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¡¡Queremos comer comida (no OCNI)!!

Hay una escena bien conocida en la película 'La quimera del oro' en la que Charlot, vagabundo hambriento en busca de oro, convierte su bota en un exquisito pescado con espaguetis; claro es, esas imágenes tan llenas de comicidad subliman el hambre para poder convertir cualquier cosa en un exquisito plato.

Durante siglos la comida se ha basado en productos extraídos de vegetales y animales, con ninguna transformación o cocinados con técnicas básicas, en la que fácilmente se podía reconocer su origen. Su producción, casi siempre, era de territorios cercanas y gran parte de la población participaba directa o indirectamente en ella. Los conocimientos para el cultivo de las plantas, para el cuidado de los animales, para la conservación de los alimentos y cómo cocinarlos se compartían principalmente en la propia comunidad. La olla gitana puede ser un ejemplo: la comida ¡era comida! aunque no siempre era fácil conseguirla en cantidad y variedad.

Con el aumento de la población y los cambios económicos, sociales y tecnológicos se someten los alimentos básicos a procesos físicos y químicos más complejos. Se empieza a fabricar productos en la que hay componentes derivados de carnes o vegetales que dan volumen y textura, aunque a veces son irreconocibles (nuggest, palitos de pescado, fiambres de no se sabe qué), pero el color, sabor y olor lo aportan principalmente aditivos, grasas, azúcares y sal porque crean adicción. Son comida ultraprocesada cuyos componentes se producen y ensamblan en cualquier parte del planeta y pueden recorrer miles de kilómetros hasta que llega al consumidor; se rompe así con un sistema alimentario milenario que genera tradiciones culturales compartidas de producción, preparación y cocinado de los alimentos y que se adquieren en su mayor parte en comercios cercanos.

Es verdad que la facilidad del transporte y la economía global hace posible la diversidad de alimentos a los que ahora podemos acceder, sin embargo, se ha reducido enormemente el número de especies vegetales y animales comestibles y de sus variedades y razas; es verdad que la tecnología permite que los rendimientos se hayan multiplicado, pero a costa de grandes inversiones a las que no pueden acceder muchas personas agricultoras, lo que les elimina del sistema y este queda en manos de unos pocos oligopolios. Comer ahora es aparentemente más barato que en generaciones anteriores, pero su producción se asienta en una mano de obra superexplotada y no tiene en cuenta los daños al medio ambiente ni a la salud de la población.

El modelo actual no hace desaparecer totalmente la comida real, pero ha dado paso a nuevos productos como, por ejemplo, un sandwich de pollo con lechuga (así le llamaban) en un envase transparente rígido de politereftalato de etileno (PET) en cuya composición entraban 37 ingredientes distintos. Es un OCNI: objeto comestible no identificado; son simulacros de comida para cuya preparación la industrias ofrece miles de sustancias como aditivos, enzimas, aromas coadyuvantes, extractos o nuevos alimentos que junto con sofisticadas tecnologías consiguen, por ejemplo, helados en cuyo envoltorio se ven hermosas fresas pero cuyo componente principal es gelatina extraída de huesos, pieles y tendones y la fresa se reduce a aromas fabricados en laboratorio. ¿Mejor taparse los ojos y no saber cómo se hacen y con qué?

Ahora, cuando la ligazón entre la producción de alimentos y su consumo está rota es el marketing —la fábrica de deseos del capitalismo— el que nos hace creer que nada ha cambiado, que el pan que comemos si le llaman natural, de la abuela, artesano o de leña va a ser bueno, porque en realidad ya no sabes como eran aquellos panes; y a la vez, como muchas personas se han desconectado de la tradición culinaria se tragan alimentos que se venden, por ejemplo, como 'palitos sabor cangrejo' o 'surimi', que queda más oriental y que de cangrejo no tiene nada sino una pasta de pescados diversos y despojos que proceden de caladeros cada vez más sobreexplotados y lejanos; además con muchos aditivos y colorantes que convierten a este OCNI en un ultraprocesado insano y caro (solo el 10% de lo que cuestan corresponde al producto, el resto es debido al envasado y al marketing). Pero eso se desconoce y lo que se ve es que no tiene espinas, no hay que cocinarlo y da color a las ensaladas; y por si alguien tiene algún reparo medioambiental pagan para tener un sello de pesca sostenible.

Aún así, esos productos necesitan materias primas que se cultiven en unos suelos determinados, con un clima adecuado y mucha mano de obra o animales que requieren un manejo especial o su extracción del mar en el caso de la pesca. Así que se va abriendo paso el sueño dorado de fabricar alimentos sin necesidad de terrenos agrícolas, sin apenas agricultores ni trabajadores, necesarios de una tecnología que queda monopolizada en pocas empresas. Ya no son solo cultivos hidropónicos, invernaderos climatizados, macrogranjas con cientos de miles de animales hacinados, cóctel de preparados químicos necesarios para que los cultivos y los alimentos lleguen a poder venderse; ahora se investiga sobre nuevos alimentos que no provendrán de cultivos ni de granjas. Como siempre, el sistema agroalimentario es el que decide la forma de producirlos que más beneficios le generen.

