No sé si empezar. El verano ha dejado un paisaje seco de esperanza que me impide enhebrar el pensamiento. Hay en mi alma un temor que preside todos mis rezos, en esa parte innombrable, por indefinida, que escapa a la psicología o va más allá de los significados intentados. Es una idea antigua asociada al decaimiento. He perdido paraísos. No estaba en mi deseo perderlos. Se han ido no solo huyendo de mí sino despreciando comportamientos. Sin entender. Sin saber que lo que está sucediendo lo he temido casi desde que nací. Las palabras amigas se acercan a mi voz quebrada con la ternura de quien quiere arropar. Y arropa.
Me siento acogida, los amigos me han salvado la vida muchas veces, por su cariño comprensivo y dispuesto a estar y llegar donde haya que llegar, por acompañarme, pero hay algo que solo yo puedo hacer. Y en esa soledad del dolor, en ese dolor al que los seres queridos no llegan, porque, aun queriendo y estando, a la especie humana no le ha sido dada la capacidad de ser el ser de otro ser; y porque la parte sumergida del dolor, la que como masa de hielo, de fuego, de filos de acero o de intensidad sobrevenida, cual parte de iceberg que navega bajo las aguas, no solo no se ve sino que en este no ver, en esta invisibilidad sin embargo sentida de profundidades y densidades de vértigo, que habita en el estruendo universal de un suspiro, de la que solo cabe esperar que lo que una vez fuera claro y ligero retome sus formas u otras de menor peso, y en su pulso lata levedad.
En este sentir, en este sentirme diana de la oscuridad, cuando me quedo conmigo a solas, a veces, no puedo. O, sí, pero cuando algo de mí se pierde en afanes que no amanecen, comienzo la larga e incierta búsqueda de un principio esclarecedor que, cuando aparece, descifra el miedo, el embrollo o el sinsentido momentáneo de las cosa. Aunque vislumbrar nuevas perspectivas sin sucumbir al poder, casi inhumano, de la obsesión que zahiere y ensombrece sentidos, requiera atravesar parajes de intolerancia donde ninguna parte de mí se alía con alguna otra de las que me componen, que me tiende una mano, y enajenada vague por lugares que no sé nombrar, porque salir del paraíso implica afrontar rarezas, extrañezas y distancia, no de los demás, que también, sino de uno mismo. Los paraísos protegen. Las religiones, que saben mucho del ser humano, lo saben, pero yo, que abandoné a los dioses cuando comprendí su esencia de ficción, de fábula de soledad de hombres y mujeres en busca de amparo, no puedo recurrir a la protección de un corazón inexistente. No pretendo contrariar creencias ajenas ni tildar la mía de verdad, porque, siendo la que es, a veces, parafraseando a Henning Mankell, “no creo en dios ni en los dioses, pero me reservo el derecho de crear el mío propio cuando lo necesito”, creo, también por necesidad, un recaudo de saber y protección que, en momentos de extrema dificultad, me permite confiar, pese a que, desde hace semanas, me haya expulsado de su abrazo y los sueños de pérdidas, los de la noche, hayan venido a evocarme, con su simbolismo, que tras lo que pierdo, o en el seno de lo que he perdido, hay un comportamiento que solo remite a mí: a lo que hago sin que nadie me lo pida; al empeño en solventar causas de antemano imposibles; al ímprobo esfuerzo que supone aceptar situaciones que rebasan mis posibilidades; a no aceptar que no puedo si no puedo.
Pero esto viene después. Después de haber creído, porque los paraísos, además de protección, están hechos de creencia. De la creencia individual de no dudar de que el estado de las cosas obrará un efecto acorde con nuestros deseos y que este permanecerá, olvidando que en el paraíso hay normas. O costumbres, o formas de hacer, explicitas o tácitas, que si se transgreden o, por mor del espontaneo sonreír de los acontecimientos, se dejan de cumplir, traman expulsión. Por comer una manzana, Eva y Adán, Adán y Eva, fueron expulsados, según la religión católica, de uno de los primeros conocidos. Los paraísos exigen obediencia, aunque sea la del silencio. Los más prosaicos, también. No conozco los fiscales, pero desde fuera de estos se sabe que de quienes están dentro se espera reserva oral: no hablar, no difundir, no comentar, guardar el secreto para no ser investigados, o lo que es lo mismo estar en ese paraíso sin que los demás sepan que se está. Callar y obedecer. Disfrutando de bienestar y riqueza, sí, pero temiendo ser descubiertos.
Los paraísos, no necesariamente patriarcales son frágiles. ¿Contradictorios e inmisericordes? Protegen de la intemperie pero no vacilan, ni les duele, en provocar un estado de cosas en el que la expulsión se erige. Como amenaza, en guardián del límite entre lo que debe ser y no ser para asegurar y mantener las delicias del edén, y, como acto o hecho, en ejecutor desalmado de los caídos en desgracia, sin percatarse de que la magnífica y definitiva decisión de la expulsión, además de abandonar a su suerte al expulsado, como si antes este no hubiera sido amado, o como pregonando que la dulce gracia que le asistiera en horas de bondad y caricias es un préstamo sujeto a sumisión, muestra no solo una represalia sino una salida. Aunque más allá de la naturaleza que les es propia, ¿existen o son un constructo mental personal e íntimo necesario para la existencia? Quizá los paraísos existan en la lucidez del pensamiento, en la belleza del paisaje, en la astucia de una ilusión, en la mirada del observador, y en este último sentido, yo no haya sido expulsada sino que, tal vez, no haya podido permanecer en ellos, y los haya dejado. Para respirar.
No sé si empezar. El verano ha dejado un paisaje seco de esperanza que me impide enhebrar el pensamiento. Hay en mi alma un temor que preside todos mis rezos, en esa parte innombrable, por indefinida, que escapa a la psicología o va más allá de los significados intentados. Es una idea antigua asociada al decaimiento. He perdido paraísos. No estaba en mi deseo perderlos. Se han ido no solo huyendo de mí sino despreciando comportamientos. Sin entender. Sin saber que lo que está sucediendo lo he temido casi desde que nací. Las palabras amigas se acercan a mi voz quebrada con la ternura de quien quiere arropar. Y arropa.
Me siento acogida, los amigos me han salvado la vida muchas veces, por su cariño comprensivo y dispuesto a estar y llegar donde haya que llegar, por acompañarme, pero hay algo que solo yo puedo hacer. Y en esa soledad del dolor, en ese dolor al que los seres queridos no llegan, porque, aun queriendo y estando, a la especie humana no le ha sido dada la capacidad de ser el ser de otro ser; y porque la parte sumergida del dolor, la que como masa de hielo, de fuego, de filos de acero o de intensidad sobrevenida, cual parte de iceberg que navega bajo las aguas, no solo no se ve sino que en este no ver, en esta invisibilidad sin embargo sentida de profundidades y densidades de vértigo, que habita en el estruendo universal de un suspiro, de la que solo cabe esperar que lo que una vez fuera claro y ligero retome sus formas u otras de menor peso, y en su pulso lata levedad.