el hospital. Ahora no recuerdas el nombre de ninguno. Ninguno salió mejor de aquella consulta. Salir mejor había sido tu lema, “nadie puede salir peor de una consulta”, solías decir. ¿Qué te queda ahora?

Te lo diré yo: te quedan aún ganas de dar la voz de alarma, de decir una vez más que la medicina socializada es el futuro porque no deja a nadie atrás, porque vamos juntos en esta aventura, pero será siempre una Medicina al servicio de las personas. Mostraos atentos y si el compañero habla de dejar la profesión, si prefiere trabajar solo, si externaliza la culpa, si se sobrecarga cada vez más de trabajo, si tiene sensación de culpa cuando se quiere distraer o si tiene dificultades de relación, puede estar quemándose y necesitar ayuda.

JP Kassirer expresó de forma excelente la necesidad de una ética basada en el individuo como una de nuestras mayores fortalezas: “Si capitulamos a una ética de grupo más que a una individual, y si permitimos a las fuerzas del mercado distorsionar nuestros estándares éticos, corremos el riesgo de convertirnos en agentes económicos en vez de en profesionales de la salud. Inevitablemente, los pacientes sufrirán como lo hará una profesión tan noble como la nuestra”.

Tú, que estabas tan contento el día que te probaste por primera vez aquel pijama blanco de las guardias y te paseaste tan ufano con tus zuecos nuevos por el pasillo de tu casa. Que querías aprenderlo todo y servir bien, fraternalmente, a los pacientes. Que lo que más deseabas era el respeto y la confianza de tus compañeros. Que escuchabas atento a los enfermos y vencías a la pereza a cada momento para entender mejor, para comprender.

Tú, que te encontrabas satisfecho cada día tras adquirir, en aquellos libros interminables, un nuevo conocimiento o redescubrir lo que por otro lado ya habías advertido. Como cuando trabajando con los que eran tus iguales resolvíais un problema complejo y os entregabais a la reconfortante idea de que aún no os había alcanzado el embrutecimiento.