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La tarde eterna

15 de diciembre de 2021 09:32 h

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Tengo cinco o seis años de edad. Es media tarde. Estoy jugando en el salón de mi casa con mis muñecos y mis coches, y desde el suelo, veo la silueta de mi madre recortada sobre la tenue luz del sol que entra por la ventana. Se respira una paz dulce, sólida e intemporal. Mi madre está cosiendo; es una gran costurera. Aprendió de una de sus mejores amigas de juventud. Y ahí está, dando puntadas con hilo, fijando las horas de un reloj que parece detenido. De pronto deja la costura y me dice como en un suspiro, “Ay, Pedrito, yo no quiero que crezcas...”. Hago lo propio con mis coches de juguete y le contesto sereno: “Mamá, no te preocupes, que para eso queda mucho tiempo”.

Hay momentos cotidianos que con el tiempo se convierten en especiales y que sabes que recordarás toda la vida. Con el que acabo de contar, lo supe en seguida porque escuché a mi madre comentándoselo a mi padre, divertida, cuando éste llegó de trabajar. Qué ocurrencia ha tenido Pedrito, venían a decir. Yo no entendía el valor de la mencionada ocurrencia; simplemente había aplicado una lógica de manual, un sencillo 'carpe diem' al deseo irreal, incluso no deseable pero muy humano de mi madre.

Muchos años más tarde mi madre me lo recordó en tono de reproche, haciéndome ver que, aunque yo tenía razón, a la vez no la tenía. Paradojas de la vida.

Soy el último de seis. Cuatro mujeres y dos hombres. Conmigo mi madre se permitió el lujo de no acudir a cuidadoras ni guarderías, y estuve a su lado hasta que entré en el último año de lo que entonces se llamaba Parvulitos. Desconozco si ese hecho me llevó después a ser tímido y no tener demasiadas habilidades para trazar relaciones sociales. No confundir con que no sea una persona sociable; tampoco con el hecho de que en los últimos años no me guste socializar.

Mi madre me transmitió su dulzura, o eso quiero pensar. También quiero pensar que me bendijo con algunas gotas de su inteligencia despierta y no alentada en la escuela, porque no tuvo oportunidad, sino en las enseñanzas de la vida. Y seguramente me transmitió alguno de sus defectos, que los tenía. Con los años los vi con más claridad y en ocasiones me hicieron chocar con ella. Bajando al nivel de las chuminadas, jamás le gustó que me dejase patillas, ni barba, ni el pelo largo. En tiempos más recientes debió enfadarle mucho que me pusiera un pendiente en la oreja, pero sé que no quiso entrar en esa batalla e hizo como que no lo veía, porque yo tampoco se lo enseñaba demasiado.

Mi madre siempre se preocupó por mí. Eso siempre. De profesión, preocupada, llegó a aficionarse a las retransmisiones radiofónicas de los partidos del CB Murcia, porque, decía, así podía saber si un rato después de acabar el partido, yo llegaría a casa contento o disgustado. Por fortuna durante algunos años llegaba casi siempre contento, porque Murcia era un equipazo en Primera B.

Mi madre me quiso con locura. A veces creo que no estuve a la altura y lo lamento. El caso es que ha pasado lo que mi madre no quería; lo que expresó como un deseo irreal, inocente y utópico: ha pasado el tiempo y lo ha hecho muy rápido, y yo he crecido y ella se ha ido para siempre. Y ya no tengo red. Mi padre y mi madre ya no están: no volverán a preocuparse por mí ni podré llamarlos ni podrán llamarme para interesarse por sus nietas y por mis cosas. En un escenario ideal, es ley de vida sobrevivirles como lo es el hecho de que el tiempo pasa muy rápido, pero eso no lo hace menos doloroso. Una cosa es cierta: mientras viva, podré cerrar los ojos y volver a aquella tarde de mi infancia, una de tantas tardes de sol tibio, juegos y costura. Y podré decirle a mi madre que no se preocupe; que aquella tarde es eterna.

Tengo cinco o seis años de edad. Es media tarde. Estoy jugando en el salón de mi casa con mis muñecos y mis coches, y desde el suelo, veo la silueta de mi madre recortada sobre la tenue luz del sol que entra por la ventana. Se respira una paz dulce, sólida e intemporal. Mi madre está cosiendo; es una gran costurera. Aprendió de una de sus mejores amigas de juventud. Y ahí está, dando puntadas con hilo, fijando las horas de un reloj que parece detenido. De pronto deja la costura y me dice como en un suspiro, “Ay, Pedrito, yo no quiero que crezcas...”. Hago lo propio con mis coches de juguete y le contesto sereno: “Mamá, no te preocupes, que para eso queda mucho tiempo”.

Hay momentos cotidianos que con el tiempo se convierten en especiales y que sabes que recordarás toda la vida. Con el que acabo de contar, lo supe en seguida porque escuché a mi madre comentándoselo a mi padre, divertida, cuando éste llegó de trabajar. Qué ocurrencia ha tenido Pedrito, venían a decir. Yo no entendía el valor de la mencionada ocurrencia; simplemente había aplicado una lógica de manual, un sencillo 'carpe diem' al deseo irreal, incluso no deseable pero muy humano de mi madre.