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Al séptimo día

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se produjo el ingreso. De tres hermanas, dos aisladas. Hospitalizadas. ¿Cómo se sentiría la que estando fuera se debatía por saber qué pasaba dentro? ¿Cómo miraron sus ojos de asombro, de susto, de pasmo, el riesgo que se le anteponía? Respondió hacia adelante. Y con ella su familia. No puedo imaginar la soledad y el desasosiego que la envolverían. Soy una de las dos. Cuatro días en suspenso. Suspendidos de un transcurrir inédito para mí, aunque jalonados de antiguos y queridos acompañamientos. La luna de la primera noche, atravesando cincuenta por cincuenta centímetros de ventana, fue el primer ofrecimiento. Las sombras chinescas de los rayos grises de la mañana incidiendo sobre el blanco de un armario y de la pared, traían recuerdos de la fiebre de la infancia. De la que transformaba las vetas de madera de una puerta en caras de terribles guerreros. La fiebre actual estaba controlada, pero no eran muchas las cosas que me rodeaban. Una televisión que, pese a su gratuidad, no encendí; el gris de tardes y mañanas; el teléfono móvil; la cuidadosa atención del personal sanitario; una debilidad concentrada en sobrevivir, y el silencio. Me gusta el silencio. El de mi casa. El del hospital habla una lengua interrumpida por un monólogo interno que pude acallar, pues en su ronroneo acechaba el miedo al estado físico general, a la respuesta de mi organismo a la neumonía, al tiempo que me vería obligada a estar recluida, y a cómo este me trataría en la enfermedad.

Pero el tiempo se retiró a un lugar en el que hizo dejación de sí, y, desde donde miraba, benévolo, contemplaba los hechos en los que no había participado y en los que sabía no habría de intervenir. Ha sido un amigo. No me ha instigado durante el aislamiento de un día de cuatro días. Cuatro días a merced de un quedo acontecer, de un extraño transitar, en el que el mundo quedó sin rostro. No sé qué responder. Sé que ha sucedido. Que vinieron otros días, diez, de aislamiento domiciliario, en soledad, en los que llegar de la cama a la ducha, apenas unos metros de titubeante recorrido, requería prestar la atención, de la que era capaz, al cuidado con el que había realizado el movimiento anterior para realizar el siguiente. Y confiar. Confiar en algo, apenas perceptible, pero tímidamente decidido, que se apoyaba en mis débiles fuerzas y en las que de fuera hemos recibido, porque saber que, tras conseguir salir de la ducha, vestirme y llegar a la planta baja, a horas prudentes comenzarían las llamadas, y visitas a distancia, de familiares y amigos, ha sido una forma de concordar con la realidad.

