Toda persona necesita desarrollarse como sujeto individual: desplegar sus capacidades, luchar por unos objetivos y someterse a una ética. Al mismo tiempo, también tiene que crecer como ciudadano, en una dimensión grupal.
El desarrollo en los niveles individual y grupal sigue principios diferentes. En la dimensión individual, podemos apreciar fácilmente una aparente relación causal entre las acciones del sujeto y sus consecuencias. Por poner un ejemplo: una persona que se esfuerza y trabaja duro favorece su desarrollo profesional y puede llevar a casa un sueldo con el que alimentar a su familia; la cigarra de la fábula, en cambio, morirá de hambre y frío en cuanto llegue el invierno. A partir del principio de causalidad se establece la importancia de la responsabilidad del sujeto, del valor del esfuerzo y de la ética de la conducta.
Cuando consideramos la dimensión grupal, las cosas se complican. Como miembro de un colectivo, una persona no depende sólo de su esfuerzo para conseguir un empleo u oportunidades educativas. Depende tanto de otras personas concretas como de abstracciones difusas como “la economía”. El manejo de esta situación se establece en el espectro entre la impotencia individual y algo tan complejo como la responsabilidad colectiva.
Ante la claudicación de la familia como agente socializador (que afortunadamente no es completa, al menos aún), el estado, a través del sistema educativo, intenta asumir la función de preparar al individuo para ocupar un lugar en el mundo. Para ello, se basa en un discurso oficial individualista, apropiado para un entorno capitalista, según el cual las capacidades personales y el esfuerzo se transformarán en recompensas (calificaciones académicas, oportunidades laborales o la zanahoria de turno). Sin embargo, la dimensión grupal, aparentemente silenciada, emerge constantemente con la fuerza del retorno de lo reprimido, con el empuje de los zombies que se levantan de sus tumbas en estado de putrefacción tras haberse visto privados de la vida y la luz del sol.
Podemos encontrarnos con este nivel grupal en los castigos colectivos a los niños cuando “la clase” se porta mal. Desde el punto de vista individual, estos castigos resultan absurdos, injustos y contraproducentes. Aparte de generar malestar, pueden inducir la “indefensión aprendida”, el convencimiento de que uno está expuesto a fuerzas que no puede controlar y que por tanto, hay que renunciar a la fantasía de la agencia personal, junto con la ética y el esfuerzo. A nivel colectivo, estos castigos pueden inducir a unos niños a tratar de controlar a otros para evitar el mal común de los castigos, al margen de las instituciones responsables de ello. Los referentes a los que aboca esto van desde Don Quijote a Watchmen o el Caballero Oscuro. Difícilmente se pueden extraer otras lecciones en la infancia.
Sin embargo, el aprendizaje de la responsabilidad colectiva es importante, dado que sólo como comunidad podemos afrontar problemas como los sociales, ecológicos, etc. El problema es que el nivel colectivo no se aborda en la educación de forma deliberada y reflexiva, sino de modo reactivo, y los niños se ven forzados a asumir tareas para las que no están capacitados, no pudiendo aprender de ellas.
Encontramos otro ejemplo en los trabajos colectivos que tienen que realizar los niños en casa, tras pasar todo el día juntos en el colegio trabajando individualmente. Los niños pequeños no tienen la capacidad de reunirse por sí mismos. Dependen de unos padres que tienen que someterse a las instrucciones que se les dan, entendiéndose que no tienen otras responsabilidades más allá de organizar reuniones infantiles. Así, tal como denunciaba Stuart Mill, el sistema educativo promueve docilidad, y no sólo en los estudiantes. Además, el niño aprende a no hacerse cargo del malestar que esto ocasiona a los padres, dado que no tiene capacidad de actuar sobre un problema en el que actúa como correa de transmisión. La psicopatía dócil que vimos en Eichmann se siembra desde la escuela.
Gregory Bateson describió la relación de doble vínculo según la cual una persona puede estar sometida a un mensaje explícito (responsabilidad individual), otro implícito (responsabilidad colectiva inasumible) que es contradictorio con el anterior provocando una situación inmanejable. Además, el sujeto no puede escapar de la situación (el sistema social/educativo) y no puede expresar el embrollo en el que se ve envuelto (la capacidad de simbolización de los niños no les permite desgranar este problema, ni el sistema educativo suele ofrecer la escucha necesaria para hacerlo). Bateson planteó que el resultado del doble vínculo es la psicosis, la esquizofrenia.
El mal manejo que hace el sistema educativo de la dimensión grupal favorece tanto la psicosis como la psicopatía. El problema no se debe sólo a la educación. Lola López Mondéjar plantea que es la sociedad postmoderna en su conjunto la que produce este tipo particular de individuos, que ella califica de invulnerables e invertebrados. Sin embargo, me parece especialmente grave que la institución que tendría que ocuparse de solucionar el problema (que no es la psiquiatría), se dedique a agravarlo. Y, si nos falla la educación, ¿a qué nos agarramos?
Toda persona necesita desarrollarse como sujeto individual: desplegar sus capacidades, luchar por unos objetivos y someterse a una ética. Al mismo tiempo, también tiene que crecer como ciudadano, en una dimensión grupal.
El desarrollo en los niveles individual y grupal sigue principios diferentes. En la dimensión individual, podemos apreciar fácilmente una aparente relación causal entre las acciones del sujeto y sus consecuencias. Por poner un ejemplo: una persona que se esfuerza y trabaja duro favorece su desarrollo profesional y puede llevar a casa un sueldo con el que alimentar a su familia; la cigarra de la fábula, en cambio, morirá de hambre y frío en cuanto llegue el invierno. A partir del principio de causalidad se establece la importancia de la responsabilidad del sujeto, del valor del esfuerzo y de la ética de la conducta.