“El Papa nos insistió a todos a vacunarnos”. Aunque lo parezca no es la coartada de un acto divino bendecido por la Iglesia en el siglo XV para conseguir un certificado de pureza de sangre. Es una exclamación pasmosamente reciente del desvergonzado obispo de Mallorca, que accedió a ponerse la vacuna contra el coronavirus sin más motivo que la iluminación divina. Lo cierto es que esa frase no es fortuita: hay una involución en el tiempo que recorre este país no ya en los últimos días o meses, sino a lo largo de todos estos años en los que parecía que la modernidad había llegado para traer lo mejor del porvenir y sin embargo está destapando los estercoleros de lo que ya se debería haber superado. Se sigue demostrando cada cierto tiempo con la regularidad de quien cumple una labor monótona y cotidiana: decenas de titulares publicados en periódicos o contados en los telediarios aíslan el fragmento fugaz que contienen del presente y lo transforman como a través de una máquina del tiempo o de un espejismo imposible y retrospectivo en un pasado sin nostalgia ni antigüedad, porque precisamente lo que induce a ese retroceso impensable es lo más actual.
Debe tratarse del signo de los tiempos: lo que las empresas tecnológicas llaman la apuesta por el futuro nos transporta directamente al pasado, y si de un año para otro las novedosas plataformas digitales de contenido audiovisual han acaparado el mercado televisivo, gracias a ellas se están volviendo a poner de moda series modélicas y casposas que se estrenaron y tuvieron un éxito rotundo o pasaron desapercibidas en los ochenta y los noventa. Cuando parecía que la pandemia era la razón para poner a prueba todo el caudal tecnológico al servicio de las empresas y de las instituciones, muchas universidades españolas siguen empeñadas en mantener los inmemoriales dogmas de la memorística y la evaluación presencial intocables desde hace más o menos cuatro siglos, y si el teletrabajo era una apuesta segura y conciliadora hacia el próspero futuro laboral de muchos, ahora resulta que las pocas compañías que se atreven a ponerlo en práctica lo utilizan para aprovecharse sin piedad de los trabajadores y recuerdan en su intento de explotación y de engaño colectivo a los grandes pufos empresariales de la España del siglo pasado.
Se ha descubierto una extraña virtud en algunos dirigentes, una cualidad hasta ahora escondida que los vuelve expertos en propagar un teatro de apariciones resplandecientes que rememora en su forma más sutil a la oscuridad de la censura, porque justo después de sus flamantes comparecencias digitales en las que leen textos escritos a ordenador en un papel que tienen delante, abandonan con ademanes orgullosos el atril en la sala vacía y no dan oportunidad a las preguntas clarificadoras de los periodistas. Las vacunas más innovadoras y veloces, las que traían consigo la anhelada esperanza de un futuro alejado del tedio de la pandemia, han desatado sin demasiado control en muchos altos cargos de la política y de la administración el gen histórico español de la codicia y el oportunismo voraz, el que exalta el bien propio por encima de los demás y sume en la desdicha consecuente al resto. Y, por si fuera poco, los medios encargados de destapar con maestría los escándalos de vacunaciones irregulares como una trama de corrupción al nivel de las históricas españolas, se han encargado, no sin la pertinente vanidad oportuna, de llamarlo “Vacunagate” y equiparar fonéticamente el asunto con el robo de documentos que sacudió la podrida política norteamericana en 1972.
La gran mayoría de las cosas que suceden en este país tienen el mismo aire de modernidad y sin embargo ingresan de improviso en el pasado más cercano o más arcaico, de modo que para entender lo que ocurre, lo que parece que seguirá ocurriendo, no se debe acudir a la futurología, ni a la sociología, ni a otra de las tantas ciencias ocultas del universo que se empeñan en desenmascarar el futuro, sino a la historia y a la hemerografía, o tal vez incluso a la literatura. Cuando el obispo mallorquín se vacuna en nombre de la divinidad y de la voluntad papal antes que el resto de personas correspondientes bastará con acudir para entender su actitud al Lazarillo de Tormes, y ya de paso redescubrir la poesía mística y religiosa del siglo XVI. Habrá que revisar las hemerotecas de las últimas décadas para comprobar cómo las noticias de ahora tienen un componente amnésico que evoca a las de entonces, sobre todo si ya nadie se esfuerza en aparentar y el vicepresidente segundo del Gobierno compara a los independentistas catalanes con los exiliados republicanos del final de la Guerra Civil.
“Hoy es ayer, mañana no ha venido”. Este fragmento de un poema de Quevedo, aunque no tuviera la intención, resume cuatro siglos después de ser escrito la tendencia actual. Las calles de las ciudades y las habitaciones de las casas están pobladas en vano de relojes que marcan el presente, y los quioscos acumulan montones de periódicos en los que vienen escritas las noticias del día de hoy. El gesto más frecuente que uno observa en la calle es la mirada de un hombre o una mujer que busca la pantalla del móvil para consultar la hora o contestar mensajes o leer las noticias más importantes. Después uno trata de buscar una explicación tal vez imposible a que el presente contenido en esos relojes y en los titulares sea como el eje de una puerta giratoria empujado por las manos no para avanzar, sino para volver a un punto de partida, y cae en la cuenta de que será mejor acostumbrarse a que al mirar en el móvil la hora y las noticias le asalte con una punzada de espanto el remoto pasado disfrazado de un presente anacrónico.
“El Papa nos insistió a todos a vacunarnos”. Aunque lo parezca no es la coartada de un acto divino bendecido por la Iglesia en el siglo XV para conseguir un certificado de pureza de sangre. Es una exclamación pasmosamente reciente del desvergonzado obispo de Mallorca, que accedió a ponerse la vacuna contra el coronavirus sin más motivo que la iluminación divina. Lo cierto es que esa frase no es fortuita: hay una involución en el tiempo que recorre este país no ya en los últimos días o meses, sino a lo largo de todos estos años en los que parecía que la modernidad había llegado para traer lo mejor del porvenir y sin embargo está destapando los estercoleros de lo que ya se debería haber superado. Se sigue demostrando cada cierto tiempo con la regularidad de quien cumple una labor monótona y cotidiana: decenas de titulares publicados en periódicos o contados en los telediarios aíslan el fragmento fugaz que contienen del presente y lo transforman como a través de una máquina del tiempo o de un espejismo imposible y retrospectivo en un pasado sin nostalgia ni antigüedad, porque precisamente lo que induce a ese retroceso impensable es lo más actual.
Debe tratarse del signo de los tiempos: lo que las empresas tecnológicas llaman la apuesta por el futuro nos transporta directamente al pasado, y si de un año para otro las novedosas plataformas digitales de contenido audiovisual han acaparado el mercado televisivo, gracias a ellas se están volviendo a poner de moda series modélicas y casposas que se estrenaron y tuvieron un éxito rotundo o pasaron desapercibidas en los ochenta y los noventa. Cuando parecía que la pandemia era la razón para poner a prueba todo el caudal tecnológico al servicio de las empresas y de las instituciones, muchas universidades españolas siguen empeñadas en mantener los inmemoriales dogmas de la memorística y la evaluación presencial intocables desde hace más o menos cuatro siglos, y si el teletrabajo era una apuesta segura y conciliadora hacia el próspero futuro laboral de muchos, ahora resulta que las pocas compañías que se atreven a ponerlo en práctica lo utilizan para aprovecharse sin piedad de los trabajadores y recuerdan en su intento de explotación y de engaño colectivo a los grandes pufos empresariales de la España del siglo pasado.