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El silencio de los raíles

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Un silencio espeso, traicionero y de mal agüero se ha abatido sobre estos raíles de mi pueblo y tierra; raíles de acero que han conocido, tras sucesivas renovaciones de su peso y tendido, tres siglos (1890-2021) de ajetreo incesante –mineral, viajeros, bañistas– de vidas, ilusiones, tristezas… movimientos, pasiones y emociones sin cuento. Sin ir más lejos, y por ser de familia ferroviaria desparramada por el país, mi vida está iniciada en trenes, pitidos, vapor y carbonilla, con muy numerosas noches de travesía (Murcia-Madrid, Madrid-León) en vagones atestados y horas interminables en el pasillo, con el consuelo de las maletas de madera, buenas también para asiento y dormitar: el tren era incómodo, lento e incierto, y viajar imponía auténticos sacrificios; pero era, por sobre cualquier otra condición, social, útil, barato y accesible: todo lo contrario que el AVE, que es selectivo, banal, caro y malasombra.

La implantación del AVE se me antoja algo parecido a una agresión inconmensurable que, en el caso de Águilas, sufridora segura de su expansión (ruinosa, por cierto) hacia Andalucía, con su histórico ramal desde Almendricos, sus Talleres y su tradición minera, más me parece una masacre.

Tanto a ADIF como el Ayuntamiento de Águilas les convendría situar la nueva estación en el quinto pino, donde peor le venga a la gente; eso sí, con discursos de modernidad, de necesidades futuras, etcétera. Pretendiendo ocultarnos que lo que en el fondo persiguen es hacer caja con la recalificación urbanística de los apetecibles terrenos de la actual Estación y los históricos Talleres, un inmenso solar casi al borde de las playas, lo que redundaría en pingües beneficios para ambas entidades. Una vez más, el poder económico y el político dedicarán sus ideas y esfuerzos –como no andemos listos y enseñemos bien los dientes- a ir contra la gente y la sociedad. Es un clásico. Echo en falta sensibilidad en general a estos asuntos, tan importantes para nuestro pueblo y su legado: el sentido del pasado, que hay que mantener vivo y presente en la medida de lo posible, las obligaciones colectivas para con él, el apego a la herencia recibida y a las señas de identidad.

Aunque, en realidad, lo que ADIF preferiría –y estoy seguro de que lo tiene en cartera como una alternativa deseable– es eliminar todo servicio ferroviario que enlace Águilas con Pulpí en la nueva línea del funesto AVE, para establecer un servicio de autobuses, sin más.

El “espíritu ferroviario”, hecho de habilidad profesional y de apego al servicio público, ha desertado de ADIF, RENFE y del Ministerio de Fomento, para ser sustituido por tecnócratas –economistas, abogados- de formación (discretamente) antisocial y de mente debilitada por los (poderosos) espejismos de la tecnología y la velocidad. Y ese es el panorama de la extensión del AVE: rupturas, conflictos, promesas y no pocas alucinaciones.

Imposible no evocar, contemplando este silencio y este mal agüero, a mi abuelo Pedro Costa, que trabajó en la terminación del ramal Almendricos-Águilas, y se casó con mi abuela, moza en la fonda que frecuentaba, en ese enclave ferroviario al que siempre hemos llamado El Empalme, pasando luego a trabajar en los Talleres de Águilas, como carpintero, hasta su muerte en 1940. Y a mi padre, Ginés, carpintero, también en los Talleres de La Compañía (como decía mi madre) de 1928 a 1947, cuando murió, exceptuando los años en el frente. O a mi tío Pedro, pintor en esos mismos Talleres toda su vida laboral. O mi tío Arturo, que siempre quiso ser jefe de Tren para ir en los trenes, y así transcurrió su vida. Y a esos centenares, seguramente más de un millar, con sus familias, que han entregado su vida a estas paredes y estas vías, participando en una de las etapas más interesantes y estratégicas del discurrir aguileño. Esos ruidos del Taller, con sus sirenas de entrada y salida que alcanzaban al pueblo entero, esa comunidad ferroviaria, tan compacta, esos afanes y sueños, historias y avatares… así como la interesantísima presencia británica, netamente ferroviaria, pueden ser sepultados para siempre, como si nada hubiese sucedido, como si el futuro tuviera que ser, necesariamente, amenazante y aniquilador.

Me he dado una vuelta, no autorizada, por esas vías apagadas y entre el matorral que las invade y que las ocultará en breve. Y cuando me he visto intimidado por unas gaviotas que me daban pasadas en picado cada vez más amenazadoras, me han hecho sospechar que cerca estaban sus crías; y, en efecto, he podido ver que en la plataforma elevada de la torre desde la que ese espacio ferroviario era iluminado, las prolíficas aves marinas han instalado un nuevo hogar, con ese instinto, admirable, de supervivencia y oportunidad, tan en contraste con la racionalidad humana y su empeño en destruir el pasado y engañarse con el futuro.

Un silencio espeso, traicionero y de mal agüero se ha abatido sobre estos raíles de mi pueblo y tierra; raíles de acero que han conocido, tras sucesivas renovaciones de su peso y tendido, tres siglos (1890-2021) de ajetreo incesante –mineral, viajeros, bañistas– de vidas, ilusiones, tristezas… movimientos, pasiones y emociones sin cuento. Sin ir más lejos, y por ser de familia ferroviaria desparramada por el país, mi vida está iniciada en trenes, pitidos, vapor y carbonilla, con muy numerosas noches de travesía (Murcia-Madrid, Madrid-León) en vagones atestados y horas interminables en el pasillo, con el consuelo de las maletas de madera, buenas también para asiento y dormitar: el tren era incómodo, lento e incierto, y viajar imponía auténticos sacrificios; pero era, por sobre cualquier otra condición, social, útil, barato y accesible: todo lo contrario que el AVE, que es selectivo, banal, caro y malasombra.

La implantación del AVE se me antoja algo parecido a una agresión inconmensurable que, en el caso de Águilas, sufridora segura de su expansión (ruinosa, por cierto) hacia Andalucía, con su histórico ramal desde Almendricos, sus Talleres y su tradición minera, más me parece una masacre.