A tenor de esta concordia, podría, ahora, dar las gracias generalizadas, pero no lo haré. Nombraré los nombres de quienes han estado, porque esos nombres han sostenido los de mis hermanas y el mío, y porque si no lo hiciera, además, despreciaría que cuando soplan vientos de zozobra, y los otros, tan perdidos como nosotros, nos acompañan desde la parte más sutil, la de menos certitud, salpican lo cotidiano, o lo extraordinario, relumbres de excepcional belleza. Por la belleza, por la verdad que enseña, y por el apoyo que los nombres que nos han acompañado han supuesto en días inciertos, mi agradecimiento más profundo. Gracias, del Hospital Universitario Reina Sofía, al Dr. Vigil, solo conocemos este nombre, al Dr., que, además de intervenir, informaba a la familia, a los doctores y a las doctoras, enfermeras y enfermeros, y auxiliares de enfermería de la Unidad de Cuidados Intensivos, UCI, cuyo hacer rescató a mi hermana de las sombras de la muerte; a las dos doctoras, solo de una sabemos el nombre, Ana Cerezo, a enfermeras y enfermeros, auxiliares de enfermería, y personal de limpieza de la Unidad de Aislamiento Covid, de la séptima planta; a los doctores de la Unidad de Cardiología: Dr. Vicente, hermano de Teresa Vicente, que a petición de su hermana ha estado pendiente de la mía; al Dr. Cambronero y al Dr. Tovar, que, acercándose a lo increíble, la han atendido en intrincados y cruciales días, así como a las enfermeras y enfermeros, auxiliares de enfermería, y personal de limpieza de este Servicio; a la médica del Centro de Salud, Marina Manuela Antonio, y al Servicio de Urgencias 112. Sin ellos, quizá, tal vez, la palabra habría enmudecido. Al Dr. Gálvez, del Hospital General Universitario Morales Meseguer, por el interés mostrado por Josefina, mi hermana. A Eloy Sánchez Rosillo, cuya voz me acompañó en el umbral de lo que no conocía; a Teresa Vicente, que le pidió a su hermano que se interesara por la mía; a Soren Peñalver, por sus palabras amigas; a Consuelo Ruiz, por su afecto, más allá de donde la distancia  permitía. A Pascual García y Mary Loly, por su cariño y por haberme enviado el oro con el que los envolvió la Navidad; a Ana Cárceles, esmero, poesía, esperanza, delicadeza; a Antonio Jesús Gras y Marta, que, pensándonos cada día y sobrepuestos al sobrecogimiento del desamparo, encendieron fogones de compañía; a María Dolores Moreno, por la vitalidad de sus mensajes; a María Ángeles, la madre de esta, y Sara y José Manuel, que encontraron la forma de estar; a Emma Mary Soleá, que me buscó cuando yo me recluía. A quienes acompañé la tarde anterior a conocer del contagio y con quienes soñé la noche: Patricio Peñalver, Manuel Madrid, Antonio del Sur, Carlicos, Roberto, y José Luis Santacruz. A Elisa, de elDiario.es, por sus palabras, manos para cruzar el río. A los amigos de Vistabella, de la adolescencia, Puri, Santi, Pepe, Fuensanta, cuya preocupación se extendió por el tiempo que nos conocemos, y a Eduardo, del mismo grupo, cuyo desvelo ha sido vela de los días, pues diariamente ha llevado a casa, a través de la verja de los patios, cuanto he necesitado, más lo que él añadía como crema de calabaza, hecha por su mujer, Antonia, una de las excelentes cocineras de las que he estado rodeada, y naranjas y limones del antiguo marjal de Llano de las tierras salinas o de Brujas. A Juan Ignacio y Paqui, de toda la vida, como hermanos, vecinos desde los cuatro años y actualmente, que han cocinado y estado como desde pequeños hemos sido. A Salvador, que escuchó mis lágrimas, y a Pepa, por su permanente ofrecimiento. Al grupo de amigas, y amigos, que, cantando, bailando y riendo celebramos la alegría de ser juntos: Cata, presente desde el primer instante, y que, junto con sus dos hijos, su mensaje de tres fue el primer regalo de Reyes; Amparo, desde el otro lado del móvil, a mi lado; María, que se asustó el día que no contesté el teléfono, ella que no tiene miedo; Miguel, de presencia continua; Cristi, que me llevó a casa las “delicatesen” que no le pedí, y me enseñó, mojándose bajo la lluvia, a utilizar el Ventolin, que me había traído Amelia; José Carlos, permanente y familiar apoyo. A Amelia, médica de familia, que ha sido para nosotras, luz de cabecera. Sus constantes llamadas, cariñoso seguimiento, insistencia en la compra de un pulsioximetro, y pautas a seguir han permitido que llegáramos a tiempo a las aguas de la vida. A mi primo Joaquín y a su familia, que se enteraron del suceso el día de Noche Buena, y la noche cambió de nombre; a sus hermanos Paco y Antonio. Y a mi hermana Encarna, a su marido Jesús, a mis sobrinos, Jesús, Encarni y Sofía, y a sus novios, Kique y David, que han sobrellevado con ellas el tiritar de la intemperie. Intento imaginar, sin conseguirlo, qué sintió mi hermana Encarna los días que la dejamos sola. Qué mi cuñado. Qué mis sobrinos. Me cuesta pensar en ello, más, porque, como si la vida no hubiera arañado las mejillas, con entusiasmo han llevado a mi casa los cocidos más ricos del mundo y los guisos que comíamos en la casa en la que nacimos, la cual, a través de Encarna, su marido, y sus hijos, mis sobrinos, nos ha brindado, también, el amparo que necesitábamos. ¡Cómo no nombrar los nombres que nos han sostenido! ¡Cómo agradecer tanta gracia recibida!    

se produjo el ingreso. De tres hermanas, dos aisladas. Hospitalizadas. ¿Cómo se sentiría la que estando fuera se debatía por saber qué pasaba dentro? ¿Cómo miraron sus ojos de asombro, de susto, de pasmo, el riesgo que se le anteponía? Respondió hacia adelante. Y con ella su familia. No puedo imaginar la soledad y el desasosiego que la envolverían. Soy una de las dos. Cuatro días en suspenso. Suspendidos de un transcurrir inédito para mí, aunque jalonados de antiguos y queridos acompañamientos. La luna de la primera noche, atravesando cincuenta por cincuenta centímetros de ventana, fue el primer ofrecimiento. Las sombras chinescas de los rayos grises de la mañana incidiendo sobre el blanco de un armario y de la pared, traían recuerdos de la fiebre de la infancia. De la que transformaba las vetas de madera de una puerta en caras de terribles guerreros. La fiebre actual estaba controlada, pero no eran muchas las cosas que me rodeaban. Una televisión que, pese a su gratuidad, no encendí; el gris de tardes y mañanas; el teléfono móvil; la cuidadosa atención del personal sanitario; una debilidad concentrada en sobrevivir, y el silencio. Me gusta el silencio. El de mi casa. El del hospital habla una lengua interrumpida por un monólogo interno que pude acallar, pues en su ronroneo acechaba el miedo al estado físico general, a la respuesta de mi organismo a la neumonía, al tiempo que me vería obligada a estar recluida, y a cómo este me trataría en la enfermedad.

Pero el tiempo se retiró a un lugar en el que hizo dejación de sí, y, desde donde miraba, benévolo, contemplaba los hechos en los que no había participado y en los que sabía no habría de intervenir. Ha sido un amigo. No me ha instigado durante el aislamiento de un día de cuatro días. Cuatro días a merced de un quedo acontecer, de un extraño transitar, en el que el mundo quedó sin rostro. No sé qué responder. Sé que ha sucedido. Que vinieron otros días, diez, de aislamiento domiciliario, en soledad, en los que llegar de la cama a la ducha, apenas unos metros de titubeante recorrido, requería prestar la atención, de la que era capaz, al cuidado con el que había realizado el movimiento anterior para realizar el siguiente. Y confiar. Confiar en algo, apenas perceptible, pero tímidamente decidido, que se apoyaba en mis débiles fuerzas y en las que de fuera hemos recibido, porque saber que, tras conseguir salir de la ducha, vestirme y llegar a la planta baja, a horas prudentes comenzarían las llamadas, y visitas a distancia, de familiares y amigos, ha sido una forma de concordar con la realidad.