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Sin término medio

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Qué recientes y a la vez remotos quedan ya esos días de noviembre en los que estaba permitido salir a la calle en Cartagena o en cualquier otro punto de la Región, hasta las once de la noche, para hacer cualquier cosa, pero los bares y los restaurantes permanecían cerrados por decisión del gobierno ante el ascenso implacable de la segunda ola de la pandemia. No muchas personas paseaban por el entramado de calles conectadas entre sí del centro de la ciudad, comprando en las tiendas de ropa o disfrutando de la brisa húmeda del puerto, y las pocas que se veían caminaban con esa actitud de paciencia y sosiego a la que seguramente induce el aspecto silencioso y tranquilo de un lugar. Aquel aspecto, tan inusual en su quietud, transformaba a una ciudad que, durante los casi veinte días sin hostelería, tenía algo de fantasmal en el ambiente sin el bullicio y los gritos habituales de las terrazas, como una de esas ciudades invernales europeas en las que la noche cae inapelablemente después de comer y muy pocas personas se aventuran a salir de casa. Los portones cerrados, las persianas echadas, las calles desprovistas de mesas y de sillas clausuraban de forma irreparable la atmósfera cotidiana de los lugares más visitados y concurridos de la ciudad, que uno siempre recuerda con gente sentada o de pie, charlando, comiendo o bebiendo, y que en aquel momento se volvían más lejanos en la memoria porque ese ambiente innegable tan solo unos pocos días atrás de repente no existía.

Reunirse en los bares del centro de Cartagena siempre ha sido una actividad inherente a la cultura y al dinamismo social de la ciudad, una práctica tan habitual en el tiempo de ocio de sus habitantes que realmente entrañaba un peligro del que no fuimos conscientes hasta la noche del 6 de noviembre, cuando se reveló ante todos lo que estaba sucediendo en aquellos primeros días del mes como un acceso imprevisto de crudeza: cientos y cientos de personas abarrotaron las terrazas de bares y restaurantes en la víspera de su cierre, mientras el virus se multiplicaba en la Región más que nunca, y demostraron no solo su fiel compromiso a las empresas hosteleras de la ciudad, sino sobre todo su evidente carencia de percepción de una realidad que era más dura cada día, con cientos de hospitalizados, con decenas de muertos.

Si ese ambiente festivo y despreocupado se produjo la noche del 6 de noviembre, a pesar de la elevadísima tasa de positividad y de todas las recomendaciones, casi prohibiciones de los técnicos de Salud, cómo no iba a repetirse más de un mes después, en Navidad, en medio de ese paréntesis de tranquilidad como el ojo de un huracán que es la mejora estadística esperanzadora que precede a un nuevo desastre, tal vez a la tercera ola que los expertos vislumbran más cruel que las dos anteriores. No hay una tarde o una noche señalada de las últimas dos semanas que una terraza o una calle de bares del centro de Cartagena no haya estado llena de gente, especialmente de jóvenes con el aire entre festivo y relajado de tener vacaciones y horas por delante con los amigos, sin mascarilla, hablando en un tono muy alto, y rodeados de decenas de mesas sumidas en una atmósfera idéntica, ajenos no ya a cualquier tipo de indicación sanitaria: también a su propia salud y a la de las familias con las que se reunirían horas después para cenar.

Parece que cuando los datos descienden y los gobiernos permiten volver a una especie de simulación aparente de normalidad, la gente joven tiene la impresión quimérica de que el virus ha desaparecido, y que a pesar de que uno se siente en terrazas repletas de amigos y conocidos como hacía antes de marzo no va a contagiarse, ni va a contagiar a los demás casi irremediablemente. Cuando algo es arrebatado durante un breve intervalo de tiempo, todo lo antes cotidiano se vuelve inaugural, y las terrazas de los locales se convierten en un ejemplo elocuente de la frívola actitud de algunos frente a la pandemia. Uno pasea en las horas previas al anochecer de los días de Nochebuena y Nochevieja por el centro de Cartagena, y lo único que ve alrededor son calles colmadas de mesas de todos los tamaños, de taburetes y de sillas, y gente bebiendo y hablando, de pie, pasando de una mesa a la otra para saludar a más gente y satisfacer sus necesidades sociales casi despojadas desde marzo, y le da la horrorosa impresión de que esas calles son como burbujas ajenas a la realidad cotidiana en las que no existe el virus, y se para a observarlas con detenimiento e incredulidad e incluso llega a cuestionarse si la Navidad que esas personas están celebrando no es la de 2020, si esas burbujas también tienen una cualidad de viaje en el tiempo e inesperadamente es la misma Navidad intacta y segura de todos los años anteriores.

