Los mitos, las historias que contamos y creemos de forma acrítica, esas que se convierten en fundamento del ‘sentido común’, son uno de los elementos más importantes en la construcción y reproducción de la hegemonía. Por eso cuando pensamos en fraude fiscal nos viene a la cabeza el fontanero que cobra sin factura y no Emilio Botín. Quizá uno de los mitos más populares y que refleja muy a las claras quién y cómo impone su visión sobre la realidad es el del trabajador que engaña a la Seguridad Social fingiendo una enfermedad o alargando la baja laboral de forma indefinida. Sin embargo no forma parte del imaginario colectivo la crueldad con que la burocracia puede llegar a tratar a los trabajadores enfermos. La historia que sigue es totalmente real y la cuento para llamar la atención sobre esa violencia y en la medida de mis escasas posibilidades ayudar a desmontar ese retrógrado ‘sentido común’.
C es una mujer muy cercana a mí, he ido conociendo su historia de primera mano y he visto cómo pasaba del sufrimiento físico, generado por una enfermedad profesional, al psicológico, infligido primero por la falta de recursos de la sanidad pública y después por la burocracia de la Seguridad Social.
C tiene 59 años y durante los últimos 23 ha trabajado para la misma sociedad transformadora hortofrutícola. En esos años soportó unas condiciones laborales impropias de un país supuestamente democrático y desarrollado. Hasta hace pocos años las trabajadoras, a pesar del carácter industrial de su actividad, fueron consideradas empleadas agrícolas y debían pagarse ellas mismas la Seguridad Social (popularmente ‘el sello’). En las temporadas altas, especialmente en verano, C y sus compañeras han tenido que trabajar jornadas de entre 12 y 14 horas y en las bajas estar disponibles en cualquier momento para incorporarse en función de las necesidades productivas, incluso para trabajar sólo dos o tres horas y ganar un salario de miseria. C ha pasado miles de horas de pie, pasando frio en invierno, calor en verano y humedad siempre, cortando, pelando y envasando millones de kilos de frutas y hortalizas.
C puede que estuviese predispuesta a sufrir artritis, pero la poliartritis que padece en todo su cuerpo y especialmente en sus manos está aumentada y acelerada por el trabajo que ha realizado con un esmero y una ética profesional absolutamente inmerecidos por sus empleadores y por este sistema.
C sintió un día de 2014 que la última falange del dedo corazón de su mano derecha le dolía como si se lo hubiesen machacado con un martillo, pero siguió trabajando impelida por una extraordinaria fuerza de voluntad y un admirable sentido de la responsabilidad. Pasados unos días, C fue a su médico de cabecera, le fue diagnosticada una infección que debía tratar con antibióticos, analgésicos y antiinflamatorios para que pudiese soportar el dolor y seguir trabajando. C trabajó todos los días durante dos meses y medio a pesar del intenso dolor que no desaparecía, más de dos meses tomando antibióticos y visitando a su médico de cabecera hasta que pudo ver a un especialista: no había infección, sino una microrrotura múltiple provocada por su avanzada poliartritis. Finalmente, C consiguió la baja laboral y entrar en una lista de espera para ser operada.
Tras doce largos meses –cosas de los recortes y la austeridad–, tres visitas a un tribunal médico y una reclamación oficial, se programó su operación. C recibió un trato exquisito por parte de los trabajadores de la sanidad pública y la cirugía fue un éxito, pero el tiempo de recuperación iba a ser inevitablemente prolongado.
Cuatro meses después de la intervención, C fue llamada nuevamente a un tribunal médico para comprobar su estado. Todavía sufría dolores derivados de la operación, su dedo –herramienta imprescindible en su trabajo– seguía visiblemente hinchado y tanto su médico de cabecera como la cirujana responsable de la intervención creían que el proceso de rehabilitación aún no había terminado. Una semana después, C recibía con incredulidad una carta en la que le comunicaban su alta médica C reclamó, consultó a una trabajadora social, volvió a reclamar, se le negó un nuevo tribunal médico y ante el inicio de la temporada de invierno se vio obligada a reintegrarse a su puesto de trabajo. Fueron tres días de intensos dolores hasta que volvió a visitar a su médico de cabecera, y este se vio en la obligación moral de volver a darle la baja médica. Inmediatamente C volvió a ser llamada a un tribunal médico.
Esta vez se le concedió una prórroga en su baja laboral, mientras se evaluaba su incapacidad permanente. Parecía el final de una pequeña pesadilla, pero C se encontró con la desagradable sorpresa de que no le ingresaban la cantidad correspondiente por su baja, preguntó y le invitaron a esperar un mes –“es habitual en estas situaciones”, le dijeron–. Esperó y volvió a encontrarse la cuenta corriente sin ingresos. Esta vez C preguntó con más insistencia y tras varias consultas consiguió llegar a la raíz del problema, su expediente estaba cerrado y a pesar de haber vuelto a recibir la baja laboral no se había reabierto. Le pidieron que esperase uno o dos meses y recibiría los atrasos en su cuenta corriente. Una espera de cinco meses capeados con esfuerzos, renuncias, ahorros y un inmerecido sufrimiento psicológico extra.
Por fin C recibió el pago, pero para su sorpresa era sólo un tercio de lo que esperaba, la carta que le comunicaba que cobraría 10€ al día, frente a los 30€ que le correspondían hasta que le dieron el alta médica de forma indebida. C acudió a la Seguridad Social, sin mucha convicción le dijeron que habían calculado su nuevo salario en base a los tres días que injustamente se vio forzada a trabajar. Su nuevo salario apenas cubre el pago de los medicamentos que necesita cada mes.
C no se resigna y está dispuesta a denunciar a la Seguridad Social, con mucha suerte puede que su insistencia encuentre la recompensa de una reconsideración; es improbable que se le indemnice con los intereses del salario que en justicia le corresponde; pero es simplemente imposible que pueda recuperar el tiempo de espera, la salud perdida y la angustia infligida por un sistema que se basa en la desconfianza hacia el débil y la incomprensión, cuando no el desprecio, hacia el trabajo.
*Si de algo sirviese, vaya desde aquí mi ánimo y cariño hacia C y mi reconocimiento a todas las mujeres explotadas e invisibilizadas.
Los mitos, las historias que contamos y creemos de forma acrítica, esas que se convierten en fundamento del ‘sentido común’, son uno de los elementos más importantes en la construcción y reproducción de la hegemonía. Por eso cuando pensamos en fraude fiscal nos viene a la cabeza el fontanero que cobra sin factura y no Emilio Botín. Quizá uno de los mitos más populares y que refleja muy a las claras quién y cómo impone su visión sobre la realidad es el del trabajador que engaña a la Seguridad Social fingiendo una enfermedad o alargando la baja laboral de forma indefinida. Sin embargo no forma parte del imaginario colectivo la crueldad con que la burocracia puede llegar a tratar a los trabajadores enfermos. La historia que sigue es totalmente real y la cuento para llamar la atención sobre esa violencia y en la medida de mis escasas posibilidades ayudar a desmontar ese retrógrado ‘sentido común’.
C es una mujer muy cercana a mí, he ido conociendo su historia de primera mano y he visto cómo pasaba del sufrimiento físico, generado por una enfermedad profesional, al psicológico, infligido primero por la falta de recursos de la sanidad pública y después por la burocracia de la Seguridad Social.