Desde hace poco tiempo están disponible para la venta cuatro tipos de insectos (larvas del escarabajo del estiércol, grillos domésticos, langosta migratoria y gusano de la harina). Algunos se comercializan enteros pero será más frecuente en forma de pasta o en polvo, por lo que se superará la repugnancia que nos pueda dar y servirán como un ingrediente más en galletas o salsas. Hasta ahora con con poquísimo éxito, ¿qué publicidad harán para que nos decidamos a comerlos? ¿será suficiente magnificar sus propiedades nutricionales? También está llamando a las puertas de las administraciones para su autorización la llamada carne sintética, celular o cultivada a partir de células animales que se reproducen en laboratorio hasta formar una masa que se puede moldear con impresoras 3D para formar algo parecido a un filete de carne. Solo en Singapur está ya autorizada la venta de carne celular de pollo pero en otros países, aquí también, hay empresas con un grado de desarrollo avanzado y a la espera de que sea una realidad.

También la tecnociencia al servicio del capital propone crear objetos comestibles a base de cualquier tipo de materia orgánica o por medio de la fermentación de microorganismos con CO2, hidrógeno, ciertos minerales y mucha energía; incluso nuevos seres vivos, si se les puede llamar así, por ingeniería genética que produzcan alimentos especiales (biología sintética), además de las ya conocidos plantas y animales modificados genéticamente. La excusa es que no va haber alimentos como hasta ahora para la población de los próximos años; que la conservación del medio ambiente, que ellos mismos han contribuido a su degradación, requiere tener nuevas fuentes de proteínas que solo ellos proporcionarán; que el cambio climático, al que la agroindustria ha contribuido con eficacia, se combate con sus nuevos comestibles, lo que no está demostrado.

No se trata de negarse a las potencialidades de la ciencia y la tecnología sino a que unas pocas empresas globales, que dominan la producción de suministros agrícolas (maquinaria, fertilizantes, pesticidas, semillas…) y el consumo, decidan la alimentación que debe de tener todo el planeta; se trata de que siendo la alimentación un derecho básico y fundamental se deja exclusivamente en manos privadas; se trata de que los alimentos frescos y de mayor calidad nutritiva están más restringidos a una parte importante de la población que tiene que acudir a los bancos de alimentos o contentarse con comida de escasa calidad e insana.

La comida de verdad seguirá existiendo pero será minoritaria y más costosa, los ingredientes serán de nueva creación y apenas tendrán relación con el tipo de producción que ha existido durante miles de años. Tan solo la publicidad seguirá, como hace ya, haciéndonos creer que nos alimentaremos como se ha hecho siempre y que esos productos nos harán más felices. La alimentación para el capitalismo es un sector económico muy importante: los datos más recientes del INE señalan que la industria de la alimentación y bebidas en nuestro país es la primera rama manufacturera del sector industrial con 126.354,1 M€ de cifra de negocios lo que representa el 25,4% del sector manufacturero, el 22,5% de las personas ocupadas y el 20,6% del valor añadido. Sí, hay dinero, mucho, para seguir engordando la cuenta de resultados y gran parte se obtiene con esos Objetos Comestibles que apenas se pueden identificar con alimentos naturales.

Que no llegue el día en el que, como en la escena de 'La quimera del oro', nos imaginemos que estamos comiendo una deliciosa crema de bogavante como el que se representa en el sobre que la contiene, cuando ese marisco puede que esté en cantidades insignificantes porque ya apenas sobreviven en los mares o solo sea un aroma artificial. Aunque, en realidad, ese día llegó hace tiempo y nos lo tragamos. Y lo que viene es mucho peor. Si no hacemos algo.

Hay una escena bien conocida en la película 'La quimera del oro' en la que Charlot, vagabundo hambriento en busca de oro, convierte su bota en un exquisito pescado con espaguetis; claro es, esas imágenes tan llenas de comicidad subliman el hambre para poder convertir cualquier cosa en un exquisito plato.

Durante siglos la comida se ha basado en productos extraídos de vegetales y animales, con ninguna transformación o cocinados con técnicas básicas, en la que fácilmente se podía reconocer su origen. Su producción, casi siempre, era de territorios cercanas y gran parte de la población participaba directa o indirectamente en ella. Los conocimientos para el cultivo de las plantas, para el cuidado de los animales, para la conservación de los alimentos y cómo cocinarlos se compartían principalmente en la propia comunidad. La olla gitana puede ser un ejemplo: la comida ¡era comida! aunque no siempre era fácil conseguirla en cantidad y variedad.