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La tragedia de la hostelería

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Andan los hosteleros muy, pero que muy preocupados y con mucho malestar. Algunos incluso con desesperación; otros, ya ociosos obligados a cerrar por la pandemia. Pocas empresas de pocos sectores se han visto tan afectados por las consecuencias de la COVID-19 como la hostelería y, digamos, aledaños. Bares y restaurantes, también hoteles, están al borde del precipicio desde marzo de 2020. Algunos se han precipitado al vacío. Otros han conseguido recuperarse, mal que bien.

Sin embargo, no se habla de la otra tragedia del sector: la de los empleados puros y duros. Ha pasado casi desapercibida la (enésima) ruptura de las negociaciones para renovar el convenio colectivo, que lleva trece años, trece, sin volver a ser firmado, es decir, acordado entre las partes. Y esto sí que supone una tragedia añadida, más grave si cabe, a la situación penosa de bares y restaurantes.

Sabido es, dejando de lado el sufrimiento del nivel empresarial, que el sector hostelero no es precisamente uno en el que sus trabajadores gocen de situación privilegiada desde tiempo inmemorial. Aún, se puede decir que aquellos empleados fijos en empresas de postín, tipo conocidos restaurantes, bares y cafeterías, tienen una situación más o menos estable. Pero son los menos. 

La inmensa mayoría de los currantes del sector ––especialmente los más ligados al turismo estacional–– se mueve desde hace años en una situación de precariedad y temporalidad lamentable, poco digna y poco propia de un país que es la cuarta economía de la UE. Contratos por días que se repiten hasta el infinito; cotizaciones reales por la mitad o menos de las horas en realidad trabajadas; pagos importantes en sobres y no en nómina oficial; frecuentes “mañana no vengas” sin previo aviso… Y con la obligación de ser amables y sonrientes, más allá de la corrección, y de soportar los caprichos más o menos justificados de empleadores y clientes.

Todo eso se suma a una situación de condiciones que cualquiera que no fuera miembro de las patronales Hoytú u Hostecar calificaría de leoninas, como son las relativas a vacaciones, descansos semanales, pago de horas extras realizadas y un largo etcétera que bien conocen los sindicatos que operan en el sector, que estiman que las temporales suponen el 87,01% del total de contrataciones realizadas en el último año.

La ruptura de las negociaciones del convenio sectorial entre sindicatos y patronal, que lleva a 13 años el periodo transcurrido sin nuevo convenio colectivo, se produjo, entre otras cosas, hace apenas dos semanas por el empecinamiento de los representantes de los empresarios en eliminar el complemento de incapacidad temporal en las contingencias comunes. Es decir, según explicó una nota de CCOO, si un trabajador cae enfermo por un motivo no laboral no cobraría lo marcado en la legislación. El último convenio firmado hace años establece que los trabajadores cobran lo mismo estando de baja que de alta.

Otro motivo para la ruptura fue la oferta de subida salarial hecha por los empresarios: el 4% para 2022 y el 3% para 2023. Eso supone que los sueldos subirían en la hostelería murciana apenas el 0,40% para el año próximo y solo el 0,30% para el siguiente, puesto que la subida establecida para el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) por el que se rige la mayoría de los empleados de hostelería será del 3,60% y del 2,70% para cada uno de esos dos años.

Es chocante, por decirlo suavemente, que apenas dos meses antes de la ruptura de las negociaciones del convenio colectivo y poco después de que alguna ETT publicara que los contratos ––temporales por supuesto–– en la hostelería habían subido casi el 50% durante el verano pasado, los sindicatos mayoritarios señalaran, a mediados de septiembre, que los trabajadores de la hostelería en la Región de Murcia son los peor pagados, por debajo incluso del sector agroalimentario, que ya es decir. Nadie salió a desmentir tal aserto. Cabe pensar, por tanto, que no se desvía ni un ápice de la realidad.

Ahora que la hostelería vuelve a sufrir las consecuencias de las restricciones que provoca la sexta ola pandémica y justo después de la ruptura de las negociaciones del convenio colectivo ––que no se firma desde 2008–– convendría que alguien (Gobierno o Inspección de Trabajo, por ejemplo) tomara en consideración las condiciones en que se trabaja en los últimos años en el sector y cómo se reparten los sufrimientos que padece por efecto de la COVID-19. Efectivamente, hay que “Salvar la Hostelería”, según el slogan acuñado convenientemente por los propietarios de negocios, pero también vendría bien salvar a los currantes que atienden barras, sirven mesas y cocinan en los fogones de las condiciones de trabajo (y de vida) que vienen arrastrando desde hace tiempo. Quizá sea esta la verdadera tragedia. Vale.

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Andan los hosteleros muy, pero que muy preocupados y con mucho malestar. Algunos incluso con desesperación; otros, ya ociosos obligados a cerrar por la pandemia. Pocas empresas de pocos sectores se han visto tan afectados por las consecuencias de la COVID-19 como la hostelería y, digamos, aledaños. Bares y restaurantes, también hoteles, están al borde del precipicio desde marzo de 2020. Algunos se han precipitado al vacío. Otros han conseguido recuperarse, mal que bien.

Sin embargo, no se habla de la otra tragedia del sector: la de los empleados puros y duros. Ha pasado casi desapercibida la (enésima) ruptura de las negociaciones para renovar el convenio colectivo, que lleva trece años, trece, sin volver a ser firmado, es decir, acordado entre las partes. Y esto sí que supone una tragedia añadida, más grave si cabe, a la situación penosa de bares y restaurantes.