Monasterio de Poblet. Sepulcros Reales. Luz interior. El rey Jaime I el Conquistador retira la pesada tapa de piedra que cubre su fosa. Cauteloso, sale de la tumba, artísticamente labrada. Se sacude el polvo de siglos que acumula sobre el esqueleto. Se acomoda en la frente la corona real. Se mesa la barba. Se pone en orden el ondoso cabello. Entre cano y rubio. Se quita las telarañas de las botas, se alisa la rica túnica de la mortaja y ahueca la capa de terciopelo, guarnecida con oro y rica pedrería. Se contempla en una cornucopia y se reconoce buen aspecto. Impecable se ve. Como en vida. Y con infinitas ganas de hacer camino. Respira hondo. Se santigua. Se confía a la Santísima Virgen María, Mare de Deu, a la que todas sus victorias debe y cuanta paz y bien en sus días alcanzó. Alza el vuelo. Y con su capa por alas y su desmesurada espada de acero al cinto se planta en Murcia.
Por ser de la misma materia que los sueños, las almas pueden desplazarse a voluntad, con sólo desearlo, en un visto y no visto. Virtud suya es atravesar ríos sin ahogarse, pasar puertas cerradas con siete llaves y traspasar muros sin lastimarse. Y caminar entre mortales y preguntarles en su lengua, que es de comprensión universal. Ogaño, cuanto sus ojos observan a sus luces de entonces no alcanza. Porque el reino de las ánimas es el pasado perfecto. Lo que fue, en cuanto que fue.
La ciudad ha cambiado tanto que no la reconoce. Tan diferente es ya, en todo, a la que hace siete siglos y medio rescató de moros para la causa cristiana. Un amor imposible de ciudad. Qué más hubiera querido que quedársela para sí. Pero la tomó para los reyes de Castilla. Y él siempre llevó fama de vestirse por los pies.
Un gélido mes de enero, de tensa y prudente espera, costó al rey y su hueste reconquistar la ciudad. ¿Y de tanta pasada gloria que se fizo? ¿Do quedó tanta y tan buena fazaña, para bien de las Españas? De la altiva muralla murciana ni un mal lienzo asoma. Salvo restos, en penoso estado. Uno de ellos en una planta sin alma que llaman “aparcamiento”, con carros de cuatro ruedas sin un caballo delante.
¿Donde, hoy, las siete puertas mayores de Murcia, que con las menores superaban ampliamente la docena? ¿Dónde sus amenos portillos? ¿Las acequias, el arrabal confiado a los moros que no se quisieron ir? ¿La casa de Abenahut que a Beltrán de Villanueva asignó? ¿O las del Alcazar Seguir que, para iglesia, concedió a la orden de Predicadores? ¿Dónde santa Olalla de los Catalanes? ¿Dónde tanto que fue y no es?
Más vale caer en gracia que ser gracioso. Don Jaime nunca cayó a Murcia en gracia. A saber por qué. A su yerno, ganarse a la ciudad le costó cinco coronas y un corazón. De haberlo sabido, él habría donado el bazo y las rechigüelas para prez del común. Pensar que en la patria que tanto pugnó por rescatar de infieles ni siquiera una soflama le dedican los panochos le hace “piazos” el alma. Que sino bien —bien sobre bien— hizo él por la plaza que ahora así le ignora. Sólo una calle, y no la principal, dignifica su memoria.
Su bien amada Murcia. Capital del reino homónimo, con veintidós castillos comarcales que de infieles asimismo liberó y donó. ¿Tanto penar para qué? Donde estuviera el alcázar, los palacios, las mezquitas, edificios oficiales lucen. No hay hay almenas. No hay torres. No hay escudos de armas. Ni la iglesia que él consagró a Santa María.
El reino que reganó para la causa cristiana llámase ahora Comunidad Autonómica, vulgo Autonomía. No lo entiende. Tampoco entiende que el Concejo se nombre Ayuntamiento. Nombre que antaño se daba a dos folgando en la cama.
Ni el Adelantado ni el Corregidor ni el Obispo salen a recibirle. Ni el alcaide ni su rabo. Nadie lleva casco de guerrero, ni malla protectora, ni escudo, ni espada, ni tan siquiera puñal. En una alargada mesa ve personas sentadas a un y otro lado, presididas por uno con cara de no ser capaz de ganarle un pulso a otro. A lo que parece, eso es hoy día gobernar, regir la cosa pública, de boquilla y no en combate.
Martes, dos de febrero. El que fuera Real de San Juan abunda en puestos callejeros donde mercadean colgantes con plumas de colores que ofrecen como “samblases”. A punto de entrar en una tasca a tomar tinto en porrón observa que siquiera una lápida de mármol recuerda en la pared que por ahí entró él con gran tropel de caballeros, escuderos, arqueros, ballesteros, clérigos, tres infantes y dos obispos. Por falta de uno.
¡Ay si el remirado Arnardo del Gulp, obispo de Barcelona, y Fray Pedro Gallego, obispo de Cartagena, buen franciscano y mejor confesor, levantaran la cabeza!
De la Arrixaca le han dicho que es ciudad hospitalaria. ¿Y de la Virgen glosada en cantigas por su yerno que se fizo? ¿Que también cayó en desgracia, por no acertar con la lluvia como acertó la Fuensanta? ¿Y la casa con alberca de su hija doña Violante, a la que vino a morar al saberse irremediablemente viejo? ¿Y la casa de su nieto, donde a comer caliente iba y a contarle batallitas? ¿Y de la Santa María del rey don Jaime Primero? Que un cura le responda que tal imagen ni se conoce le petrifica.
Las cosas como son. En Murcia no se le quiere, no se le recuerda, no se le honra. Salvo por la calle que cruza una avenida que enaltece la memoria de su yerno.
—¿Alfonso X el Sabio, por favor?
—Pregunte usted por el Tontódromo y le darán razón.
Decididamente su mundo no es de este mundo. Nada tiene aquí que hacer. Para entrar en los edificios oficiales ha de identificarse con una cosa llamada DNI. Ya ha visto demasiado. Deambular por Murcia le deprime. De manera que se va. En un santiamén el malbaratado rey vuelve a su sepulcro real, monasterio de Poblet. Ahíto, se tumba en el lecho. “¡Tierra trágame!”, desea. Y sobre su triste figura recoloca la pesada tapa de piedra de la sepultura. Tras la cual, un hilillo de voz amargamente se pregunta: ¿Y para ésto hice yo la Reconquista de Murcia?
Antonio Martínez Cerezo es escritor, historiador y académico