Ya lo sospechaba. Incluso tenía cierta certeza por las imágenes de aglomeraciones que se han producido en bares del centro de Cartagena casi todos los fines de semana previos a la Navidad: pero ahora me ha ganado un sentimiento indudable de convicción. Evidentemente lo que ocurre en la ciudad portuaria también pasa en muchos otros puntos de la Región y de España: la culpa de que las cifras de contagios y hospitalizados vayan a crecer de forma irrefrenable a mediados de enero no es de la hostelería, ni del gobierno que anuncia su cierre a una determinada hora, acaso su clausura definitiva durante dos semanas: la previsible progresión de la curva de la tercera ola será consecuencia de la escasez de escrúpulos de aquellos que más han ansiado celebrar la Navidad como si nada estuviera sucediendo, o como si lo que está ocurriendo no fuera con ellos.

Daba la sensación, durante todo el confinamiento, e incluso en algunos momentos del verano, que el peso brutal de la situación nos había forzado a un grado de sensatez, a un sentido de responsabilidad que de un día para otro cambió nuestros hábitos, en parte gracias a la empatía hacia los que más estaban sufriendo las consecuencias del virus y hacia los sanitarios y servidores públicos que desde hace meses ejercen su profesión con un tranquilo heroísmo. Pero esta Navidad ha transformado sin previo aviso todo el esfuerzo de los días más oscuros del encierro en calles repletas de gente de fiesta sin apenas respeto ni siquiera por las mínimas medidas de seguridad, por no mencionar las bochornosas fiestas ilegales que seguramente se habrán celebrado en pisos, en casas de campo. Es el virus el que mata, pero mataría bastante menos si todos estos comportamientos no se repitieran una y otra vez. Únicamente las situaciones extremas, la sucesión de contrastes, nos hacen tener una percepción clara de la realidad: el silencio nítido, la serenidad que el cierre de los bares otorga al centro de Cartagena, en el que se perciben sin dificultad los sonidos lejanos del mar, del aire, de las gaviotas, o el ambiente festivo de las terrazas, los griteríos, el alcohol y las comidas copiosas, y, en medio de esta especie de antítesis hasta hace unos meses inconcebible, la cruel pandemia que no cesa. Es posible que no haya término medio. Ni remedio.

Qué recientes y a la vez remotos quedan ya esos días de noviembre en los que estaba permitido salir a la calle en Cartagena o en cualquier otro punto de la Región, hasta las once de la noche, para hacer cualquier cosa, pero los bares y los restaurantes permanecían cerrados por decisión del gobierno ante el ascenso implacable de la segunda ola de la pandemia. No muchas personas paseaban por el entramado de calles conectadas entre sí del centro de la ciudad, comprando en las tiendas de ropa o disfrutando de la brisa húmeda del puerto, y las pocas que se veían caminaban con esa actitud de paciencia y sosiego a la que seguramente induce el aspecto silencioso y tranquilo de un lugar. Aquel aspecto, tan inusual en su quietud, transformaba a una ciudad que, durante los casi veinte días sin hostelería, tenía algo de fantasmal en el ambiente sin el bullicio y los gritos habituales de las terrazas, como una de esas ciudades invernales europeas en las que la noche cae inapelablemente después de comer y muy pocas personas se aventuran a salir de casa. Los portones cerrados, las persianas echadas, las calles desprovistas de mesas y de sillas clausuraban de forma irreparable la atmósfera cotidiana de los lugares más visitados y concurridos de la ciudad, que uno siempre recuerda con gente sentada o de pie, charlando, comiendo o bebiendo, y que en aquel momento se volvían más lejanos en la memoria porque ese ambiente innegable tan solo unos pocos días atrás de repente no existía.

Reunirse en los bares del centro de Cartagena siempre ha sido una actividad inherente a la cultura y al dinamismo social de la ciudad, una práctica tan habitual en el tiempo de ocio de sus habitantes que realmente entrañaba un peligro del que no fuimos conscientes hasta la noche del 6 de noviembre, cuando se reveló ante todos lo que estaba sucediendo en aquellos primeros días del mes como un acceso imprevisto de crudeza: cientos y cientos de personas abarrotaron las terrazas de bares y restaurantes en la víspera de su cierre, mientras el virus se multiplicaba en la Región más que nunca, y demostraron no solo su fiel compromiso a las empresas hosteleras de la ciudad, sino sobre todo su evidente carencia de percepción de una realidad que era más dura cada día, con cientos de hospitalizados, con decenas de muertos.